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Sin dinero nada se podía hacer, como comprobé a los pocos días, cuando fui al banco a cambiar los dólares comprados en Chile en el mercado negro y descubrí horrorizada que la mitad eran falsos.

Había barrios marginales donde la gente vivía miserablemente y regiones donde el agua contaminada todavía diezmaba igual que en la época de la Colonia, pero en la euforia de la riqueza fácil nadie se acordaba de eso. El poder político se distribuía a lo amigo entre los dos partidos más poderosos, la izquierda había sido anulada y la guerrilla de los años sesenta, que llegó a ser una de las más organizadas del continente, derrotada. Viniendo de Chile, era refrescante comprobar que nadie hablaba de política ni de enfermedades. Los hombres, alardeando de poder y virilidad, ostentaban cadenas y anillos de oro, hablaban a gritos y bromeaban, siempre con el ojo puesto en las mujeres. A su lado los discretos chilenos con sus voces atipladas y su lenguaje cargado de diminutivos parecían alfeñiques. Las mujeres más hermosas del planeta, producto espléndido de la combinación de muchas razas, se desplazaban con ritmo de salsa en las caderas exhibiendo cuerpos exuberantes y ganando todos los concursos internacionales de belleza. El aire vibraba,

cualquier pretexto era bueno para cantar, las radios atronaban en el vecindario, en los automóviles, en todas partes. Tambores, cuatros, guitarras, canto y baile, el país estaba enfiestado en la parranda del petróleo. Inmigrantes de los cuatro puntos cardinales llegaban a esa tierra buscando fortuna, más que nada colombianos, que cruzaban la frontera por millones para ganarse la vida en empleos que nadie más deseaba.

Los extranjeros eran aceptados de mal talante al principio, pero pronto la generosidad natural de ese pueblo les abría las puertas.

Los más odiados eran los del Cono Sur, como llamaban a argentinos, uruguayos y chilenos, porque en su mayoría se trataba de refugiados políticos, intelectuales, técnicos y profesionales que competían con los mandos medios venezolanos. Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes. Conocí verdaderas eminencias en sus países que no lograron revalidar sus títulos profesionales y terminaron vendiendo seguros de puerta en puerta; también patanes que inventaban diplomas y jerarquías y de alguna manera conseguían colocarse en puestos altos, todo dependía de la audacia y las buenas conexiones. Todo se podía conseguir con un amigo o pagando la tarifa de la corrupción. Un profesional extranjero sólo podía obtener un contrato a través de un socio venezolano, que prestara su nombre y lo apadrinara, si no, no tenía la menor oportunidad.

El precio era cincuenta por ciento; uno hacía el trabajo y el otro ponía su firma y cobraba su porcentaje al principio, apenas se recibían los primeros pagos. A la semana de llegar surgió un empleo para Michael en el oriente del país, en una zona caliente que comenzaba a desarrollarse gracias al tesoro inacabable del suelo. Venezuela entera descansa en un mar de oro negro, donde clavan un pico sale un grueso chorro de petróleo, la riqueza natural es paradisíaca, hay regiones donde trozos de oro y brillantes en bruto yacen sobre la tierra como semillas. Todo crece en ese clima, a lo largo de las autopistas se ven los bananos y las piñas salvajes, basta tirar una pepa de mango al suelo para que surja un árbol a los pocos días; a la antena de acero de nuestra televisión le brotó una planta con flores.

La naturaleza se mantiene aún en la edad de la inocencia: playas tibias de arenas blancas y palmeras chasconas, montañas de cumbres nevadas donde aún andan perdidos los fantasmas de los Conquistadores, extensas sabanas lunares interceptadas de pronto por prodigiosos tepuys, altísimos cilindros de roca viva que parecen colocados allí por gigantes de otros planetas, selvas impenetrables habitadas por antiguas tribus que aún desconocen el uso de los metales. Todo se da a manos llenas en esa región encantada. A Michael le tocó parte del gigantesco proyecto de una de las represas más grandes del mundo en un verde y enmarañado territorio de culebras, sudor y crímenes. Los hombres se instalaban en campamentos provisorios, dejando a sus familias en las ciudades cercanas, pero mis posibilidades de encontrar trabajo por esos lados y de educar a los niños en buenos colegios eran nulas, de modo que nos quedamos en la capital y Michael venía a visitarnos cada seis o siete semanas. Vivíamos en un apartamento en el barrio más ruidoso y denso de la ciudad; para los niños, acostumbrados a caminar al colegio, pasear en bicicleta, jugar en su jardín y visitar a la Granny, eso era el infierno, no podían salir solos por el tráfico y la violencia de la calle, se aburrían encerrados entre cuatro paredes mirando televisión y me rogaban a diario que por favor volviéramos a Chile. No los ayudé a sobrellevar la angustia de esos primeros años, al contrario, mi mal humor enrarecía el aire

que respirábamos. No pude emplearme en ninguno de los trabajos que sabía hacer, de nada sirvió la experiencia ya ganada, las puertas estaban cerradas. Mandé centenares de solicitudes, me presenté a innumerables avisos del periódico y llené una montaña de formularios, sin que nadie contestara, todo quedaba colgado en el aire esperando una respuesta que nunca llegaba. No capté que allí la palabra «no» es de mala educación. Cuando me indicaban que volviera mañana, renacían mis esperanzas, sin comprender que la postergación era una manera amable de rechazo. De la pequeña celebridad que gocé en Chile con la televisión y mis reportajes feministas, pasé al anonimato y la humillación cotidiana de quienes buscan empleo.

Gracias a un amigo chileno pude publicar una columna semanal de humor en un periódico y la mantuve durante muchos años para tener un espacio en la prensa, pero lo hacía por amor al arte, el pago equivalía a la carrera en taxi para ir a dejar el artículo. Hice algunas traducciones, guiones de televisión y hasta una obra de teatro; algunos de esos trabajos me los pagaron a precio de oro y nunca vieron la luz, otros se usaron y no me los pagaron jamás.

Dos pisos más arriba el tío Ramón se vestía cada mañana con sus trajes de Embajador y salía también a solicitar trabajo, pero a diferencia de mí, él no se quejaba jamás. Su caída era más lamentable que la mía, porque venía de más arriba, había perdido mucho, era veinticinco años mayor y la dignidad le debe haber pesado el doble, sin embargo nunca lo vi deprimido. Los fines de semana organizaba paseos a la playa con los niños, verdaderos safaris que él enfrentaba decidido al volante del coche, sudando, con música caribeña en la radio, el chiste en los labios, rascándose las picadas de mosquitos y recordándonos que éramos inmensamente ricos, hasta que por fin podíamos remojarnos en ese tibio mar color turquesa, codo a codo con centenares de otros seres que habían tenido la misma idea. A veces algún miércoles bendito me escapaba a la costa y entonces podía gozar de la playa limpia y vacía, pero esas excursiones solitarias estaban llenas de riesgos. En esos tiempos de soledad y de impotencia necesitaba más que nunca el contacto con la naturaleza, la paz de un bosque, el silencio de una montaña o el arrullo del mar, pero las mujeres no debían ir solas ni al cine, mucho menos a un descampado, donde cualquier desgracia podía suceder. Me sentía prisionera en el apartamento y en mi propia piel, tal como se sentían mis hijos, pero al menos estábamos a salvo de la violencia de la dictadura, acogidos por los vastos espacios de Venezuela. Había encontrado un lugar seguro donde poner la tierra de mi jardín y plantar un nomeolvides, pero aún no lo sabía.

Aguardaba las raras visitas de Michael con impaciencia, pero cuando finalmente lo tenía al alcance de la mano sentía una inexplicable desilusión. Venía cansado por el trabajo y la vida de campamento, no era el hombre que yo había inventado en las noches sofocantes de Caracas. En los meses y años siguientes se nos terminaron las palabras, apenas lográbamos mantener conversaciones neutras, salpicadas de lugares comunes y frases de cortesía.