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milagros. Si un indio del Amazonas puede detener un chorro de sangre con saliva, cuánto más podrá hacer la ciencia por ti, hija. Debo conseguir ayuda. Ahora que estoy sola, los días se hacen más largos y las noches más oscuras. Me sobra tiempo para escribir, porque una vez que cumplo los rituales de tu cuidado ya no hay más que hacer, salvo recordar.

A comienzo de los años sesenta mi trabajo había progresado de las estadísticas forestales a unos tambaleantes inicios en el periodismo, que me condujeron por casualidad a la televisión. En el resto del mundo ya se transmitía a color, pero en Chile, último rincón del continente americano, estábamos dando recién los primeros pasos con programas experimentales en blanco y negro. Los privilegiados dueños de un televisor se convirtieron en las personas más influyentes de su barrio, los vecinos se amontonaban en torno a los escasos aparatos existentes para observar hipnotizados en la pantalla un dibujo geométrico inmóvil y escuchar música de ascensor. Pasaban las tardes con la boca abierta y la vista fija esperando alguna revelación que cambiara el curso de sus vidas, pero nada ocurría, sólo el cuadrado, el círculo y la misma majadera melodía. Lentamente pasamos de la geometría básica a unas pocas horas de programación didáctica sobre el funcionamiento de un motor, el temperamento industrioso de las hormigas y clases de primeros auxilios en las cuales le daban respiración boca a boca a un lívido muñeco. También nos ofrecían un noticiario sin imágenes narrado como en la radio y de vez en cuando una película del cine mudo. A falta de temas más interesantes, le ofrecieron a mi jefe en la FAO quince minutos para exponer el problema del hambre en el mundo. Era la época de las profecías apocalípticas: la humanidad se reproducía sin control, los alimentos no alcanzaban, la tierra estaba agotada, el planeta iba a perecer y en menos de cincuenta años los pocos sobrevivientes estarían destrozándose unos a otros por el último mendrugo de pan. El día del programa mi jefe se indispuso y tuve que ir al canal para dar una disculpa. Lo lamento, me dijo secamente el productor, a las tres de la tarde una persona de esa oficina deberá aparecer ante la cámara, porque así lo habíamos acordado y no dispongo de otro material para llenar el espacio.

Imaginé que si los telespectadores soportaban el cuadrado y el círculo y a Chaplin en La quimera del oro cinco veces por semana, el asunto no era realmente en serio. Me presenté provista de unos trozos de película cortados a tijeretazos, donde aparecían unos búfalos raquíticos arando el suelo agrietado por la sequía de un remoto rincón del Asia. Como el documental era en portugués, inventé un texto dramático que más o menos se ajustara al escuálido ganado y lo narré con tal énfasis que a nadie le cupo dudas sobre el próximo fin de los búfalos, el arroz y la humanidad completa. Al terminar el productor me pidió, con un suspiro de resignación que volviera todos los miércoles a predicar contra el hambre, el infeliz estaba ansioso por completar su horario. Fue así como terminé a cargo de un programa en el cual me tocaba hacer desde el guión hasta los dibujos de los créditos. El trabajo en el Canal consistía en llegar puntual, sentarme ante una luz roja y hablar al vacío; nunca tomé conciencia de que al otro lado de la luz un millón de orejas esperaban mis palabras y de ojos juzgaban mi peinado, de ahí mi sorpresa cuando desconocidos me saludaban por la calle. La primera vez que me viste aparecer en la pantalla, Paula, tenías un año y medio y el susto de ver la cabeza decapitada de tu mamá asomando tras un vidrio, te dejó un buen rato en estado catatónico. Mis suegros poseían el único televisor en un kilómetro a la redonda y cada tarde se les llenaba la sala de espectadores a quienes la Granny atendía como visitas. Pasaba la mañana horneando galletas y dando vueltas a la manivela de una máquina para hacer helados y la noche lavando platos y barriendo la basura de circo que quedaba en los suelos de su casa, sin que nadie se lo agradeciera. Me convertí en la persona más conspicua del barrio, los

vecinos me saludaban con respeto y los niños me señalaban con el dedo. Habría podido seguir en ese oficio por el resto de mis días, pero finalmente el país se cansó de vacas famélicas y pestes de arrozales. Cuando eso ocurrió yo era una de las pocas personas con experiencia en televisión–muy rudimental, por cierto–y pude optar a otros programas, pero ya Michael se había graduado de ingeniero y a los dos nos picaba el comején de la aventura, deseábamos viajar antes de tener más hijos.

Conseguimos un par de becas, partimos a Europa y llegamos a Suiza contigo de la mano, tenías casi dos años y eras una mujer en miniatura.

El tío Ramón no ha inspirado ninguno de los personajes de mis libros, tiene demasiada decencia y sentido común. Las novelas se hacen con dementes y villanos, con gente torturada por sus obsesiones, con víctimas de los engranajes implacables del destino. Desde el punto de vista de la narración, un hombre inteligente y de buenos sentimientos como el tío Ramón no sirve para nada, en cambio como abuelo es perfecto, lo supe apenas le presenté a su primera nieta en el aeropuerto de Ginebra y lo vi sacar a luz un caudal secreto de ternura que había mantenido oculto hasta entonces. Apareció con una gran medalla colgada al cuello de una cinta tricolor, te entregó las llaves de la ciudad en una caja de terciopelo y te dio la bienvenida en nombre de los Cuatro Cantones, la Banca Suiza y la Iglesia Calvinista. En ese instante comprendí cuánto amaba en realidad a mi padrastro y se borraron de una plumada los celos tormentosos y las rabietas del pasado. En esa ocasión vestías el sombrero y el abrigo de Sherlock Holmes que yo había soñado antes de tu nacimiento y que la Abuela Hilda, siguiendo mis precisas instrucciones, te fabricó en su máquina de coser. Hablabas con propiedad y te comportabas con los modales educados de una señorita, tal como te había enseñado la Granny. Yo trabajaba a horario completo y poco sospechaba de cómo criar hijos, me resultaba muy cómodo delegar esa tarea y ahora, a la vista de los espléndidos resultados, comprendo que mi suegra lo hizo mucho mejor. La Granny se encargó, entre otras cosas, de quitarte los pañales. Compró dos bacinillas, una pequeña para ti y una grande para ella, y ambas se sentaban por horas en la sala a jugar a las visitas, hasta que aprendiste el truco. La suya era la única casa con teléfono en el barrio y los vecinos que acudían a pedirlo prestado se acostumbraron a ver a esa dulce dama inglesa con el trasero a la vista sentada frente a su nieta. La abuela Hilda por su lado descubrió la manera de darte de comer, porque eras inapetente como los ruiseñores.