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de tu propia voluntad de vivir, la decisión última está en tus manos. No me atrevo a comentar nada de esto con la familia en California, seguro no verían con buenos ojos a estos médicos espirituales. Tampoco Ernesto aprueba esta invasión de curanderos, no quiere que su mujer sea un espectáculo público, pero yo pienso que no te hacen daño, ni siquiera los percibes. Las monjas también participan en esas ceremonias, tocan las campanas tibetanas, echan incienso y claman a su dios cristiano y toda la corte celestial, mientras los demás en la sala observan los procedimientos de curación con ciertas reservas. No te asustes, Paula, no bailan cubiertos de plumas ni decapitan gallos para salpicarte con sangre, sólo te abanican un poco para remover la energía negativa, luego te aplican las manos en el cuerpo, cierran los ojos y se concentran. Me piden que los ayude, que imagine un rayo de luz entrando por mi cabeza, pasando a través de mí y saliendo de mis manos hacia ti, que te visualice sana y deje de llorar, por que la tristeza contamina el aire y aturde al alma. No sé si esto te hace bien, pero una cosa es segura: el ánimo de la gente en la sala ha cambiado, estamos más alegres. Nos hemos propuesto controlar la tristeza, ponemos sevillanas en la radio, repartimos galletas, y advertimos a los visitantes que no traigan caras largas. También se ha prolongado la hora de los cuentos, ya no soy sólo yo quien habla, todos participan. El más locuaz es el marido de Elvira con su caudal de anécdotas, vamos por turnos contándonos las vidas y cuando se agotan las aventuras personales comenzamos a inventarlas, de tanto agregar detalles y dar rienda a la imaginación nos hemos perfeccionado y suelen venir de otras habitaciones a escucharnos.

En la cama donde antes estaba la mujer–caracol tenemos ahora una enferma nueva, es una chica morena, llena de cortaduras y moretones, a quien cuatro desalmados violaron en un parque. Sus cosas están marcadas con un círculo rojo, el personal no la toca sin guantes, pero nosotros la incorporamos a la extraña familia de esta sala, la lavamos y le damos la comida en la boca. Al principio creyó haber despertado en un asilo de alienados y temblaba con cabeza oculta bajo las sábanas, pero poco a poco, entre las campanas tibetanas, las canciones de la radio y las confidencias de todos, fue ganando entusiasmo y empezó a sonreír.

Se ha hecho amiga de las monjas y de los sanadores, me pide que le lea en voz alta los chismes de la realeza europea y de los actores de cine, porque ella no puede alzar la cabeza. Frente a Elvira, hay una recién llegada del Departamento de Psiquiatría, se llama Aurelia y deberán operarle un tumor del cerebro porque sufre repetidas crisis de convulsiones. Al amanecer del día señalado para la cirugía se vistió y maquilló con esmero, se despidió de cada uno con un sentido abrazo y salió. Buena suerte, aquí estaremos pensando en usted, ánimo y valor, le decíamos mientras se alejaba por el corredor. Cuando llegó la camilla a buscarla para conducirla al pabellón de los suplicios, ya no estaba, se había largado a la calle y no regresó hasta dos días más tarde, cuando la policía se había cansado de buscarla. Se fijó otra fecha para la operación, pero tampoco esa vez pudieron hacerla porque Aurelia se atragantó con medio jamón serrano que trajo escondido en su bolso y el anestesista dijo que ni loco se metía con ella en esas condiciones. Ahora el cirujano anda de vacaciones de Semana Santa y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que dispongan de un quirófano, por el momento nuestra amiga está a salvo. Atribuye el origen de su enfermedad a que su marido es imponente y por sus gestos deduzco que quiere decir impotente. A él no le funciona la polla y es a mí a quien le abren la sesera, suspira resignada, si él cumpliera yo estaría contenta como unas Pascuas y ni me acordaría de la enfermedad, la prueba es que los ataques comenzaron en mi luna de miel, cuando el gilipollas estaba más interesado en oír el boxeo por la radio

que en mi camisón con plumas de cisne en el escote. Aurelia baila y canta flamenco, habla en verso rimado y si me descuido te esparce su perfume de lilas y te pinta con su lápiz de labios, Paula. Se burla por igual de médicos, brujos y monjas, los considera una pandilla de carniceros. Si hasta ahora la niña no se ha curado con el amor de su madre y su marido, es que no tiene remedio, dice. Entretanto la policía suele dar unas vueltas para hacer preguntas a la muchacha violada y por el trato que le dan parece que ella no fuera la víctima sino la autora del crimen: ¿qué hacías a las diez de la noche sola en ese barrio? ¿por qué no gritaste? ¿estabas drogada?

Esto te pasa por andar buscando guerra, mujer, de qué te quejas.

Aurelia es la única con agallas para enfrentarlos, se les pone por delante con los brazos en jarra y los increpa. No es para eso que les pagan, coño, siempre las mujeres llevan las de perder. Cállese señora, usted no tiene nada que ver en esto, replican indignados, pero los demás aplaudimos, porque cuando Aurelia no está en uno de sus trances, es de una lucidez asombrosa. Guarda bajo su cama tres maletas de ropa de bataclana y se cambia de vestuario varias veces al día, se pinta a brochazos y se bate el pelo como una torta de rizos oxigenados, a la menor provocación se desnuda para mostrar sus carnes renacentistas y nos desafía a que adivinemos su edad y tomemos nota de su cintura, la misma que conserva desde soltera, le viene por familia, su madre también era una belleza.

Y agrega con cierta mala leche que de poco le sirven tantos atributos, puesto que su marido es un eunuco. Cuando el hombre viene a visitarla se instala en una silla a dormitar aburrido mientras ella lo insulta y los demás hacemos esfuerzos tremendos para fingir que no nos damos cuenta.

Willie está averiguando dónde llevarte, Paula, necesitamos más ciencia y menos exorcismos, mientras yo trato de convencer a los médicos que te dejen ir y a Ernesto que acepte la situación. No quiere separarse de ti, pero no hay otra alternativa. En la mañana vinieron las dos muchachas de Rehabilitación y decidieron llevarte por primera vez al gimnasio en la planta baja. Yo estaba preparada con mi uniforme blanco y fui con ellas conduciendo la silla de ruedas, hay tanta gente en este lugar y hace tanto tiempo que me ven circulando por los pasillos que ya nadie duda de mi condición de enfermera. Al jefe del servicio le bastó una mirada superficial para decidir que no podía hacer nada por ti, el nivel de conciencia es cero, dijo, no obedece instrucciones de ninguna clase y tiene una traqueotomía abierta, no puedo responsabilizarme por un paciente en tales condiciones. Eso me decidió a sacarte cuanto antes de este hospital y de España, a pesar de que no puedo imaginar el viaje, conducirte en ascensor un par de pisos es una faena que requiere estrategia militar, veinte horas volando desde Madrid hasta California es impensable, pero ya encontraré la forma de hacerlo. Conseguí una silla de ruedas y con ayuda del marido de Elvira te senté atada al respaldo con una sábana torcida, porque te desmoronas como si no tuvieras huesos, te llevé a la capilla por algunos minutos y después a la terraza. Aurelia me acompañó envuelta en su bata de terciopelo azul, que le da un aire de ave del paraíso, y por el camino le hacía morisquetas a los curiosos cuando te miraban demasiado, en realidad tu aspecto es lamentable, hija. Te instalé frente al parque, entre decenas de palomas que acudieron a picotear migas de pan. Voy a alegrar un poco a Paula, dijo Aurelia, y empezó a cantar y contonearse con tanto salero, que pronto se llenó el lugar de espectadores. De súbito abriste los ojos, con dificultad al principio, agobiada por la luz del sol y el aire limpio que no habías tenido en tanto tiempo, y cuando lograste

enfocar la vista apareció ante ti la figura insólita de esa matrona rolliza vestida de azul bailando una apasionada sevillana en medio de un torbellino de palomas asustadas.

Levantaste las cejas con expresión de asombro y no sé qué pasó entonces por tu mente, Paula, empezaste a llorar con enorme tristeza, un llanto de impotencia y de miedo. Te abracé, te expliqué lo sucedido, por ahora no puedes moverte pero poco a poco te recuperarás, no puedes hablar porque tienes un hueco en el cuello y no te llega el aire a la boca, pero cuando te lo cierren podremos contarnos todo, tu tarea en esta etapa es sólo respirar profundo, te dije que te quiero mucho, hija, y nunca te dejaré sola. Te fuiste calmando de a poco, sin despegarme los ojos y creo que me reconociste, pero tal vez lo imaginé. Entretanto Aurelia cayó en otra de sus pataletas y así terminó nuestra primera aventura en la silla de ruedas. En opinión del neurólogo el llanto nada significa, no comprende por qué sigues en el mismo estado, teme daño cerebral y me ha anunciado una serie de pruebas a partir de la próxima semana. No quiero más exámenes, sólo quiero envolverte en una manta y salir corriendo contigo en brazos hasta el otro lado de la tierra, donde hay una familia esperándote.