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— Ella sigue viva–dijo–porque yo no la he olvidado ni por un solo momento. Suele venir a verme.

— ¿Quiere decir que se le aparece, como un fantasma?

— Me habla, siento su aliento en la nuca, su presencia en mi pieza. Cuando estaba enfermo me tomaba la mano.

— Ésa era yo, Tata…

— No crea que estoy chocho, sé que a veces era usted. Pero otras veces era ella.

— Usted tampoco morirá porque yo lo recordaré siempre. No he olvidado nada de lo que me ha dicho a lo largo de estos años.

— No puedo confiar en usted, porque todo lo cambia. Cuando yo me muera no habrá quien le ponga freno y seguro irá por allí contando mentiras de mí–y se rió tapándose la boca con el pañuelo, porque todavía no controlaba bien los gestos de la cara.

Durante los meses siguientes se ejercitó con tesón hasta que pudo volver a moverse, se recuperó por completo y vivió casi veinte años más, dándose tiempo para conocerte, Paula. Eras la única que distinguía en el montón de nietos y bisnietos, no era hombre de ternuras, pero le brillaban los ojos cuando te veía, esta chiquilla tiene un destino especial, decía. ¿Qué haría él si te viera como estás ahora? Creo que espantaría a bastonazos a doctores y enfermeras y con sus propias manos te arrancaría los tubos y las sondas para ayudarte a morir. Si no estuviera segura que te recuperarás, tal vez yo haría lo mismo.

Hoy murió don Manuel. Sacaron su cuerpo en una camilla por la puerta de atrás y la familia se lo llevó para darle sepultura en su aldea. Su mujer y su hijo han compartido con nosotros en el corredor de los pasos perdidos el peor tiempo de sus vidas, la angustia de cada visita a Cuidados Intensivos, la larga paciencia de las horas, días y semanas de agonía. En cierta forma nos hemos convertido en una familia. Ella trae quesos y panes del campo, que reparte entre mi madre y yo; a veces se duerme, agotada, con la cabeza en mis rodillas, tendida sobre la hilera de sillas de la sala de espera, mientras yo le acaricio discretamente la frente.

Es una mujer pequeña, compacta y morena, con la cara surcada de arrugas festivas, siempre vestida de negro. Al llegar al hospital se quita los zapatos y se coloca unas chancletas. En la sesentena de su vida don Manuel era fuerte como un caballo, pero después de tres operaciones al estómago se cansó de soportar humillaciones y dejó de luchar. Lo vimos apagarse poco a poco. En los últimos días se volvió hacia la pared negándose a recibir consuelos del capellán, que pasa a menudo por la sala. Murió de la mano de los suyos y también yo alcancé a despedirme, acuérdese de pedir por Paula al otro lado, le recordé calladamente antes que escapara del cuerpo. Cuando su niña mejore vendrán a visitarnos al campo, tenemos un pedazo de tierra muy bonito, el aire sano y la comida contundente le harán bien a Paula, me dijo la viuda. Se fueron en un taxi, siguiendo al coche fúnebre. Ella parecía haberse achicado, iba sin lágrimas, con sus chancletas en la mano.

Durante varios días te hemos desconectado del respirador, cada vez por un momento más largo, y ya resistes hasta diez minutos con el poco aire que logras meter en tu cuerpo. Es una respiración lenta y corta, los músculos de tu pecho luchan contra la parálisis y ya empiezan a moverse suavemente. En una semana tal vez podamos sacarte de la Unidad de Cuidados Intensivos y colocarte en una sala normal. No hay piezas individuales, salvo el cuarto cero donde van a parar los moribundos; quisiera llevarte a una habitación asoleada y silenciosa, con una ventana por donde asomen pájaros y flores como a ti te gustaría, pero me temo que sólo dispondremos de una cama en la sala común. Espero que mi madre aguante hasta entonces, me parece que está a punto de quebrarse.

Los peores presagios me asaltan de noche, cuando siento pasar las horas una a una hasta que empiezan los ruidos del amanecer mucho antes del primer atisbo de luz y recién entonces me duermo tan profundamente como si hubiera muerto, envuelta en el chaleco gris de cachemira de Willie. Me lo trajo en su primera visita, como si hubiera sabido que pasaríamos mucho tiempo separados. Esta prenda cargada de recuerdos simboliza para mí los aspectos mágicos de nuestro encuentro. Las primeras semanas tomaba unas pastillas azules, otro de los muchos remedios misteriosos que mi madre receta a su criterio y extrae generosamente de una gran bolsa, donde acumula medicamentos desde tiempos inmemoriales. Una vez me inyectó una dosis doble de un reconstituyente para

casos extremos de debilidad, que había conseguido en Turquía diecinueve años antes, y estuvo a punto de matarme. Las píldoras azules me sumían en un sopor confuso, despertaba con los ojos cruzados, y tardaba media mañana en adquirir cierta lucidez. Después descubrí en una callejuela cercana, una farmacia del tamaño de un armario atendida por una boticaria larga y seca, toda vestida de negro y abotonada hasta la barbilla, a quien le conté mis pesares. Me vendió valeriana en un frasco de vidrio oscuro y ahora sueño siempre lo mismo, con pocas variaciones. Sueño que soy tú, Paula, tengo tu pelo largo y tus grandes ojos, las manos de dedos finos y tu anillo de casada, que uso desde que me lo entregaron en el hospital, cuando caíste enferma. Me lo coloqué para no perderlo en la prisa de esos momentos y después ya no quise quitármelo. Cuando recuperes la consciencia se lo devolveré a Ernesto para que él te lo ponga, como hizo el día del matrimonio, hace poco más de un año. ¿No te parece un lío casarse por la iglesia? sugerí en esa oportunidad. Me lanzaste una mirada severa y, con ese tono admonitorio que nunca empleas con tus alumnos, pero a veces usas conmigo, replicaste que Ernesto y tú eran creyentes y querían consagrar su unión en público, porque en privado ya se habían casado ante Dios el primer día que durmieron juntos. En la ceremonia tenías el aspecto de un hada campesina. La familia llegó desde puntos muy lejanos para celebrar el acontecimiento en Caracas y yo viajé de California con tu traje de novia en brazos, medio sofocada bajo una montaña de tela blanca. Te vestiste en casa de mi amigo Ildemaro, que estaba tan orgulloso como tu padre, y quisiste que él te condujera a la iglesia en su viejo automóvil, bien lavado y pulido para la ocasión. Cuando pienso en Paula siempre la veo vestida de novia y coronada de flores, me dijo Ildemaro conmovido cuando vino a verte a Madrid en los primeros días de tu enfermedad.

Desde hace cinco días hay huelga de trabajadores de la limpieza en el hospital, el edificio parece una plaza de mercado en plena Edad Media, pronto habrá cucarachas y ratas repartiendo pestes entre los humanos. En la entrada del edificio se reúnen los huelguistas rodeados de guardias de seguridad, sonriendo ante las cámaras de televisión. Médicos, enfermeras, pacientes en pijama y zapatillas y otros en sillas de rueda, aprovechan la ocasión para distraerse, charlan, fuman, beben café de las máquinas y nadie se da prisa por resolver el problema, mientras la basura sube como espuma. Por el suelo se ven guantes de goma usados, vasos de papel, montañas de colillas de cigarros, manchas asquerosas. Los familiares de los enfermos limpian las salas como pueden, los desperdicios aterrizan en los pasillos, donde son arrastrados por los pies de vuelta a las mismas habitaciones. Los depósitos de basura rebosan, por los rincones se acumulan grandes bolsas de plástico llenas a reventar, los baños repugnantes ya no pueden usarse y la mayoría han sido clausurados, el aire hiede a establo. He tratado de averiguar si podemos llevarte a una clínica privada; dicen que el riesgo de moverte es muy grande, pero se me ocurre que el peligro de otra infección debe ser peor.

— Calma–me aconsejó imperturbable el neurólogo-. Paula está en el único sitio limpio del edificio.

— ¡Pero la gente arrastra la contaminación con los zapatos! ¡Entran y salen a través de pasillos inmundos!

Mi madre me cogió de un brazo, me llevó aparte y me recordó la virtud de la paciencia: éste es un hospital público, el Estado no tiene presupuesto para resolver la huelga, nada sacamos con ponernos nerviosas, por lo demás Paula se crió con el agua de Chile y puede