Me hace bien escribir, a pesar de que a veces me cuesta hacerlo porque cada palabra es como una quemadura. Estas páginas son un viaje irrevocable por un largo túnel al cual no le veo salida, pero sé que debe haberla; imposible volver atrás, todo es cuestión de seguir avanzando paso a paso hasta el final. Escribo buscando una señal, esperando que Paula rompa su implacable silencio y me conteste sin voz en estas hojas amarillas, o tal vez lo hago sólo para sobreponerme al espanto y fijar las imágenes fugaces de la mala memoria. También me hace bien caminar. A media hora de la casa hay cerros y bosques tupidos donde voy a respirar profundo cuando me ahoga la angustia o me agobia el cansancio. El paisaje, verde, húmedo y algo sombrío, se parece al del sur de Chile, los mismos árboles centenarios, el aroma intenso de eucalipto, pino y menta salvaje, los riachuelos que en invierno se convierten en cascadas, gritos de pájaros y chillar de grillos. He descubierto un lugar solitario donde las copas vegetales forman una alta cúpula de catedral gótica y un hilo de agua se desliza con música propia entre las piedras. Allí me instalo escuchando el agua y el ritmo de la sangre en mis venas, tratando de respirar con calma y de volver a
los límites de mi propia piel, pero no encuentro paz, se atropellan en mi mente las premoniciones y los recuerdos. En los momentos más difíciles del pasado buscaba también la soledad de un bosque.
Desde el momento en que crucé la cordillera que marca la frontera de Chile, todo empezó a ir mal y fue empeorando en los años siguientes. No lo sabía aún, pero había comenzado a cumplirse la profecía de la vidente argentina: tendría por delante muchos años de inmovilidad. No sería entre los muros de una celda o en una silla de ruedas, como imaginamos con mi madre, sino en el aislamiento del exilio. Perecieron las raíces de un solo hachazo y tardaría seis años en desarrollar otras plantadas en la memoria y en los libros que escribiría. Durante ese largo tiempo la frustración y el silencio serían mi cárcel. La primera noche en Caracas, sentada sobre una cama ajena en un cuarto sin adornos, mientras por un ventanuco entraba el bullicio incansable de la calle, saqué la cuenta de lo perdido y adiviné un largo camino de obstáculos y soledades. El impacto de la llegada fue como haber caído en otro planeta; venía del invierno, el orden aterrador de la dictadura y la pobreza generalizada, y llegué a un país caliente y anárquico en plena bonanza petrolera, una sociedad saudita donde el despilfarro llegaba a límites absurdos: se importaban de Miami hasta el pan y los huevos del día porque resultaba más cómodo que producirlos. En el primer periódico que cayó en mis manos me enteré de la fiesta de cumpleaños, con orquesta y champaña, de un perro faldero perteneciente a una dama de la alta sociedad, a la cual asistieron otros canes con sus amos vestidos de gala. Para mí, criada en la sobriedad de la casa del Tata, era difícil creer tanto exhibicionismo, pero con el tiempo no sólo me acostumbré, sino que aprendí a celebrarlo. La disposición a la parranda, el sentido del presente y la visión optimista de los venezolanos, que al principio me espantaban, fueron después las mejores lecciones de esa época. Me costó muchos años entender las reglas de esa sociedad y descubrir la forma de deslizarme sin demasiado roce en el terreno incierto del exilio, pero cuando finalmente lo conseguí me sentí libre de las cargas que había llevado sobre los hombros en mi país. Perdí el temor al ridículo, a las sanciones sociales, a «bajar de nivel», como llamaba mi abuelo a la pobreza y a mi propia sangre caliente. La sensualidad dejó de ser un defecto que debía ocultar por señorío y la acepté como un ingrediente fundamental de mi temperamento y más tarde de mi escritura. En Venezuela me curé de algunas heridas antiguas y de rencores nuevos, dejé la piel y anduve en carne viva hasta que me salió otra más resistente, allí eduqué a mis hijos, adquirí una nuera y un yerno, escribí tres libros y terminé con mi matrimonio. Cuando pienso en los trece años que pasé en Caracas siento una mezcla de incredulidad y alegría. Cinco semanas después de mi llegada, cuando fue evidente que el regreso a Chile a corto plazo era imposible, Michael se embarcó con los niños, dejando la casa cerrada con nuestras pertenencias dentro porque no pudo alquilarla. Tanta gente abandonaba el país en ese tiempo, que era más conveniente comprar una propiedad a precio de ganga que pagar renta; por lo demás la nuestra era una cabaña rústica sin más valor que el sentimental. Mientras permaneció desocupada rompieron las ventanas y se robaron su contenido, pero no lo supimos hasta un año después y para entonces ya no nos importaba. Esas cinco semanas separada de mis hijos fueron una pesadilla, todavía recuerdo con claridad fotográfica las caras de Paula y Nicolás cuando bajaron del avión de la mano de su padre y los recibió el vaho caliente y húmedo de aquel verano eterno. Venían vestidos de lana, Paula traía su muñeca de trapo bajo el brazo y Nicolás el pesado Cristo de hierro regalo de su maestra, me pareció más pequeño y delgado, después supe que en mi ausencia se negaba a comer. Pocos meses más tarde la familia completa logró reunirse gracias a las visas obtenidas con ayuda de Valentín Hernández, que no había olvidado la promesa hecha a mi madre en el hospital de Rumania. Mis padres se
instalaron dos pisos más arriba en el mismo edificio nuestro, y después de engorrosas gestiones mi hermano Pancho pudo salir con los suyos de Moscú rumbo a Venezuela.
También Juan llegó con intención de quedarse, pero no pudo resistir el calor y el bochinche y se las arregló para partir a los Estados Unidos con una beca de estudiante. En Chile quedó la Granny agobiada por la soledad y la pena, de la noche a la mañana había perdido a los nietos que había criado y se encontró con la vida vacía, cuidando a un viejo que pasaba los días en cama frente a la televisión y a la neurótica perra suiza heredada de mi madre.
Empezó a beber cada vez más y como ya no estaban los niños ante quienes guardar las apariencias, no se preocupaba de ocultarlo.
Las botellas se acumulaban por los rincones, mientras su marido fingía no verlas, dejó prácticamente de comer y de dormir, pasaba las noches en vela con un vaso en la mano, balanceándose sin consuelo en la silla mecedora donde por años hizo dormir a los nietos en sus brazos. Los gusanos de la tristeza la fueron carcomiendo por dentro, perdió el color aguamarina de sus ojos y el pelo se le caía a mechones, su piel se volvió gruesa y agrietada, como la de una tortuga, dejó de bañarse y vestirse, andaba en bata y chancletas, secándose las lágrimas con las mangas. Un par de años más tarde la hermana de Michael, que vivía en el Uruguay, se llevó a sus padres con ella, pero ya era tarde para salvar a la Granny.
Caracas en 1975 era alegre y caótica, una de las ciudades más caras del mundo. Brotaban por todas partes edificios nuevos y anchas autopistas, el comercio exhibía un derroche de lujos, en cada esquina había bares, bancos, restaurantes y hoteles para amores clandestinos y las calles estaban permanentemente atochadas por millares de vehículos de último modelo que no podían moverse en el desorden del tráfico, nadie respetaba los semáforos, pero se detenían en la autopista para que cruzara un peatón distraído. El dinero parecía crecer en los árboles, los fajos de billetes pasaban de mano en mano a tal velocidad que no había tiempo para contarlos; los hombres mantenían a varias amantes, las mujeres iban los fines de semana de compras a Miami y los niños consideraban un viaje anual a Disneyworld como un derecho natural.