Los hombres pasan y se van, pero las mujeres no se mueven, son árboles anclados en el
suelo firme. En torno a ellas giran los hijos propios y otros allegados, se hacen cargo de los viejos, los enfermos, los desamparados, son el eje de la comunidad. En todas las clases sociales, menos las privilegiadas por el dinero, la abnegación y el trabajo se consideran las máximas virtudes femeninas; el espíritu de sacrificio es una cuestión de honor, mientras más sufren por la familia, más orgullosas se sienten. Se acostumbran desde temprano a considerar al compañero como un hijo bobalicón, a quien perdonan graves defectos, desde ebriedad hasta violencia doméstica, porque es hombre. En los años sesenta un reducido grupo de mujeres jóvenes, que habían tenido la buena fortuna de divisar el mundo más allá de la cordillera de los Andes, se atrevieron a plantear un desafío. Mientras se trataba de quejas vagas nadie le dio importancia, pero en 1967 apareció la primera publicación feminista sacudiendo el estupor provinciano en el cual vegetábamos. Nació como otro capricho del dueño de la más poderosa editorial del país, un millonario errático cuyo propósito no era despertar conciencia ni nada que se le parezca, sino fotografiar adolescentes andróginas para las páginas de moda. Se reservó el trato exclusivo con las hermosas modelos, buscó dentro de su medio social quien hiciera el resto del trabajo y la elección cayó en Delia Vergara, una periodista recién graduada cuyo aspecto aristocrático ocultaba voluntad de acero e intelecto subversivo. Esta mujer produjo una elegante revista con el mismo aspecto glamoroso y las frivolidades de tantas otras publicaciones de entonces y de ahora, pero destinó parte de ella a la divulgación de sus ideas feministas. Se rodeó de un par de audaces colegas y crearon un estilo y un lenguaje que hasta entonces no se habían visto en letras de molde en el país. Desde el primer número la revista provocó acaloradas polémicas; los jóvenes la recibieron con entusiasmo y los grupos más conservadores se alzaron en defensa de la moral, la patria y la tradición, que seguramente peligraban con el asunto de la igualdad entre los sexos. Por una de esas extrañas vueltas de la suerte, Delia había leído en Ginebra una carta mía, que mi madre le mostró, y así se enteró de mi existencia. Le llamó la atención el tono de algunos párrafos y cuando volvió a Chile me buscó para que participara en su proyecto. Cuando me conoció yo no tenía trabajo, estaba a punto de dar a luz y mi falta de credenciales era bochornosa, no había pasado por la Universidad, tenía el cerebro lleno de fantasías y, producto de mi escolaridad trashumante, escribía con gruesas faltas gramaticales, pero igual me ofreció una página sin poner más condiciones que un toque irónico, porque en medio de tantos artículos combativos hacía falta algo liviano. Acepté sin saber cuán difícil es escribir en broma por encargo. En privado los chilenos tenemos la risa pronta y el chiste fácil, pero en público somos un pueblo de tontos graves paralizados por el temor de hacer el ridículo, eso me ayudó porque me enfrenté con escasa competencia. En mi columna trataba a los varones de trogloditas y supongo que si cualquier hombre se atreviera a escribir con esa insolencia sobre el sexo opuesto, sería linchado en una plaza pública por una turba de mujeres enfurecidas, pero a mí nadie me tomaba en serio. Cuando se publicaron los primeros números de la revista con reportajes sobre anticonceptivos, divorcio, aborto, suicidio y otros temas impronunciables, se armó un lío. Los nombres de quienes trabajábamos en la revista andaban de boca en boca, a veces con admiración, pero en general acompañados de una mueca. Soportamos muchas agresiones y en los años siguientes todas menos yo, que estaba casada con un híbrido inglés, terminaron separadas de sus maridos criollos, incapaces de tolerar la combativa celebridad de sus esposas.
Tuve un primer atisbo de la desventaja de mi sexo cuando era una mocosa de cinco años y mi madre me enseñaba a tejer en el corredor de la casa de mi abuelo, mientras mis hermanos jugaban en el álamo del jardín. Mis dedos torpes intentaban anudar la lana con los palillos, se me iban los puntos, se me enredaba la madeja, transpiraba por el esfuerzo
de concentración, y en eso mi madre me dijo: siéntate con las piernas juntas como una señorita. Lancé el tejido lejos y en ese momento decidí que iba a ser hombre; me mantuve firme en ese propósito hasta los once años, cuando me traicionaron las hormonas a la vista de las orejas monumentales de mi primer amor y empezó inexorablemente a cambiar mi cuerpo.
Habrían de pasar cuarenta años para aceptar mi condición y comprender que, con el doble de esfuerzo y la mitad de reconocimiento, había logrado lo mismo que a veces consiguen algunos hombres. Hoy no me cambiaría por ninguno, pero en mi juventud las injusticias cotidianas me amargaban la existencia. No se trataba de envidia freudiana, no hay razón para codiciar ese pequeño y caprichoso apéndice masculino, si tuviera uno no sabría qué hacer con él. Delia me prestó un alto de libros de autoras norteamericanas y europeas y me mandó leerlos por orden alfabético, a ver si despejaba las brumas románticas de mi cerebro envenenado por exceso de literatura de ficción, y así fui descubriendo de a poco una manera articulada de expresar la rabia sorda que me había acompañado siempre. Me convertí en una formidable antagonista para el tío Ramón, que debió recurrir a sus peores trampas de oratoria para hacerme frente; ahora era yo quien redactaba documentos con tres copias en papel sellado y él quien se negaba a firmarlos.
Cierta noche fuimos invitados con Michael a cenar en casa de un conocido político socialista, que había hecho una carrera luchando por justicia e igualdad para el pueblo. A sus ojos el pueblo se componía sólo de hombres, no se le había ocurrido que las mujeres también estaban incluidas. Su esposa tenía un cargo directivo en una gran corporación y solía aparecer en la prensa como uno de los escasos ejemplos de mujer emancipada; no sé por qué estaba casada con aquel protomacho. Los demás invitados eran también personajes de la política o la cultura y nosotros, diez años menores, para nada calzábamos en aquel sofisticado grupo. En la mesa alguien celebró mis artículos de humor, me preguntó si no pensaba escribir en serio y en un rapto de inspiración repliqué que me gustaría entrevistar a una mujer infiel. Un silencio gélido cayó en el comedor, los comensales conturbados fijaron la vista en sus platos y nadie dijo palabra por un buen rato. Finalmente la dueña de casa se puso de pie, partió rumbo a la cocina a preparar café y yo la seguí con el pretexto de ayudarla. Mientras colocábamos las tazas sobre una bandeja me dijo que si prometía guardar el secreto y no revelar jamás su identidad, estaba dispuesta a concederme la entrevista. Al día siguiente me presenté con una grabadora en su oficina, una sala luminosa en un edificio de vidrio y acero en pleno centro de la ciudad, donde ella reinaba sin rivales femeninas en un puesto de mando entre una multitud de tecnócratas de traje gris y corbata a rayas. Me recibió sin muestras de ansiedad, delgada, elegante, con la falda corta y la sonrisa ancha, vestida con un traje Chanel y varias vueltas de cadenas doradas al cuello, dispuesta a contar su historia sin escrúpulos de conciencia. En noviembre de ese año la revista publicó diez líneas sobre el asesinato del Che Guevara que había convulsionado al mundo, y cuatro páginas con mi entrevista a esa mujer infiel que estremeció a la pacata sociedad chilena. En una semana se duplicaron las ventas y me contrataron como parte del personal de planta. Llegaron miles de cartas a la oficina, muchas de organizaciones religiosas y de conocidos jerarcas de la derecha política espantados por el mal ejemplo público de aquella sinvergüenza, pero también recibimos otras de lectoras confesando sus propias aventuras. Cuesta imaginar hoy día que algo tan banal provocara semejante reacción, después de todo la infidelidad es tan antigua como la institución del matrimonio. Nadie perdonó que la protagonista del reportaje tuviera las mismas motivaciones para el adulterio que un hombre: oportunidad, aburrimiento, despecho, coquetería, desafío, curiosidad. La señora
de mi entrevista no estaba casada con un borracho brutal ni con un inválido en silla de ruedas, tampoco padecía el tormento de un amor imposible; en su vida no había tragedia, simplemente carecía de buenas razones para guardar lealtad a un marido que a su vez la traicionaba. Muchos se horrorizaron ante su organización perfecta, alquilaba un apartamento discreto con dos amigas, lo mantenían impecable y se lo turnaban en la semana para llevar a sus amantes, así no pasaban el mal rato de frecuentar hoteles donde podían ser reconocidas. A nadie se le había ocurrido que las mujeres podían disfrutar de tal comodidad, un apartamento propio para citas de amor era privilegio sólo de varones, incluso había un nombre francés para llamarlo: gargonniére. En la generación de mi abuelo eran de uso común entre los señorones, pero ya muy pocos podían darse ese lujo y en general cada cual fornicaba como y donde mejor podía de acuerdo a su presupuesto. En todo caso, no faltaban habitaciones de alquiler para amores furtivos y todo el mundo sabía exactamente el precio y dónde estaban localizadas.