Ernesto puso en un bolso algo de ropa, unas cuantas fotografías de su luna de miel en Escocia, sus viejas zapatillas de piel de conejo, el azucarero de plata que heredó de la Granny, y la muñeca de trapo–ya sin lanas en la peluca y medio tuerta–que le hice cuando nació y que ella siempre llevaba consigo como una apolillada reliquia. En un canasto quedaron las cartas que le he escrito en estos años y que, como mi madre, ella guardaba ordenadas por fechas. Sugerí eliminarlas de una vez, pero mi yerno dijo que un día ella se las pediría. El apartamento quedó barrido por un viento desolado; el 6 de diciembre Paula salió de allí rumbo al hospital y no regresó más. Su espíritu vigilante estaba presente cuando disponíamos de sus pocas cosas y metíamos mano en su intimidad. De pronto Ernesto cayó de rodillas, abrazado a mi cintura, sacudido por los sollozos que había reprimido en esos largos meses. Creo que en ese momento asumió por completo su tragedia y comprendió que su mujer no volvería nunca más a ese piso de Madrid, partió a otra dimensión, dejándole sólo el recuerdo de la belleza y la gracia que lo enamoraron.
— ¿Será que nos hemos amado demasiado, que Paula y yo consumimos como glotones toda la felicidad a que teníamos derecho? ¿Es que nos tragamos la vida? Tengo reservado un amor incondicional para ella, pero parece que ya no lo necesita–me dijo.
— Lo necesita más que nunca, Ernesto, pero ahora más me necesita a mí porque tú no puedes cuidarla.
— No es justo que tú cargues sola con esta tremenda responsabilidad. Ella es mi mujer…
— No estaré sola, cuento con una familia. Además tú puedes venir también, mi casa es tuya.
— ¿Qué pasará si no logro conseguir trabajo en California? No puedo vivir allegado bajo tu ala. Tampoco quiero separarme de ella…
— En una carta Paula me contó que cuando apareciste en su vida todo cambió, se sintió completa. Me dijo que a veces, cuando ustedes estaban con otra gente, medio aturdidos por el ruido de las conversaciones cruzadas, les bastaba una mirada para decirse cuánto se querían. El tiempo se congelaba y se establecía un espacio mágico en el cual sólo ella y tú existían. Tal vez así será de ahora en adelante, a pesar de la distancia el amor de ustedes vivirá intacto en un compartimiento separado, más allá de la vida y la muerte.
En el último momento, antes de cerrar definitivamente la puerta, me entregó un sobre sellado con cera. Escrito con la inconfundible letra de mi hija decía: Para ser abierto cuando yo muera.
— Hace algunos meses, en plena luna de miel, Paula despertó una noche gritando–me contó-. No sé lo que soñaba, pero debe haber sido algo muy inquietante porque no pudo volver a dormir, escribió esta carta y me la entregó. ¿Crees que debemos abrirla?
— Paula no ha muerto, Ernesto…
— Entonces guárdala tú. Cada vez que veo este sobre siento una garra aquí en el pecho.
Adiós Madrid… Atrás quedó el corredor de los pasos perdidos donde di varias veces la vuelta al mundo, el cuarto de hotel y las sopas de lentejas. Abracé por última vez a Elvira, Aurelia y los demás amigos del hospital que lloraban al despedirse, a las monjas, que me dieron un rosario bendito por el Papa, a los sanadores que acudieron por última vez a aplicar su arte de campanas tibetanas y al neurólogo, único médico que estuvo a mi lado hasta el final, preparando a Paula y consiguiendo firmas y permisos para que la línea aérea aceptara trasladarla. Tomé varios asientos de primera clase, instalé una camilla, oxígeno y los aparatos necesarios, contraté una enfermera especializada y llevé a mi hija en una ambulancia hasta el aeropuerto, donde la esperaban para conducirnos directamente al avión. Iba dormida con unas gotas que el doctor me dio en el último instante. La peiné con media cola atada con un pañuelo, como a ella le gustaba, y con Ernesto la vestimos por primera vez en esos largos meses, le pusimos una falda mía y un chaleco de él porque al buscar en su closet apenas había dos bluyines, unas cuantas blusas y un chaquetón imposibles de colocar en su cuerpo rígido.
El viaje entre Madrid y San Francisco fue un safari de más de veinte horas, alimentando a
la enferma gota a gota, controlando sus signos vitales y sumiéndola en un sopor piadoso con las gotas prodigiosas cuando se inquietaba. Sucedió hace menos de una semana, pero ya he olvidado los detalles, apenas recuerdo que estuvimos un par de horas en Washington, donde nos aguardaba un funcionario de la Embajada de Chile para agilizar la entrada a los Estados Unidos. La enfermera y Ernesto se ocuparon de Paula, mientras yo corría por el aeropuerto con el equipaje, los pasaportes y los permisos, que los funcionarios timbraron sin hacer preguntas a la vista de esa pálida muchacha desmayada en una camilla. En San Francisco nos recogió Willie en una ambulancia y una hora después llegamos a la Clínica de Rehabilitación, donde un equipo de médicos recibió a Paula, que venía con la tensión muy baja, mojada de sudor frío. Celia, Nicolás y mi nieto nos esperaban en la puerta; Alejandro corrió a saludarme trastabillando en sus piernecitas torpes y con los brazos extendidos, pero debe haber percibido la tremenda calamidad en el aire, porque se detuvo a medio camino y retrocedió asustado.
Nicolás había seguido los detalles de la enfermedad día a día a través del teléfono, pero no estaba preparado para lo que vio. Se inclinó sobre su hermana y la besó en la frente, ella abrió los ojos y por un momento pareció fijarle la mirada. ¡Paula, Paula! murmuró mientras le corrían lágrimas por la cara. Celia, muda y aterrada, protegiendo con los brazos al bebé en su barriga, desapareció detrás de una columna, en el rincón menos iluminado de la sala.
Esa noche Ernesto se quedó en la clínica y yo partí a la casa con Willie. No había estado allí en muchos meses y me sentí extranjera, como si nunca antes hubiera cruzado ese umbral ni visto esos muebles o esos objetos que alguna vez compré con entusiasmo. Todo estaba impecable y mi marido había cortado sus mejores rosas para llenar los jarrones. Vi nuestra cama con el baldaquín de batista blanca y los grandes cojines bordados, los cuadros que me han acompañado por años, mi ropa ordenada por colores en el closet, y me pareció todo muy bonito, pero completamente ajeno, mi hogar era todavía la sala común del hospital, el cuarto del hotel, el pequeño apartamento desnudo de Paula. Sentí que nunca había estado en esa casa, que mi alma había quedado olvidada en el corredor de los pasos perdidos y tardaría un buen tiempo en encontrarla. Pero entonces Willie me abrazó apretadamente y me llegaron su calor y su olor a través de la tela de la camisa, me envolvió la inconfundible fuerza de su lealtad y presentí que lo peor había pasado, de ahora en adelante no estaba sola, a su lado tendría valor para soportar las peores sorpresas.
Ernesto pudo quedarse en California sólo por cuatro días y debió volar de vuelta a su trabajo. Está negociando un traslado a los Estados Unidos para permanecer cerca de su mujer.
— Espérame, amor, regresaré pronto y ya no volveremos a separarnos, te lo prometo. Animo, no te des por vencida–le dijo besándola antes de partir.
Por las mañanas a Paula le hacen ejercicios y la someten a complicadas pruebas, pero por las tardes hay tiempo libre para estar con ella. Los médicos parecen sorprendidos por la excelente condición de su cuerpo, su piel está sana, no se ha deformado ni ha perdido flexibilidad en las articulaciones, a pesar de la parálisis. Los improvisados movimientos que yo le hacía son los mismos que ellos practican, mis férulas con libros y vendas elásticas son parecidas a las que aquí le han fabricado a medida, los golpes en la espalda para ayudarla a toser y las gotas de agua para humedecer la traqueotomía tienen el mismo
efecto que estas sofisticadas máquinas respiratorias. Paula ocupa una pieza individual llena de luz, con una ventana que da a un patio de geranios; hemos puesto fotografías de la familia en las paredes y música suave, tiene un televisor donde le mostramos plácidas imágenes de agua y bosque. Mis amigas trajeron lociones aromáticas y la frotamos con aceite de romero por la mañana para estimularla, de lavanda por la noche para adormecerla, de rosas y camomila para refrescarla. Viene a diario un hombre con largas manos de ilusionista a darle masajes japoneses y se turnan para atenderla media docena de terapeutas, unos trabajan con ella en el gimnasio y otros intentan comunicarse mostrándole cartones con letras y dibujos, tocando instrumentos y hasta poniéndole limón o miel en la boca, por si reacciona con los sabores. Acudió también un especialista en porfiria, de los pocos que existen, esta rara condición a nadie interesa; algunos la conocen de referencia porque dicen que en Inglaterra hubo un rey con fama de loco que en realidad era porfírico. Leyó los informes del hospital de España, la examinó y determinó que el daño cerebral no es producto de la enfermedad, posiblemente hubo un accidente o un error en el tratamiento.