con Willie.
Entretanto Celia paseaba sin perder nunca la calma apoyada en Nicolás, respirando corto cuando el dolor la doblaba, y descansando cuando la criatura en su vientre le daba tregua. Mi nuera lleva en las venas canciones secretas que marcan el ritmo de sus pasos cuando camina, durante las contracciones jadeaba y se mecía como si escuchara por dentro una irresistible tamborera venezolana. Hacia el final me pareció que en algunos momentos empuñaba las manos y un ramalazo de terror pasaba por sus ojos, pero enseguida su marido encontraba su mirada, le susurraba algo en la clave privada de los esposos y ella aflojaba la tensión. Así pasó el tiempo, vertiginoso para mí y muy lento para ella, que soportó esa prueba sin un quejido, calmantes ni anestesia. Nicolás la sostuvo, mi humilde participación consistió en ofrecerle hielo picado y jugo de manzana, y la de Willie en entretener a Alejandro, mientras desde una distancia prudente la partera seguía los acontecimientos sin intervenir y yo recordaba mi propia experiencia cuando nació Nicolás, tan diferente a ésta. Desde el instante en que crucé el umbral del hospital perdí mi sentido de identidad y pasé a ser un paciente sin nombre, sólo un número. Me desnudaron, me entregaron una bata abierta en la espalda y me llevaron a un sitio aislado, donde fui sometida a algunas humillaciones adicionales y luego quedé sola. De vez en cuando alguien exploraba entre mis piernas, mi cuerpo se había convertido en una sola caverna palpitante y adolorida; pasé un día, una noche y buena parte del día siguiente en esa laboriosa tarea, cansada y medio muerta de miedo, hasta que finalmente me anunciaron que se acercaba el desenlace y me llevaron a un pabellón. De espaldas sobre una mesa metálica, con los huesos convertidos en ceniza y cegada por las luces, me abandoné al sufrimiento. Ya nada dependía de mí, el bebé braceaba por salir y mis caderas se abrían para ayudarlo sin intervención de mi voluntad. Todo lo aprendido en los manuales y en los cursos previos no me sirvió de nada. Hay un momento en que el viaje iniciado no puede detenerse, rodamos hacia una frontera, pasamos a través de una puerta misteriosa y amanecemos al otro lado, en otra vida. El niño entra al mundo y la madre a otro estado de conciencia, ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Con Nicolás me inicié en el universo femenino, la cesárea anterior me había privado de un rito único que sólo las hembras de los mamíferos comparten. El proceso alegre de engendrar un niño, la paciencia de gestarlo, la fortaleza para traerlo a la vida y el sentimiento de profundo asombro en que culmina, sólo puedo compararlo al de crear un libro. Los hijos, como los libros, son viajes al interior de una misma en los cuales el cuerpo, la mente y el alma cambian de dirección, se vuelven hacia el centro mismo de la existencia.
El clima de tranquila alegría que reinaba en nuestra casa cuando nació Andrea en nada se parecía a mi angustia en ese pabellón de maternidad veinticinco años atrás. A media tarde Celia hizo una señal, Nicolás la ayudó a subir a la cama y en menos de un minuto se materializaron en la habitación los aparatos e instrumentos que la matrona traía en su camioneta. Esa muchacha en pantalones cortos pareció envejecer de súbito, le cambió el tono de voz y milenios de experiencia femenina se reflejaron en su cara pecosa.
Lávese las manos y prepárese, que ahora le toca trabajar a usted, me dijo con un guiño. Celia se abrazó a su marido, apretó los dientes y empujó. Y entonces, en una oleada de sangre surgió una cabeza cubierta de pelo oscuro y un pequeño rostro aplastado y púrpura, que sostuve como un cáliz con una mano, mientras con la otra desprendía de un gesto rápido la cuerda azulada que envolvía el cuello. Con otro brutal empeño de la madre apareció el resto del cuerpo de mi nieta, un paquete ensangrentado y frágil, el más extraordinario regalo. Con un sollozo abismal sentí en el centro de mí misma la
experiencia sagrada de dar a luz, el esfuerzo, el dolor, el pánico y agradecí maravillada el valor heroico de mi nuera y el prodigio de su cuerpo sólido y su espíritu noble, hechos para la maternidad. A través de un velo me pareció ver a Nicolás emocionado, que tomaba a la criatura de mis manos para acomodarla sobre el regazo de su madre. Ella se irguió entre las almohadas, jadeando, mojada de sudor y transformada por una luz interior, indiferente por completo al resto de su cuerpo que seguía pulsando y sangrando, cerró los brazos en torno a su hija y, doblada sobre ella, le dio la bienvenida con una catarata de palabras dulces en un lenguaje recién inventado, besándola y olisqueándola como hacen todas las hembras, y se la puso al pecho en el gesto más antiguo de la humanidad. El tiempo se congeló en el cuarto y el sol se detuvo sobre las rosas de la terraza, el mundo retuvo el aliento para celebrar el prodigio de esa nueva vida. La matrona me pasó unas tijeras, corté el cordón umbilical y Andrea inició su destino separada de su madre. ¿De dónde viene esta pequeña? ¿Dónde estaba antes de germinar en el vientre de Celia? Tengo mil preguntas que hacerle, pero temo que cuando pueda contestarme ya habrá olvidado cómo era el cielo… Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.
Paula pasó un mes en la clínica de rehabilitación, terminaron de examinarla y medirla por dentro y por fuera y nos entregaron un informe demoledor. Michael vino de Chile y Ernesto también estaba aquí con un permiso especial de su trabajo. Consiguió que su oficina lo trasladara a Nueva York, al menos quedamos en el mismo país, a seis horas de distancia en caso de una emergencia y al alcance del teléfono cada vez que la tristeza nos derrote. No había estado con su mujer desde que la trajimos desde Madrid en aquel viaje de pesadilla y a pesar de que lo mantengo informado de cada detalle, le impresionó verla tan bella y tanto más ausente.
Este hombre es como algunos árboles que aguantan vientos huracanados inclinándose, pero sin quebrarse. Llegó con regalos para Paula, entró apurado a su pieza, la tomó en brazos y la besó murmurando cuánto la echaba de menos y qué bonita se había puesto, mientras ella miraba fijamente al frente con sus grandes ojos sin luz, como una muñeca. Después se recostó a su lado para mostrarle fotografías de su luna de miel y recordarle los tiempos felices del año pasado, por último ambos se durmieron, como una pareja normal a la hora de la siesta. Ruego para que encuentre una mujer sana, de alma bondadosa como Paula, y sea feliz lejos de aquí, no debe permanecer atado a una enferma por el resto de su vida; pero todavía no puedo hablarle de eso, es demasiado pronto. Médicos y terapeutas que trataron a Paula reunieron a la familia y dieron su veredicto: su nivel de conciencia es nulo, no hay signos de cambio en estas cuatro semanas, no pudieron establecer ninguna comunicación con ella y lo más realista es suponer que se irá deteriorando. No volverá a hablar ni tragar, nunca podrá moverse por voluntad propia, es muy difícil que llegue a reconocer a alguien, aseguraron que la rehabilitación es imposible pero los ejercicios son necesarios para mantenerla flexible. Por último recomendaron colocarla en una institución para enfermos de este tipo, porque requiere cuidados permanentes y no puede estar sola ni un minuto. Un silencio largo siguió a las últimas palabras del informe. Al otro lado de la mesa estaban Nicolás y Celia con los niños en brazos y Ernesto con la cabeza entre las manos.
— Es importante decidir qué se hará en caso de neumonía u otra infección grave. ¿Optarán por tratamiento agresivo? — preguntó uno de los médicos.
Ninguno de nosotros entendió sus palabras.
— Si le administran dosis masivas de antibióticos, o la colocan en Cuidados Intensivos cada vez que eso ocurra, podrá vivir muchos años. Si no recibe tratamiento, morirá antes — explicó.