Tienes que mejorar pronto, Paula, para que vayas conmigo a casa y seas la madrina de Andrea. ¿Para qué te hablo así, hija? No podrás hacer nada por mucho tiempo, nos esperan años de paciencia, esfuerzo y organización, a ti te tocará la parte más difícil, pero estaré a tu lado para ayudarte, nada te faltará, estarás rodeada de paz y comodidades, te ayudaremos a sanar. Me han dicho que la rehabilitación es muy lenta, tal vez la necesites por el resto de tu vida, pero puede hacer prodigios. El especialista en porfiria sostiene que sanarás por completo, pero el neurólogo ha pedido una batería de exámenes, que comenzaron ayer. Te hicieron uno muy doloroso para comprobar el estado de los nervios periféricos. Te llevé en una camilla por los dédalos del hospital hasta otra ala del edificio, allí te pincharon los brazos y las piernas con agujas y luego aplicaron electricidad para medir tus reacciones.
Lo soportamos juntas, tú en las nubes de la inconsciencia y yo pensando en tantos hombres, mujeres y niños que fueron torturados en Chile de manera similar, punzándolos con una picana eléctrica.
Cada vez que el corrientazo entraba en tu cuerpo, yo lo sentía en el mío agravado por el terror. Traté de relajarme y respirar contigo, a tu mismo ritmo, imitando lo que Celia y Nicolás hacen juntos en los cursos de parto natural; el dolor es inevitable en el paso por esta vida, pero dicen que casi siempre es tolerable si no se le opone resistencia y no se agregan miedo y angustia.
Celia tuvo su primer niño en Caracas, atontada de drogas y sola porque no dejaron entrar a su marido al pabellón. Ni ella ni el bebé fueron los protagonistas del evento, sino el médico, sumo sacerdote vestido de blanco y enmascarado, quien decidió cómo y cuándo oficiaría la ceremonia; indujo el nacimiento el día más conveniente en su calendario porque deseaba irse a la playa por el fin de semana, así fue también cuando nacieron mis hijos hace más de veinte años, los procedimientos han cambiado poco, por lo visto. Hace algunos meses llevé a mi nuera a caminar a un bosque y allí, entre altivas secoyas y murmullo de vertientes, le zampé un sermón sobre el antiguo arte de las comadronas, el alumbramiento natural y el derecho a vivir a plenitud esa experiencia única en la cual la madre encarna el poder femenino en el universo. Oyó mi perorata impasible, lanzándome de vez en cuando unas elocuentes miradas de reojo, me juzga por los vestidos largos y el cojín para meditar que llevo en el automóvil, cree que estoy convertida en una beata de la Nueva Era. Antes de conocer a Nicolás pertenecía a una organización católica de extrema derecha, no le estaba permitido fumar ni usar pantalones, la lectura y el cine eran censurados, el contacto con el sexo opuesto reducido al mínimo y cada instante de su existencia reglamentado. En esa secta los hombres deben dormir sobre una tabla una vez por semana para evitar tentaciones de la carne, pero las mujeres lo hacen todas las noches porque su naturaleza se supone más licenciosa. Celia aprendió a usar un látigo y un cilicio con púas metálicas, fabricados por las monjas de la Candelaria, para disciplinarse por amor al Creador y saldar culpas propias y ajenas. Hace tres años poco tenía en común con ella, formada en el desprecio de izquierdistas, homosexuales, artistas, gentes de diferentes razas y condición social, pero nos salvó una simpatía mutua que a fin de cuentas superó las barreras. San Francisco se encargó del resto.
Uno a uno fueron cayendo los prejuicios, el cilicio y el látigo pasaron a formar parte del anecdotario familiar, se empeñó en leer sobre política e historia y por el camino se le dieron vuelta las ideas, conoció algunos homosexuales y se dio cuenta que no eran demonios encarnados, como le habían dicho, y acabó aceptando también a mis amigos artistas, a pesar de que algunos se adornan con aros atravesados en la nariz y una cresta de pelo verde en la cima del cráneo. El racismo se le pasó antes de una semana cuando averiguó que en los Estados Unidos nosotros no somos blancos, sino hispánicos y ocupamos el peldaño más bajo de la escala social.
Nunca intento imponerle mis ideas, porque es una leona salvaje que no lo soportaría, sólo sigue los caminos señalados por su instinto y su inteligencia, pero ese día en el bosque no pude evitarlo y puse en práctica los mejores trucos de oratoria aprendidos del tío Ramón para convencerla de que buscáramos otros métodos menos clínicos y más humanos para el parto. Al regresar a casa encontramos a Nicolás esperando en la puerta. Dile a tu mamá que te explique la vaina ésa de la música del universo, le zampó a su marido esta nuera irreverente, y desde entonces nos referimos al nacimiento de Andrea como la música del
universo. A pesar del escepticismo del comienzo, aceptaron mi sugerencia y ahora planean parir como los indios. Más adelante tendré que convencerte a ti de lo mismo, Paula. Tú eres la protagonista de esta enfermedad, tú tienes que dar a luz tu propia salud, sin miedo, con fuerza. Tal vez ésta es una oportunidad tan creadora como el alumbramiento de Celia; podrás nacer a otra vida a través del dolor, cruzar un umbral, crecer.
Ayer íbamos solos con Ernesto en un ascensor del hospital, cuando subió una mujer indescriptible, uno de esos seres sin ningún rasgo sobresaliente, sin edad ni aspecto definidos, una sombra. A los pocos segundos me di cuenta que mi yerno había perdido el color, respiraba a bocanadas con los ojos cerrados, apoyado en la pared para no caerse. Di un paso en su dirección para ayudarlo y en ese instante el ascensor se detuvo y la mujer salió. Nosotros debíamos hacerlo también, pero Ernesto me retuvo por el brazo; se cerró la puerta y nos quedamos dentro. Entonces percibí el olor de tu perfume, Paula, tan claro y sorprendente como un grito, y comprendí la reacción de tu marido. Apreté un botón para detenernos y nos quedamos entre dos pisos aspirando los últimos rastros de ese olor tuyo que conocemos tan bien, mientras a él le caía un río de lágrimas por la cara. No sé cuánto rato estuvimos así, hasta que se oyeron golpes y gritos desde afuera, apreté otro botón y empezamos a descender. Salimos a tropezones, él trastabillando y yo sosteniéndolo, ante las miradas suspicaces de la gente en el pasillo. Lo llevé a una cafetería y nos sentamos temblando ante una taza de chocolate.
— Me estoy volviendo medio loco… — me dijo-. No logro concentrarme en el trabajo. Veo números en la pantalla del computador y me parece caligrafía china, me hablan y no contesto, ando tan distraído que no sé cómo me toleran en la oficina, cometo errores garrafales. ¡Siento a Paula tan lejos! Si supieras cuánto la quiero y la necesito… Sin ella mi vida perdió el color, todo se ha vuelto gris. Siempre estoy esperando que suene el teléfono y seas tú con la voz alborotada anunciándome que Paula despertó y me llama. En ese instante seré tan feliz como el día en que la conocí y nos enamoramos al primer vistazo.
— Necesitas desahogarte, Ernesto, esto es una tortura insoportable, tienes que quemar un poco de energía.
— Corro, levanto pesas, hago aikido, nada ayuda. Este amor es como hielo y fuego.
— Perdona que sea tan indiscreta… ¿no has pensado que podrías salir con alguna muchacha… ?
— ¡Quién diría que eres mi suegra, Isabel! No, no puedo tocar a otra mujer, no deseo a nadie más. Sin Paula mi vida no tiene sentido. ¿Qué quiere Dios de mí? ¿por qué me atormenta de esta manera? Hicimos tantos planes… Hablamos de envejecer juntos y seguir haciendo el amor a los noventa años, de los lugares que visitaríamos, de cómo seríamos el centro de una gran familia y tendríamos una casa abierta para los amigos. ¿Sabías que Paula quería fundar un asilo para viejos pobres? Quería brindar a otros ancianos los cuidados que no alcanzó a dar a la Granny.
— Ésta es la prueba más difícil de sus vidas, pero la superarán, Ernesto.
— Estoy tan cansado…
Acaba de pasar por tu sala un profesor de medicina con un grupo de estudiantes. No me conoce y gracias a mi delantal y zuecos blancos pude estar presente mientras te examinaban. Necesité toda la sangre fría adquirida tan duramente en el colegio del Líbano, para mantener una expresión indiferente mientras te manipulaban sin respeto alguno como si ya fueras un cadáver y hablaban de tu caso como si no pudieras oírlos. Dijeron que la recuperación sucede normalmente en los primeros seis meses y tú llevas cuatro, no vas a evolucionar mucho más, es posible que dures años así y no se puede destinar una cama del hospital a un enfermo incurable, que te mandarán a una institución, supongo que se referían a un asilo o un hospicio. No les creas nada, Paula. Si entiendes lo que oyes por favor olvida todo eso, jamás te abandonaré, de aquí irás a una clínica de rehabilitación y luego a casa, no permitiré que sigan atormentándote con agujas eléctricas ni con pronósticos lapidarios. Ya basta. Tampoco es cierto que no hay cambios en tu estado; ellos no los ven porque aparecen por tu sala muy rara vez, pero los que estamos siempre contigo podemos comprobar tus progresos. Ernesto asegura que lo reconoces; se sienta a tu lado, te busca los ojos, te habla en voz baja y veo cómo te cambia la expresión, te tranquilizas y a veces pareces emocionada, te caen lágrimas y mueves los labios como para decirle algo, o alzas levemente una mano, como si quisieras acariciarlo. Los médicos no lo creen y tampoco tienen tiempo para observarte, sólo ven una enferma paralizada y espástica que ni siquiera pestañea cuando gritan su nombre. A pesar de la lentitud aterradora de este proceso, sé que estás saliendo paso a paso del abismo donde has estado perdida por varios meses y que un día de estos te conectarás con el presente. Me lo repito una y otra vez, pero a veces me falla la esperanza. Ernesto me sorprendió cavilando en la terraza.