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A cambio nosotros le mandábamos sus nietos de visita cada dos o tres meses; viajaban solos con sus nombres y datos en un letrero colgado al cuello. El tío Ramón los convenció que el magnífico edificio de la Embajada era su casa de veraneo, de modo que si alguna duda tenían los niños sobre su origen principesco, allí se disiparon. Para que no se aburrieran les daba empleo en su oficina, el primer sueldo de sus vidas lo recibieron de manos de ese abuelo formidable por servicios prestados como subsecretarios de las secretarias del Consulado. Allí pasaron también las paperas y la peste cristal, escondiéndose en los veintitrés baños para que no les tomaran una muestra de heces para un examen médico.

Los chilenos nos enorgullecíamos de que los Jefes de Estado circularan sin guardaespaldas y que el patio del Palacio de La Moneda era una calle pública, sin embargo con Salvador Allende eso terminó; el odio se había exacerbado y se temía por su vida. Sus enemigos acumulaban material para atacarlo. El Presidente socialista se movilizaba con veinte

hombres armados en una flotilla de automóviles azules sin distintivos, todos iguales, para que nunca se supiera en cuál iba él. Hasta entonces los mandatarios vivían en sus propias casas, pero la suya era pequeña y no se prestaba para el cargo. En medio de una batahola de críticas odiosas, el Gobierno adquirió una mansión en el barrio alto para la Presidencia y la familia se trasladó con las cerámicas precolombinas, cuadros coleccionados a lo largo de los años, obras de arte regaladas por los propios artistas, primeras ediciones de libros dedicados por los autores y fotografías que testimoniaban momentos importantes de la carrera política de Allende. En la nueva residencia me tocó asistir a un par de reuniones, donde el único tema de conversación seguía siendo la política. Cuando mis padres venían de Argentina, el Presidente nos invitaba a una casona de campo encaramada en los cerros cercanos a la capital, donde solía pasar los fines de semanas. Después del almuerzo veíamos absurdas películas de vaqueros, que a él lo relajaban. En unos dormitorios que daban al patio vivían guardaespaldas voluntarios, que Allende llamaba su grupo de amigos personales y sus opositores calificaban de guerrilleros terroristas y asesinos. Andaban siempre rondando alertas, armados y dispuestos a protegerlo con sus propios cuerpos. En uno de esos días campestres Allende intentó enseñarnos a disparar al blanco con un fusil que le había regalado Fidel Castro, el mismo que encontraron junto a su cadáver el día del Golpe Militar. Yo, que nunca había tenido un arma en mis manos y me había criado con el dicho del Tata que a las armas de fuego las carga el Diablo, agarré el fusil como si fuera un paraguas, lo moví torpemente y sin fijarme lo apunté a su cabeza, de inmediato se materializó en el aire uno de esos guardias, me saltó encima y rodamos por el suelo. Es uno de los pocos recuerdos que tengo de él durante los tres años de su Gobierno. Lo vi menos que antes, no participé en política y seguí trabajando en la editorial que él consideraba su peor enemigo, sin comprender realmente lo que sucedía en el país.

¿Quién era Salvador Allende? No lo sé y sería pretencioso de mi parte intentar describirlo, se requieren muchos volúmenes para dar una idea de su compleja personalidad, su difícil gestión y el papel que ocupa en la historia. Por años lo consideré un tío más en una familia numerosa, único representante de mi padre; fue después de su muerte, al salir de Chile, cuando comprendí su dimensión legendaria. En privado fue buen amigo de sus amigos, leal hasta la imprudencia, no podía concebir una traición y le costó mucho darse cuenta cuando fue traicionado. Recuerdo la rapidez de sus respuestas y su sentido del humor. Había sido derrotado en un par de campañas y era todavía joven cuando una periodista le preguntó qué le gustaría ver en su epitafio y él replicó al instante: aquí yace el futuro presidente de Chile. Me parece que sus rasgos más notorios fueron integridad, intuición, valentía y carisma; seguía sus corazonadas, que rara vez le fallaban, no retrocedía ante el riesgo y era capaz de seducir tanto a las masas como a los individuos. Se comentaba que podía manipular cualquier situación a su favor, por eso el día del Golpe Militar los generales no se atrevieron a enfrentarlo en persona y prefirieron comunicarse con él por teléfono y a través de mensajeros. Asumió el cargo de Presidente con tal dignidad que parecía arrogante, tenía gestos ampulosos de tribuno y una manera de caminar característica, muy erguido, sacando pecho y casi en la punta de los pies, como un gallo de pelea. Descansaba muy poco por la noche, sólo tres o cuatro horas, solía ver el amanecer leyendo o jugando al ajedrez con sus más fieles amigos, pero podía dormir durante pocos minutos, por lo general en el automóvil, y despertaba fresco. Era un hombre refinado, amante de perros de raza, objetos de arte, ropa elegante y mujeres fuertes. Cuidaba mucho su salud, era prudente con la comida y el alcohol. Sus enemigos lo acusaban de rajadiablo y llevaban minuciosa cuenta de sus gustos burgueses, amoríos, chaquetas de gamuza y corbatas de seda. La mitad de la población temía que llevara al

país a una dictadura comunista y se dispuso a impedirlo a toda costa, mientras la otra mitad celebraba el experimento socialista con murales de flores y palomas.

Entretanto yo andaba en la luna, escribiendo frivolidades y haciendo locuras en televisión, sin sospechar las verdaderas proporciones de la violencia que se gestaba en la sombra y que finalmente nos caería encima. Cuando el país estaba en plena crisis, la directora de la revista me mandó a entrevistar a Salvador Allende para averiguar qué pensaba de la Navidad.

Preparábamos el número de diciembre con mucha anticipación y no era fácil acercarse en octubre al Presidente, que tenía en la mente urgentes asuntos de Estado, pero aproveché una visita en casa de mis padres para abordarlo con timidez. No me preguntes huevadas, hija, fue su escueta respuesta. Así empezó y terminó mi carrera como periodista política. Seguí garrapateando horóscopos de factura doméstica, decoración, jardín y crianza de hijos, realizando entrevistas con personajes estrambóticos, el Correo del Amor, crónicas de cultura, arte y viajes. Delia desconfiaba de mí, me acusaba de inventar reportajes sin moverme de mi casa y de poner mis opiniones en boca de los entrevistados, por eso rara vez me asignaba temas importantes.

A medida que el abastecimiento empeoraba, la tensión se hizo insoportable y la Granny comenzó a beber más. Siguiendo las instrucciones de su marido, salía a menudo a la calle con las vecinas para protestar contra la escasez de alimentos del modo usual, golpeando cacerolas. Los hombres permanecían invisibles mientras las mujeres desfilaban con sartenes y cucharones en una sonajera de fin de mundo. El ruido es inolvidable, empezaba como un gong solitario, se sumaba el martilleo en los patios de las casas hasta que el bullicio se contagiaba y se repartía exaltando los ánimos, pronto las mujeres salían a la calle y una algarabía ensordecedora convertía media ciudad en un infierno. La Granny lograba ponerse a la cabeza de la manifestación y la desviaba para evitar que pasara frente a nuestra casa, donde se sabía que vivía alguien de la familia Allende. De todos modos, en la eventualidad de que las agresivas señoras nos atacaran, la manguera estaba siempre preparada para disuadirlas con chorros de agua fría. Las diferencias ideológicas no alteraron la camaradería con mi suegra, compartíamos los niños, las cargas de la vida cotidiana, planes y esperanzas, en el fondo ambas pensábamos que nada podría separarnos. Para darle cierta independencia le abrí una cuenta en el banco, pero al cabo de tres meses debí cerrarla porque ella nunca entendió el mecanismo, creía que mientras le quedaran cheques en el libreto había dinero en la cuenta, no anotaba los gastos y en menos de una semana consumió los fondos en regalos para los nietos. La política tampoco alteró la paz entre Michael y yo, nos amábamos y éramos buenos compañeros.