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Reconocimos su acento belga porque habíamos vivido en ese país.

Después que huyeron de Argentina, el tío Ramón y mi madre se encontraron sin un lugar donde establecerse y durante meses debieron aceptar la hospitalidad de amigos en el extranjero, sin un sitio donde desempacar definitivamente sus maletas. En eso mi madre se acordó del venezolano que había conocido en el hospital geriátrico de Rumania y siguiendo una corazonada buscó la tarjeta que había guardado todos esos años y lo llamó a Caracas para contarle en pocas palabras lo sucedido. Vente, chica, aquí hay espacio para todos, fue la respuesta inmediata de Valentín Hernández. Eso nos dio la idea de instalarnos en Venezuela, supusimos que era un país verde y generoso, donde contábamos con un amigo y podíamos quedarnos por un tiempo, hasta que cambiara la situación en Chile. Con Michael comenzamos a planear el viaje, debíamos alquilar la casa, vender los muebles y conseguir trabajo, pero todo se precipitó en menos de una semana. Ese miércoles los niños volvieron del colegio aterrorizados; unos desconocidos los habían agredido en la calle y después de amenazarlos les dieron un mensaje para mí: díganle a la puta de su madre que tiene los días contados.

Al día siguiente vi a mi abuelo por última vez. Lo recuerdo como siempre en el sillón que le compré muchos años atrás en un remate, con su melena de plata y su bastón de campesino en la mano. Cuando joven debe haber sido alto, porque cuando estaba sentado todavía lo parecía, pero con la edad se le deformaron los pilares del cuerpo y se desmoronó como un edificio con las fundaciones falladas. No pude despedirme de él, no

tuve valor para decirle que me iba, pero supongo que lo presintió.

— Tengo una inquietud desde hace mucho tiempo, Tata… ¿Alguna vez ha matado a un hombre?

— ¿Por qué me hace esa pregunta tan descabellada?

— Porque usted tiene mal carácter–insinué, pensando en el cuerpo del pescador de boca sobre la arena, en los tiempos remotos de mis ocho años.

— Nunca me ha visto empuñar un arma ¿verdad? Tengo buenas razones para desconfiar de ellas–dijo el viejo-. Cuando era joven me desperté una madrugada con un golpe en la ventana de mi cuarto. Salté de la cama, tomé mi revólver y todavía medio dormido, me asomé y apreté el gatillo. Me despertó el ruido del balazo y entonces caí en cuenta, espantado, que había disparado contra unos estudiantes que volvían de una fiesta. Uno de ellos había tocado la persiana con el paraguas. Gracias a Dios no lo maté, me libré por un pelo de asesinar a un inocente. Desde entonces las armas de caza están en el garaje. Hace muchos años que no las uso.

Era cierto. Colgando de un poste de su cama había unas boleadoras como las que usan los gauchos argentinos, dos bolas de piedra unidas por una larga tira de cuero, que él mantenía al alcance de la mano por si entraban a robar.

— ¿Nunca usó las boleadoras o un garrote para matar a alguien?

Alguno que lo ofendió o que le hizo daño a un miembro de su familia…

— No sé de qué diablos me está hablando, hija. Este país está lleno de asesinos, pero yo no soy uno de ellos.

Era la primera vez que se refería a la situación que vivíamos en Chile, hasta entonces se había limitado a escuchar en silencio y con los labios apretados las historias que yo le contaba. Se puso de pie con una sonajera de huesos y maldiciones, le costaba mucho caminar pero nadie se atrevía a mencionar en su presencia la posibilidad de una silla de ruedas, y me indicó que lo siguiera.

Nada había cambiado en esa habitación desde los tiempos en que murió mi abuela, los muebles negros en la misma disposición, el reloj de torre y el olor de los jabones ingleses que guardaba en su armario. Abrió su escritorio con una llave que siempre llevaba en el chaleco, buscó en uno de los cajones, sacó una antigua caja de galletas y me la pasó.

— Esto era de su abuela, ahora es suyo–dijo con la voz quebrada.

— Tengo que confesarle algo, Tata…

— Va a decirme que me robó el espejo de plata de la Memé…

— ¿Cómo supo que era yo?

— Porque la vi. Tengo el sueño liviano. Ya que tiene el espejo, bien puede quedarse con lo

demás. Es todo lo que hay de la Memé, pero no necesito esas cosas para recordarla y prefiero que estén en sus manos, porque cuando me muera no quiero que las tiren a la basura.

— No piense en la muerte, Tata.

— A mi edad no se piensa en otra cosa. Seguro moriré solo, como un perro. — Yo estaré con usted.

— Ojalá no se le olvide que me hizo una promesa. Si está pensando en irse a alguna parte, acuérdese que cuando llegue el momento tiene que ayudarme a morir con decencia.

— Me acuerdo, Tata, no se preocupe.

Al día siguiente me embarqué sola rumbo a Venezuela. No sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pasé las formalidades del aeropuerto con las reliquias de la Memé apretadas contra el pecho.

La caja de galletas contenía los restos de una corona de azahares de cera, unos guantes infantiles de gamuza color del tiempo y un manoseado libro de oraciones con tapas de nácar. También llevaba una bolsita de plástico con un puñado de tierra de nuestro jardín, con la idea de plantar un nomeolvides en otra parte. El funcionario que revisó mi pasaporte vio los timbres de entradas y salidas frecuentes a la Argentina y mi carnet de periodista, y como supongo que no encontró mi nombre en su lista, me dejó salir.

El avión se elevó a través de un colchón de nubes y minutos más tarde cruzaba los picos nevados de la cordillera de los Andes.

Esas cimas blancas asomadas entre nubes invernales fueron la última imagen que tuve de mi patria. Volveré, volveré, repetía como una oración.

Andrea, mi nieta, nació en el cuarto de la televisión, en uno de los primeros días calientes de primavera. El apartamento de Celia y Nicolás queda en un tercer piso sin ascensor; no es práctico en caso de una emergencia, por eso escogieron nuestra planta baja para traer a la criatura al mundo, una pieza grande con ventanales asomados a la terraza, donde transcurre la vida cotidiana; en días claros pueden verse tres puentes de la bahía y en la noche titilan al otro lado del agua las luces de Berkeley. Celia se ha adaptado tanto al estilo de California, que decidió aplicar la música del universo hasta las últimas consecuencias, saltándose el hospital y los médicos para dar a luz en familia. Los primeros síntomas comenzaron a medianoche, al amanecer Celia se encontró de súbito bañada en aguas amnióticas y poco después se trasladaron a nuestra casa. Los vi aparecer con el aire ofuscado de las víctimas de catástrofes naturales, en chancletas, con una gastada bolsa negra con sus pertenencias y cargando a Alejandro en pijama y todavía medio dormido. El chiquillo no sospechaba que dentro de pocas horas tendría que compartir su espacio con una hermana y terminaría para siempre su reinado totalitario de hijo y nieto único. Un par de horas más tarde llegó la matrona, una mujer joven, dispuesta a correr el riesgo de trabajar a domicilio, manejando una camioneta cargada con los equipos de su oficio, y vestida de caminante con pantalones cortos y zapatillas de gimnasia. Se integró tan bien a la rutina familiar, que al poco rato estaba en la cocina preparando desayuno