Ésta es una extraña experiencia de inmovilidad. Los días se miden grano a grano en un reloj de paciente arena, tan lentos que se pierden en el calendario, me parece que he estado siempre en esta ciudad invernal entre iglesias, estatuas y avenidas imperiales.
Los recursos de magia resultan inútiles; son mensajes lanzados en una botella al mar con la ilusión de que sean encontrados en otra orilla y alguien venga a rescatarnos, pero hasta ahora no hay respuesta. He pasado cuarenta y nueve años a la carrera, en la acción y la lucha, tras metas que no recuerdo, persiguiendo algo sin nombre que siempre estaba más allá. Ahora estoy obligada a permanecer quieta y callada; por mucho que corra no llego a ninguna parte, si grito nadie me oye. Me has dado silencio para examinar mi paso por este mundo, Paula, para retornar al pasado verdadero y al pasado fantástico, recuperar las memorias que otros han olvidado, recordar lo que nunca sucedió y lo que tal vez sucederá. Ausente, muda y paralizada, tú eres mi guía. El tiempo transcurre muy lento. O tal vez el tiempo no pasa, sino que nosotros pasamos a través del tiempo. Me sobran los días para reflexionar, nada que hacer, sólo esperar, mientras tú existes en este misterioso estado de insecto en capullo. Me pregunto qué clase de mariposa emergerá cuando despiertes… Se me van las horas escribiendo a tu lado. El marido de Elvira me trae café y me pregunta para qué me afano tanto con esta carta sin fin que no puedes leer. La leerás algún día, estoy segura, y te burlarás de mí con esa socarronería que sueles emplear para demoler mis sentimentalismos. Observo hacia atrás la totalidad de mi destino y con un poco de suerte encontraré sentido a la persona que soy. Con un esfuerzo brutal he ido toda mi vida remando río arriba; estoy cansada, quiero dar media vuelta, soltar los remos y dejar que la corriente me lleve suavemente hacia el mar. Mi abuela escribía en sus cuadernos para salvar los fragmentos evasivos de los días y engañar a la mala memoria. Yo intento distraer a la muerte. Mis pensamientos giran en un infatigable remolino, en cambio tú estás fija en un presente estático, ajena por completo a las pérdidas del pasado o los presagios del futuro. Estoy asustada. Algunas veces antes tuve mucho miedo, pero siempre había una salida de escape, incluso en el terror del Golpe Militar existía la salvación del exilio. Ahora estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo.
Imagino que deseas oír de la época más feliz de tu infancia, cuando la Granny estaba viva, tus padres aún se amaban y Chile era tu país, pero este cuaderno va llegando a los
años setenta, cuando las cosas comenzaron a cambiar. No me di cuenta que la historia había dado un vuelco hasta muy tarde. En septiembre de 1970 Salvador Allende fue elegido Presidente por una coalición de marxistas, socialistas, comunistas, grupos de la clase media desilusionados, cristianos radicales y millares de hombres y mujeres pobres agrupados bajo el emblema de la Unidad Popular y decididos a embarcarse en un programa de transición al socialismo, pero sin alterar la larga tradición burguesa y democrática del país. A pesar de las contradicciones evidentes del proyecto, una oleada de esperanza irracional movilizó a buena parte de la sociedad que esperaba ver emerger de ese proceso al hombre nuevo, motivado por altos ideales, más generoso, compasivo y justo. En el mismo instante en que se anunció el triunfo de Allende, sus adversarios comenzaron el sabotaje y la rueda de la fortuna viró en una dirección trágica. La noche de la elección no salí a la calle a celebrar con sus partidarios para no ofender a mis suegros y mi abuelo, que temían ver surgir en Chile a un nuevo Stalin.
Allende había sido candidato tres veces y triunfó a la cuarta, a pesar de la creencia generalizada de que había quemado su suerte en las fracasadas campañas anteriores. Hasta la Unidad Popular dudaba de él y estuvo a punto de escoger como su representante a Pablo Neruda. El poeta no tenía ninguna ambición política, se sentía viejo y fatigado, sólo le interesaba su novia, la poesía; sin embargo, como miembro disciplinado del Partido Comunista, se dispuso a acatar órdenes. Cuando finalmente Salvador Allende fue designado candidato oficial, después de muchas discusiones internas entre los partidos, Neruda fue el primero en sonreír aliviado y correr a felicitarlo. La herida profunda que partió al país en fracciones irreconciliables comenzó durante la campaña, cuando se dividieron familias, se deshicieron parejas y se pelearon amigos. Mi suegro cubrió los muros de su casa con propaganda de la derecha; discutíamos con pasión, pero no llegamos a insultarnos porque el cariño de ambos por la Granny y los niños era más fuerte que nuestras diferencias. En esa época él era todavía un hombre apuesto y sano, pero ya había comenzado el lento deterioro que lo condujo al abismo del olvido. Pasaba la mañana en cama enfrascado en sus matemáticas y seguía con fervor tres telenovelas que ocupaban buena parte de su tarde; a veces no se vestía, circulaba en pijama y zapatillas, atendido por su mujer, quien le llevaba la comida en bandeja. Su obsesión por lavarse las manos se hizo incontrolable, tenía la piel cubierta de llagas y sus manos elegantes acabaron convertidas en garras de cóndor.
Estaba seguro de la victoria de su candidato, pero a ratos sentía el hormigueo de la duda. A medida que se acercaba la elección retrocedía el invierno y aparecían los brotes de la primavera. La Granny, afanada en la cocina haciendo las primeras conservas de la estación y jugando con los nietos, no participaba en las discusiones políticas, pero se inquietaba mucho cuando oía nuestras voces acaloradas. Ese año me di cuenta que mi suegra bebía a escondidas, pero lo hacía con tal discreción, que nadie más lo percibió.
El día de la elección los más sorprendidos con el triunfo fueron los vencedores, porque en el fondo no lo esperaban. Detrás de las puertas y ventanas cerradas del barrio alto los derrotados temblaban, seguros que las turbas se alzarían con odio de clase acumulado por siglos, pero no fue así, sólo hubo manifestaciones pacíficas de alegría popular. Una muchedumbre cantando que el pueblo unido jamás será vencido invadió las calles agitando banderas y estandartes, mientras en la Embajada de los Estados Unidos se reunía el personal en una sesión de emergencia; los norteamericanos habían comenzado a conspirar un año antes, financiando a los extremistas de derecha y tratando de seducir a algunos generales de tendencia golpista. En los cuarteles los militares en estado de alerta
esperaban instrucciones. El tío Ramón y mi madre estaban dichosos con el triunfo de Salvador Allende; el Tata reconoció su derrota y fue hidalgamente a saludarlo cuando esa misma noche llegó sorpresivamente de visita a la casa de mis padres. Al día siguiente me presenté como de costumbre a mi trabajo y encontré el edificio hirviendo de rumores contradictorios y al dueño de la editorial empaquetando sigiloso sus cámaras y preparando su avión privado para cruzar la frontera con su familia y buena parte de sus bienes, mientras un guardia privado cuidaba su automóvil italiano de carrera para evitar que el populacho supuestamente enardecido lo rayara. Nosotras seguimos trabajando como si nada pasara, anunció Delia Vergara en el mismo tono empleado años antes en el Líbano por Miss Saint John cuando decidió ignorar la guerra. Así lo hicimos durante los tres años siguientes. Al amanecer del otro día mi suegro fue uno de los primeros en colocarse en fila ante las puertas del banco para retirar su dinero, planeaba escapar al extranjero apenas desembarcaran las hordas cubanas o la dictadura soviética empezara a fusilar ciudadanos. Yo no me voy a ninguna parte, me quedo aquí con los niños, me aseguró la Granny llorando a espaldas de su marido. Los nietos se habían convertido en la razón de su existencia. La decisión de partir fue postergada, los pasajes quedaron sobre la chimenea, siempre listos, pero no se usaron porque las peores predicciones no se cumplieron; nadie tomó el país por asalto, las fronteras permanecieron abiertas, no hubo ejecuciones en un paredón, como mi suegro temía, y la Granny se puso firme en que ningún marxista iba a separarla de sus nietos y mucho menos uno que llevaba el mismo apellido de su nuera.