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En esa época comenzó mi pasión por el teatro. El tío Ramón fue nombrado Embajador justo cuando en América Latina se ponían de moda los secuestros de personajes públicos. La posibilidad de que eso le sucediera me inspiró una obra de teatro: un grupo de guerrilleros rapta a un diplomático para canjearlo por presos políticos. La escribí a gran velocidad, me senté a la máquina y no pude dormir ni comer hasta que puse la palabra fin tres días más tarde. Una prestigiosa compañía aceptó ponerla en escena y así fue como me encontré una noche leyéndola con los actores en torno a una mesa en un escenario desnudo, a media luz, entre ráfagas de corrientes de aire, con los abrigos puestos y provistos de termos con té. Cada actor leyó y analizó su parte poniendo en evidencia los garrafales errores del texto. A medida que avanzaba la lectura me sumía en la silla hasta

que desaparecí bajo la mesa, por último recogí los libretos avergonzada, partí a casa y los rehice desde la primera línea, estudiando cada personaje por separado para darles coherencia. La segunda versión estaba algo mejor, pero faltaba más tensión y un desenlace dramático. Asistí a todos los ensayos e incorporé la mayor parte de las modificaciones que me señalaron, así aprendí algunos trucos que más tarde resultaron útiles para las novelas. Diez años después, al escribir La casa de ¡os espíritus, recordé esas sesiones en torno a una mesa en el teatro y procuré que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia, aunque en el caso de ese libro los desafueros de la historia y la tenaz indisciplina de los espíritus malograron mis intenciones. La obra se llamó lógicamente El embajador y la dediqué al tío Ramón, quien no pudo verla porque estaba en Buenos Aires. Se estrenó con buena crítica, pero no puedo atribuirme el mérito porque fueron el director y los actores quienes realmente hicieron el trabajo, de mi idea original sólo quedaron unas hilachas. Se me ocurre que salvó a mi padrastro de ser raptado, porque de acuerdo con la ley de probabilidades era imposible que le ocurriera en la vida real lo que yo había puesto sobre un escenario, sin embargo no protegió a otro diplomático que fue secuestrado en Uruguay y sufrió las pruebas que imaginé en la seguridad de mi casa en Santiago. Ahora tengo más cuidado con lo que escribo porque he comprobado que si algo no es cierto ahora, mañana puede serlo. Otra compañía me pidió un guión y terminé haciendo un par de comedias musicales que llamamos café–concierto a falta de un nombre para definir su género y que se estrenaron con éxito inesperado. La segunda resultó memorable porque contaba con un coro de damas gordas para animar el espectáculo con cantos y bailes. No fue fácil conseguir mujeres obesas y atractivas dispuestas a hacer el ridículo sobre un escenario; con el director nos colocamos en una esquina concurrida del centro y a cada señora rubicunda que veíamos pasar la deteníamos para preguntarle si deseaba ser actriz. Muchas aceptaban con entusiasmo, pero apenas comprendían las exigencias del trabajo partían en estampida, nos costó varias semanas conseguir seis aspirantes. Como el teatro estaba ocupado con otra producción, los ensayos se llevaban a cabo en la exigua sala de nuestra casa, que debíamos vaciar de muebles.

Contábamos con un piano desafinado, al que en un arranque fantasioso yo había pintado de verde limón y decorado con una cortesana recostada en un diván. La casa entera retumbaba con estremecimientos telúricos cuando ese coro monumental danzaba como vestales griegas, brincaban al ritmo de un rock'n roll, lucían las enaguas en un frenético cancán y saltaban en punta de pies bajo los acordes levísimos de un Lago de los cisnes que hubiera liquidado a Tchaikovsky de un síncope. Michael debió reforzar el piso del escenario y el de nuestra casa para que no se hundieran con aquellas embestidas de paquidermos. Esas mujeres, que nunca habían hecho ejercicio físico, comenzaron a adelgazar de modo alarmante y para evitar que sus carnes sensuales se derritieran, la Granny las alimentaba con grandes ollas de tallarines con crema y tartas de manzana. Para el estreno de la obra pusimos un letrero en el foyer pidiendo que en vez de ofrecer a las coristas ramos de flores, por favor les mandaran pizza. Así mantuvieron las colinas redondas y hondanadas profundas de sus vastos territorios carnales a lo largo de dos años de arduo trabajo, incluyendo giras por el resto del país. Michael, entusiasmado con esas aventuras artísticas, pasaba seguido al teatro y vio esos espectáculos tantas veces que los conocía de memoria y en una emergencia hubiera podido reemplazar a cualquiera de los actores, incluyendo a las voluminosas vestales del coro. También Nicolás y tú se aprendieron las canciones y diez años más tarde, cuando yo no recordaba ni los títulos de las obras, ustedes todavía podían representarlas enteras. Mi abuelo asistió varias veces, primero por sentido de familia y luego por darse un gusto, y en cada oportunidad al caer

el telón aplaudía y gritaba de pie, enarbolando su bastón. Se enamoró de las coristas y me daba largas disertaciones sobre la gordura como parte de la hermosura y el horror contra natura que significaban las modelos desnutridas de las revistas de moda. Su ideal de belleza era la dueña de la licorería con su pechuga de valkiria, su trasero epopéyico y su buena disposición para venderle ginebra disimulada en botellas de agua mineral, con ella soñaba a hurtadillas para que no lo sorprendiera el fantasma vigilante de la Memé.

Los bailes de Aurelia, la poetisa epiléptica de tu sala, con sus boas de plumas despelucadas y sus vestidos de lunares, me recuerdan aquellas obesas bailarinas y también una aventura personal. Ataviada con sus ropajes de zarzuela, Aurelia se contonea en la madurez de su vida con mucha más gracia de la que yo tenía en mi juventud. Un día apareció un aviso en el periódico ofreciendo trabajo en un teatro frívolo a muchachas jóvenes, altas y bonitas. La directora de la revista me ordenó conseguir el empleo, introducirme tras las bambalinas y escribir un reportaje sobre las vidas de esas pobres mujeres, como las definió con su máximo rigor feminista. Yo estaba lejos de cumplir los requisitos que exigía el aviso, pero se trataba de uno de esos reportajes que nadie más quería hacer. No me atreví a ir sola y le pedí a una buena amiga que me acompañara. Nos vestimos con las ropas vistosas que suponíamos usan las bataclanas en la calle y le pusimos un broche de brillantes falsos en el copete a mi perro, un bastardo de mal carácter a quien bautizamos Fifí para la ocasión. Su verdadero nombre era Drácula. Al vernos así ataviadas, Michael decidió que no podíamos salir de la casa sin protección y como no teníamos con quién dejar a los niños, fuimos todos. El teatro quedaba en pleno centro de la ciudad, fue imposible estacionar el automóvil cerca y debimos caminar varias cuadras. Adelante marchábamos mi amiga y yo con Drácula en brazos y en la retaguardia Michael a la defensiva con sus dos hijos de la mano.

El trayecto fue como una corrida de toros, los varones nos embestían con entusiasmo lanzándonos cornadas y gritando olé; eso nos dio confianza. Una larga fila aguardaba ante la boletería para comprar entradas, sólo hombres, por supuesto, la mayoría viejos, algunos conscriptos en su día libre y un curso de adolescentes bulliciosos en uniforme escolar, que naturalmente enmudecieron al vernos. El portero, tan decrépito como el resto del lugar, nos condujo por una vetusta escalera hacia un segundo piso. Como en las películas, esperábamos encontrarnos ante un pandillero gordo con anillo de rubí y un cigarro masticado, pero en un enorme desván en penumbra, cubierto de polvo y sin muebles, nos recibió una señora con aspecto de tía de provincia arropada en un abrigo parduzco, con gorro de lana y guantes de dedos recortados. Cosía un vestido de lentejuelas bajo una lámpara, a sus pies ardía un brasero a carbón como única fuente de calor, y en otra silla descansaba un gato gordo, quien al ver a Drácula se erizó como un puercoespín. En una esquina se alzaba un triple espejo de cuerpo entero con un marco desportillado y del techo colgaban en grandes bolsas de plástico los vestidos del espectáculo, incongruentes pájaros de plumas iridiscentes en aquel lúgubre lugar.