— Venimos por el aviso–dijo mi amiga, con forzado acento de barrio del puerto.
La buena mujer nos miró de pies a cabeza con expresión de duda, algo no calzaba en sus esquemas. Nos preguntó si teníamos experiencia en el oficio y mi amiga se lanzó en un resumen de su biografía: se llamaba Gladys, era peluquera de día y cantante nocturna, tenía buena voz, pero no sabía bailar, aunque estaba dispuesta a aprender, seguro no era tan difícil. Antes de que yo alcanzara a proferir palabra me señaló con un dedo y agregó que su compañera se llamaba Salomé y era estrella frívola con larga trayectoria en Brasil,
donde tenía un espectáculo de gran éxito, en el cual aparecía desnuda en escena, Fifí, el can amaestrado, traía la ropa en el hocico y un mulato grandote me la ponía. El artista de color no se había presentado por hallarse en el hospital recién operado de apendicitis, dijo. Cuando mi amiga terminó su perorata, la mujer había dejado de coser y nos observaba con la boca abierta.
— Desnúdense–nos ordenó. Creo que sospechaba algo.
Con esa falta de pudor de las personas delgadas, mi compañera se quitó la ropa, se colocó unos zapatos dorados de tacones altos y desfiló ante la señora del abrigo color musgo. Hacía un frío glacial.
— Está bien, no tiene senos, pero aquí rellenamos todo. Ahora le toca a Salomé–me apuntó la tía con un índice perentorio.
No había anticipado ese detalle, pero no me atreví a negarme. Me desnudé tiritando, me sonaban los dientes, y descubrí con horror que llevaba calzones de lana tejidos por la Abuela Hilda. Sin soltar al perro, que le gruñía al gato, me encaramé en los zapatos dorados, demasiado grandes para mí, y eché a andar arrastrando los pies con aire de pato herido. De súbito mis ojos dieron con el espejo y me vi en esa facha, por triplicado y desde todos los ángulos. Aún no me repongo de aquella humillación.
— A usted le falta estatura, pero no está mal. Le pondremos plumas más largas en la cabeza y bailará adelante, para que no se note. El perro y el negro están de más, aquí tenemos nuestro propio espectáculo. Vengan mañana para comenzar los ensayos. El sueldo no es mucho, pero si son gentiles con los caballeros, hay buenas propinas.
Eufóricas, nos reunimos en la calle con Michael y los niños, sin poder creer el tremendo honor de haber sido aceptadas al primer intento. No sabíamos que había una crisis permanente de coristas y en su desesperación los empresarios del teatro estaban dispuestos a contratar hasta un chimpancé. Pocos días después me encontré vestida con los verdaderos atuendos de una bataclana, es decir, un rectángulo de lentejuelas brillantes en el pubis, una esmeralda en el ombligo, pompones luminosos en los pezones y sobre la cabeza un casco de plumas de avestruz pesado como un saco de cemento. Por detrás nada. Me miré en el espejo y comprendí que el público me recibiría con una lluvia de tomates, los espectadores pagaban por ver carnes firmes y profesionales, no las de una madre de familia sin atributos naturales para aquel oficio. Para colmo se había presentado un equipo de la Televisión Nacional a filmar el espectáculo de esa noche, estaban instalando sus cámaras mientras el coreógrafo intentaba enseñarme a bajar por una escalera, entre doble fila de mozos musculosos, pintados de dorado y vestidos de gladiadores, que sostenían antorchas encendidas.
— Levanta la cabeza, baja los hombros, sonríe mujer, no mires el suelo, camina cruzando las piernas lentamente una delante de la otra. ¡Te repito que sonrías! No aletees con los brazos porque con tantas plumas pareces una gallina clueca. ¡Cuidado con las antorchas, no me vayas a quemar las plumas, mira que cuestan carísimas! Ondula las caderas, hunde la barriga, respira. Si no respiras te mueres.
Procuré seguir sus órdenes, pero él suspiraba y se tapaba los ojos con una mano lánguida, mientras las antorchas se consumían rápidamente y los romanos dirigían la vista
hacia el techo con expresión de fastidio. En un descuido me asomé por la cortina y eché una mirada al público, una bulliciosa masa de hombres impacientes porque llevábamos quince minutos de atraso. No me alcanzó el valor para enfrentarlos, decidí que la muerte era preferible y escapé hacia la salida. La cámara de televisión me había filmado de frente durante el ensayo, descendiendo por la escalera alumbrada por las antorchas olímpicas de los atletas de oro, después registró la imagen por atrás de una corista verdadera bajando la misma escalera con las cortinas abiertas y los aullidos de la muchedumbre. Editaron la película en el Canal y aparecí en el programa con mi cara y mis hombros, pero con el cuerpo perfecto de la estrella máxima del teatro frívolo del país. Los chismes cruzaron la cordillera y alcanzaron a mis padres en Buenos Aires.
El señor Embajador debió explicar a la prensa amarilla que la sobrina del Presidente Allende no bailaba desnuda en un espectáculo pornográfico, se trataba de un lamentable alcance de nombre. Mi suegro esperaba su telenovela favorita cuando me vio aparecer sin ropa y el susto le cortó el aire en los pulmones. Mis compañeras de la revista celebraron mi reportaje sobre el mundo del bataclán, pero el gerente de la editorial, católico observante y padre de cinco hijos, lo consideró una afrenta grave. Entre tantas actividades yo dirigía la única revista para niños del mercado y ese escándalo constituía un pésimo ejemplo para la juventud. Me llamó a su oficina para preguntarme cómo me atrevía a exhibir el trasero prácticamente desnudo ante todo el país y debí confesar que por desgracia no era el mío, se trataba de un truco de televisión. Me miró de arriba abajo y me creyó al instante. Por lo demás, el asunto no tuvo mayores consecuencias. Nicolás y tú llegaron desafiantes al colegio contando a quien quisiera oír que la señora de las plumas era su mamá, eso cortó las burlas en seco y hasta me tocó firmar algunos autógrafos. Michael se encogió de hombros divertido y no dio explicaciones a los amigos que comentaron envidiosos el cuerpo espectacular de su mujer. Más de uno me quedaba mirando con expresión desconcertada, sin imaginar cómo ni por qué yo ocultaba bajo mis largos vestidos hippies los formidables atributos físicos que había mostrado tan generosamente en la pantalla. Por prudencia no aparecí delante del Tata en un par de días, hasta que me llamó muerto de la risa para decirme que el programa le había parecido casi tan bueno como la lucha libre en el Teatro Caupolicán, y que era una maravilla cómo en la televisión todo se veía mucho mejor que en la vida real. A diferencia de su marido, quien se negó a salir a la calle durante un par de semanas, la Granny se vanagloriaba de mi hazaña. En privado me confesó que cuando me vio descender por aquella escalera entre doble fila de áureos gladiadores, se sintió plenamente realizada porque ésa había sido siempre su fantasía más secreta. Para entonces mi suegra ya había empezado a cambiar, se veía agitada y a veces abrazaba a los niños con los ojos llenos de lágrimas, como si tuviera la intuición de que una sombra terrible amenazaba su precaria felicidad. Las tensiones en el país habían alcanzado proporciones violentas y ella, con esa sensibilidad profunda de los más inocentes, presentía algo grave. Bebía pisco ordinario y ocultaba los envases en sitios estratégicos. Tú, Paula, que la amabas con una compasión infinita, descubrías uno a uno los escondites y sin decir palabra te llevabas las botellas vacías y las enterrabas entre las dalias del jardín.
Entretanto mi madre, agotada por las presiones y el trabajo de la Embajada, había partido a una clínica en Rumania, donde la famosa doctora Aslan hacía milagros con pildoritas geriátricas. Pasó un mes en una celda conventual curándose de males reales e imaginarios y revisando en su memoria las viejas cicatrices del pasado. La habitación del lado estaba ocupada por un venezolano encantador que se conmovió al oír su llanto y un día se atrevió a golpear su puerta. ¿Qué es lo que te pasa, chica? No hay nada que no pueda