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Ernesto levantó la cara y nuestros ojos se encontraron. Miré también a Nicolás y a Celia y sin vacilar ni ponerse de acuerdo, los tres me hicieron un gesto.

— Paula no volverá a la Unidad de Cuidados Intensivos, tampoco la torturaremos con nuevas transfusiones de sangre, drogas o exámenes dolorosos. Si su estado es grave, estaremos a su lado para ayudarla a morir–dije, con una voz tan firme, que no pude reconocer como mía.

Michael salió de la sala descompuesto y pocos días más tarde regresó a Chile. En ese instante quedó claro que mi hija volvía a mi regazo y sería sólo yo quien tendría la responsabilidad de su vida y tomaría las decisiones en el momento de su muerte. Las dos juntas y solas, como el día de su nacimiento. Sentí una oleada de fuerza que me sacudió el cuerpo como un corrientazo y comprendí que las vicisitudes de mi largo camino fueron una feroz preparación para esta prueba. No estoy derrotada, todavía me queda mucho por hacer, la medicina occidental no es la única alternativa para estos casos, voy a golpear otras puertas y recurrir a otros medios, incluso los más improbables, para salvarla. Desde el principio tuve la idea de llevarla a casa, por eso durante el mes que estuvo en la clínica de rehabilitación me entrené en sus cuidados y en el uso de los aparatos de fisioterapia. En menos de tres días conseguí el equipo necesario, desde una cama eléctrica hasta una grúa para movilizarla, y contraté cuatro mujeres de Centroamérica para que me ayuden en turnos de día y de noche.

Entrevisté a quince postulantes y escogí las que me parecieron más cariñosas, porque ha terminado la etapa de la eficiencia y entramos a la del amor. Todas cargan con un pasado trágico, pero mantienen la frescura de una sonrisa maternal. Una de ellas tiene piernas y brazos marcados de navajazos; asesinaron a su marido en El Salvador y a ella la dejaron por muerta en un charco de sangre, con sus tres hijos pequeños. De algún modo logró arrastrarse hasta encontrar ayuda y poco después escapó del país, dejando a los niños con la abuela. Otra viene de Nicaragua, no ha visto a sus cinco hijos en muchos años, pero piensa traerlos uno a uno, trabaja y ahorra hasta el último centavo para reunirse con ellos algún día. El primer piso de la casa se convirtió en el reino de Paula, pero también sigue siendo el cuarto familiar, como lo era antes, donde están la televisión, la música y los juegos de los niños. En esa pieza nació Andrea hace apenas una semana y allí vivirá su tía por el tiempo que desee permanecer en este mundo.

Por los ventanales asoman los geranios del verano y las rosas plantadas en barriles, compañeras leales de muchas épocas de infortunio. Nicolás pintó las paredes de blanco, rodeamos la cama con fotografías de sus años felices, parientes y amigos, y pusimos sobre una repisa su muñeca de trapo. Resulta imposible disimular los enormes aparatos que necesita, pero al menos la habitación es más acogedora que los cuartos de hospital donde ha vivido los últimos meses. Esa mañana asoleada en que mi hija llegó en una ambulancia, la casa pareció abrirse alegremente para acogerla.

Durante la primera media hora todo fue actividad, ruido y afanes, pero de pronto ya no hubo más trajín, ella estaba instalada en su cama y las rutinas empezaban, la familia

partió a sus quehaceres, quedamos las dos solas y entonces percibí el silencio y la calma de la casa en reposo. Me senté a su lado y le tomé la mano. El tiempo se arrastraba muy lento, pasaron las horas y vi cambiar el color de la bahía y luego se fue el sol y empezó a caer la oscuridad tardía de junio. Una gata grande con manchas pardas, que no había visto antes, entró por el ventanal abierto, dio unas vueltas por la habitación reconociendo el terreno y luego se subió de un salto a la cama y se echó a los pies de Paula. A ella le gustan los gatos, tal vez la llamó con el pensamiento para que le haga compañía. La carrera apresurada de la existencia ha terminado para mí, he entrado en el ritmo de Paula, el tiempo está quieto en los relojes. Nada que hacer. Dispongo de días, semanas, años junto a la cama de mi hija, haciendo hora sin saber qué espero. Sé que nunca volverá a ser la de antes, su mente se ha ido quién sabe adónde, pero su cuerpo y su espíritu están aquí. La inteligencia era su rasgo más deslumbrante, su bondad se descubría a la segunda mirada, me cuesta imaginar que su cerebro privilegiado está reducido a un nubarrón en una radiografía, que desaparecieron para siempre su inclinación al estudio, su sentido del humor, su memoria para los detalles más pequeños. Es como una planta, dijeron los médicos. La gata puede seducirme para que le dé comida y la deje dormir sobre la cama, pero mi hija no me reconoce y no puede siquiera apretarme la mano para indicar algo. He tratado de enseñarle a parpadear, una vez para sí, dos para no, pero es tarea inútil. Al menos la tengo aquí conmigo, a salvo en esta casa, protegida por todos nosotros. Nadie volverá a invadirla con agujas y sondas, de ahora en adelante sólo recibirá caricias, música y flores. Mi tarea es mantener su cuerpo sano y evitarle dolores, así su espíritu tendrá paz para cumplir el resto de su misión en la tierra. Silencio. Sobran horas para hacer nada. Tomo conciencia de mi cuerpo, de mi respiración, de la forma como mi peso se distribuye en la silla, la columna me sostiene y los músculos obedecen mis deseos. Decido, voy a tomar agua y mi brazo se levanta y coge el vaso con la fuerza y velocidad exactas; bebo y siento los movimientos de la lengua y los labios, el sabor fresco en la boca, el líquido frío bajando por la garganta. Nada de eso puede hacer mi pobre hija, si desea beber no puede pedirlo, debe esperar que otro adivine su necesidad y acuda a echarle agua con una jeringa por el tubo insertado en su estómago. No siente el alivio de la sed satisfecha, sus labios están siempre secos, apenas puedo humedecerlos un poco, porque si los mojo el líquido puede irse a los pulmones. Detenidas, las dos detenidas en este brutal paréntesis. Mis amigas me recomendaron a la doctora Cheri Forrester que tiene experiencia en pacientes terminales y fama de compasiva; la llamé y tuve la sorpresa que había leído mis libros y estaba dispuesta a ver a Paula en la casa. Es una mujer joven de ojos oscuros y expresión intensa, que me saludó con un abrazo y escuchó con el corazón abierto el relato de lo ocurrido.

— ¿Qué quieres de mí? — me preguntó al final.

— Ayuda para mantener a Paula sana y cómoda; ayuda para el momento de su muerte, y ayuda para buscar otros recursos. Sé que los médicos no pueden hacer nada por ella, voy a intentar con medicina alternativa: santones, plantas, homeopatía, todo lo que pueda conseguir.

— Es lo mismo que haría yo si se tratara de mi hija, pero esos experimentos deben tener un límite. No puedes vivir de ilusiones y esas cosas aquí no son gratis. Paula puede permanecer en esta condición por muchos años, tienes que administrar bien tus fuerzas y recursos.

— ¿Cuánto tiempo?

— Digamos tres meses. Si en ese plazo no hay resultados apreciables, te quedas tranquila. — Está bien.

Ella me presentó al doctor Miki Shima, un pintoresco acupuntor japonés, a quien tengo reservado como personaje para una novela, si es que vuelvo a escribir ficción. Se corrió la voz y pronto empezó un desfile de curanderos ofreciendo sus servicios: uno que vende colchones magnéticos para la energía, un hipnotista que graba cuentos al revés y se los hace oír a Paula con audífonos, una santa de la India que encarna a la Madre Universal, un apache que combina la sabiduría de sus bisabuelos con el poder de los cristales y un astrólogo que ve el futuro, pero sus visiones son tan confusas que pueden interpretarse de maneras contradictorias. A todos escucho procurando no alterar la comodidad de Paula. También hice un peregrinaje donde un famoso psíquico en Oregón, un caballero con el pelo teñido en una oficina llena de animales de peluche, quien sin moverse de su casa pudo examinar a la enferma con su tercer ojo. Recomendó una combinación de polvos y gotas bastante complicada de administrar, pero Nicolás, que es muy escéptico para estas cosas, comparó la receta con un frasco de Centrum, multi vitamínico de uso corriente, y resultaron casi exactos. Ninguno de estos extraños doctores ha prometido devolver la salud a mi hija, pero tal vez puedan mejorar la calidad de sus días y lograr alguna forma de comunicación. Las cuidadoras me ofrecen también sus oraciones y remedios naturales; una de ellas consiguió agua bendita de una vertiente sagrada en México y se la administra con tanta fe, que tal vez suceda un milagro. El doctor Shima viene cada semana y nos levanta el ánimo, la revisa cuidadosamente, le pone sus delgadas agujas en las orejas y los pies y le receta homeopatía. A veces le acaricia el pelo como si fuera su hija y se le llenan los ojos de lágrimas, qué bonita es, me dice, si logramos mantenerla sana tal vez la ciencia descubra una manera de renovar las células dañadas y hasta de trasplantar cerebros ¿por qué no? Ni de vaina, doctor, le respondo, no le permitiré a nadie hacer experimentos de Frankenstein con Paula. Para mí trajo unas yerbas orientales cuya traducción exacta es «para la tristeza provocada por duelo o pérdida del amor» y supongo que gracias a ellas sigo funcionando con relativa normalidad. La doctora Forrester observa todo esto sin dar su opinión y cuenta los días en el calendario; tres meses, es todo, me recuerda en cada visita. También ella parece preocupada por mi salud, cree que estoy deprimida y agotada, y me ha recetado pastillas para dormir, advirtiéndome que no tome más de una porque pueden ser mortales.