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Hoy sentamos a Paula en una silla de ruedas, sostenida por almohadones en la espalda, y la sacamos a pasear por los jardines de la clínica. Hay un sendero ondulante entre matas de jazmines salvajes cuyo olor es tan penetrante como el de sus lociones. Esas flores me traen la presencia de la Granny, es mucha casualidad que Paula esté rodeada de ellas. Le pusimos un sombrero de alas anchas y anteojos oscuros para protegerla del sol y así ataviada parecía casi normal. Nicolás empujaba la silla, mientras Celia, que ya está muy pesada, y yo, con Alejandro en brazos, los observábamos desde lejos. Nicolás había cortado unos jazmines, se los había puesto a su hermana en la mano y le hablaba como si ella pudiera contestarle. ¿Qué le diría? También yo le hablo todo el tiempo, por si tuviera instantes de lucidez y en uno de esos destellos lográramos comunicarnos, cada amanecer le repito que está en el verano de California junto a su familia y le digo la fecha para que no flote a la deriva fuera del tiempo y del espacio; por las noches le cuento que ha terminado otro día, que es hora de soñar y le soplo al oído una de esas dulces oraciones en inglés de la Granny, con las cuales se crió. Le explico lo que le pasó, que soy su madre, que no tenga miedo porque de esta prueba saldrá fortalecida, que en los momentos más desesperados, cuando todas las puertas se cierran y nos sentimos atrapados en un callejón sin salida, siempre se abre un resquicio inesperado por donde podemos asomarnos. Le recuerdo las épocas más difíciles de terror en Chile y de soledad en el exilio, que fueron también los tiempos más importantes de nuestras vidas, porque nos dieron impulso y fuerza.

A menudo me he preguntado, como miles de otros chilenos, si hice bien en escapar de mi país durante la dictadura, si tenía derecho a desarraigar a mis hijos y arrastrar a mi marido a un futuro incierto en un país extranjero, o si hubiera sido preferible quedarnos tratando de pasar desapercibidos, pero esas preguntas no tienen respuesta. Las cosas se dieron inexorablemente, como en las tragedias griegas; la fatalidad estaba ante mis ojos, pero no pude evitar los pasos que conducían a ella.

El 23 de septiembre de 1973, doce días después del Golpe Militar, murió Pablo Neruda. Estaba enfermo y los tristes acontecimientos de esos días acabaron con sus ganas de vivir. Agonizó en su cama de Isla Negra mirando sin ver el mar que se estrellaba contra las rocas bajo su ventana. Matilde, su esposa, había establecido un círculo hermético a su alrededor para que no entraran noticias de lo que estaba sucediendo en el país, pero de alguna manera el poeta se enteró de los millares de presos, supliciados y muertos.

Le destrozaron las manos a Víctor Jara, fue como matar a un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba y eso los enardecía aún más; qué es lo que pasa, se han vuelto todos locos, murmuraba con la vista extraviada. Comenzó a ahogarse y se lo llevaron en una ambulancia a una clínica de Santiago, mientras llegaban cientos de telegramas de varios Gobiernos del mundo ofreciendo asilo político para el poeta del Premio Nobel; algunos embajadores fueron personalmente a convencerlo de partir, pero él no quería estar lejos de su tierra en esos tiempos de cataclismo. No puedo abandonar a mi pueblo, no puedo huir, prométame que usted tampoco se irá, le pidió a su mujer y ella se lo prometió. Las últimas palabras de ese hombre que le cantó a la vida fueron: los van a fusilar, los van a fusilar. La enfermera le colocó un calmante, se durmió profundamente y no volvió a despertar. La muerte le dejó en los labios la sonrisa irónica de sus mejores días, cuando se disfrazaba para divertir a los amigos. En ese mismo instante en una celda del Estadio Nacional torturaban salvajemente a su chofer para arrancarle quién sabe qué inútil confesión sobre ese viejo y pacífico poeta. Lo velaron en su casa azul del Cerro San Cristóbal, allanada por la tropa que la dejó en ruinas; esparcidos por todas partes quedaron pedazos de sus figuras de cerámica, sus botellas, sus muñecas, sus relojes, sus cuadros, lo que no pudieron llevarse lo rompieron y lo quemaron. Corría agua y barro por el suelo cubierto de vidrios rotos, que al pisarlos producían un sonido de cloquear de huesos. Matilde pasó la noche en medio del estropicio sentada en una silla junto al ataúd del hombre que compuso para ella los más hermosos versos de amor, acompañada por los pocos amigos que se atrevieron a cruzar el cerco policial en torno a la casa y desafiar el toque de queda. Lo enterraron al día siguiente en una tumba prestada, en un funeral erizado de ametralladoras bordeando las calles por donde pasó el magro cortejo. Pocos pudieron estar con él en su último trayecto, sus amigos estaban presos o escondidos y otros temían las represalias.

Con mis compañeras de la revista desfilamos lentamente con claveles rojos en las manos gritando «PPablo Neruda! ¡Presente ahora y siempre!», ante las miradas enardecidas de los soldados, todos iguales bajo sus cascos de guerra, las caras pintadas para no ser reconocidos y las armas temblando en sus manos. A medio camino alguien gritó "¡Compañero Salvador Allende!«y todos contestamos en una sola voz "¡Presente, ahora y siempre!». Así el entierro del poeta sirvió también para honrar la muerte del Presidente, cuyo cuerpo yacía en una tumba anónima en un cementerio de otra ciudad. Los muertos no descansan en sepulcros sin nombre, me dijo un viejo que marchaba a mi lado. Al volver a casa escribí la carta diaria a mi madre describiendo el funeral; permaneció guardada junto a otras y ocho años más tarde me la entregó y pude incluirla casi textualmente en mi primera novela.

También se lo conté a mi abuelo, quien me escuchó con los dientes apretados hasta el final y luego, cogiéndome por los brazos con sus zarpas de hierro, me gritó que para qué diablos había ido al cementerio, si no me daba cuenta de lo que estaba pasando en Chile, y por amor a mis hijos y por respeto a él, que ya no estaba para pasar esas angustias, me cuidara. ¿No era suficiente, aparecer en televisión con mi apellido? ¿Para qué me exponía? Esas no eran cosas de mi incumbencia.

— Se ha desatado el mal, Tata.

— ¡De qué mal me habla! Son cosas de su imaginación, el mundo siempre ha sido igual.

— ¿Será que negamos la existencia del mal porque no creemos en el poder del bien? — ¡Prométame que se va a quedar callada en su casa! — me exigió. — No puedo prometer eso, Tata.

Y en verdad no podía, ya era tarde para tales promesas. Dos días después del Golpe Militar, apenas se levantó el toque de queda de las primeras horas, me vi atrapada sin saber cómo en esa red que se formó de inmediato para ayudar a los perseguidos. Supe de un joven extremista de izquierda a quien era necesario esconder; había escapado de una emboscada con un tiro en una pierna y sus perseguidores pisándole los talones. Logró refugiarse en el garaje de un amigo, donde a medianoche un médico de buena voluntad le extrajo la bala y le hizo las primeras curaciones. Se volaba de fiebre a pesar de los antibióticos, no era posible mantenerlo más tiempo en ese lugar y tampoco se podía pensar en llevarlo a un hospital, donde sin duda lo habrían detenido. En esas condiciones no resistiría un viaje de esfuerzo para cruzar la frontera por los pasos cordilleranos del sur, como hacían algunos, su única posibilidad era asilarse, pero sólo la gente bien relacionada–personajes de la política, periodistas, intelectuales y artistas conocidos–podía entrar a las embajadas por la puerta ancha, los pobres diablos, como él y miles de otros, estaban desamparados. Yo no sabía muy bien qué significaba asilo, sólo había escuchado esa palabra en el himno nacional, que ahora sonaba irónico: o la patria será de los libres, o el asilo contra la opresión, pero el caso me pareció de novela y sin pensarlo dos veces me ofrecí para ayudarlo sin medir el riesgo, porque en ese momento nadie sabía cómo opera el terror, todavía nos regíamos por los principios de la normalidad. Decidí evitar rodeos y me dirigí a la Embajada de Argentina, estacioné mi automóvil lo más cerca posible y caminé hacia la entrada con el corazón arrebatado, pero el paso firme. A través de la reja se veían las ventanas del edificio con ropa colgada y gente asomada gritando. La calle era un hervidero de soldados, había una tanqueta frente a la puerta y nidos de ametralladoras. Apenas me aproximé me encañonaron dos fusiles.