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— No te los entregaré. Podrás verlos cuando quieras, pero si te vas ahora los pierdes para siempre.

— Eso ya lo veremos…

En el fondo no estaba alarmada, suponía que muy pronto Michael debería ceder, no tenía idea de lo que significa criar hijos, porque hasta entonces había cumplido sus funciones de padre desde una cómoda distancia. Su trabajo no facilitaba las cosas, no podía llevarse a los niños al entorno medio salvaje donde pasaba la mayor parte de su tiempo, y tampoco era posible dejarlos solos en Caracas; estaba segura que antes de un mes me rogaría desesperado que me hiciera cargo de ellos.

Salí del invierno fúnebre de Montevideo y aterricé al otro día en el agosto hirviente de Madrid, dispuesta a vivir el amor hasta las últimas consecuencias. De la ilusión romántica que había inventado en encuentros clandestinos y cartas apresuradas, caí en la realidad sórdida de la pobreza, que noches y días de incansables abrazos que no lograban mitigar.

Alquilamos un apartamento pequeño y sin luz en una población obrera de las afueras de la ciudad, entre docenas de edificios de ladrillo rojo exactamente iguales. No había nada verde, no crecía un solo árbol por esos lados, sólo se veían patios de tierra, canchas deportivas, cemento, asfalto y ladrillo. Sentía esa fealdad como un bofetón. Eres una burguesa muy mimada, se burlaba sonriendo el amante entre beso y beso, pero en el fondo su reproche era en serio. Adquirimos en el mercado de las pulgas una cama, una mesa, tres sillas, unos cuantos platos y ollas, que un hombronazo malhumorado transportó en su destartalada camioneta. En un capricho irresistible compré también un florero, pero nunca sobró dinero para ponerle flores. Por las mañanas salíamos a buscar trabajo, por las tardes volvíamos extenuados y con las manos vacías. Sus amigos nos

evitaban, las promesas se hacían sal y agua, las puertas se cerraban, nadie respondía nuestras solicitudes y el dinero disminuía rápidamente. En cada niño que jugaba en la calle me parecía reconocer a los míos, la separación de mis hijos me dolía físicamente; llegué a pensar que esa quemadura constante en el estómago eran úlceras o cáncer. Hubo momentos en que debí elegir entre comprar pan o estampillas para una carta a mi madre y pasé días en ayunas. Traté de escribir una obra musical con él, pero la complicidad simpática de las meriendas en el parque y las tardes junto al piano empolvado del teatro en Caracas se había agotado, la angustia nos separaba, las diferencias eran cada vez más visibles, los defectos de cada uno se magnificaban. De los hijos preferíamos no hablar, porque cada vez que los mencionábamos crecía un abismo entre los dos; yo andaba triste y él huraño. Los asuntos más superfluos se convertían en motivos de pelotera, las reconciliaciones eran verdaderos torneos apasionados que nos dejaban medio aturdidos.

Así pasaron tres meses. En ese tiempo no encontré empleo ni amigos, se terminaron mis últimos ahorros y se agotó mi pasión por un hombre que seguramente merecía mejor suerte. Debe haber sido un infierno para él soportar mi angustia por los niños ausentes, mis carreras al correo y mis viajes nocturnos al aeropuerto, donde un chileno ingenioso conectaba cables a los aparatos de teléfono para lograr comunicaciones internacionales sin pagar. Allí nos juntábamos a espaldas de la policía los refugiados pobres de América del Sur–los sudacas, como nos llamaban con desprecio–a hablar con nuestras familias al otro lado del mundo.

Así me enteré que Michael había vuelto a su trabajo y los niños estaban solos, vigilados por mis padres desde su apartamento dos pisos más arriba, que Paula había asumido las tareas de la casa y el cuidado de su hermano con severidad de sargento, y que Nicolás se había fracturado un brazo y estaba adelgazando a ojos vista, porque no quería comer. Entretanto mi amor se deshacía en hilachas, destrozado por los inconvenientes de la miseria y la nostalgia. Pronto descubrí que mi enamorado se desmoralizaba con facilidad ante los problemas cotidianos y caía en depresiones o arranques de humor frenético; no pude imaginar a mis hijos con tal padrastro y por eso cuando Michael aceptó finalmente que no podía cuidarlos y se dispuso a enviármelos, supe que había tocado fondo y no podía continuar engañándome con cuentos de hadas. Había seguido al flautista en un trance hipnótico como las ratas de Hamelín, pero no podía arrastrar a mi familia a igual suerte. Esa noche examiné con claridad mis innumerables errores de los últimos años, desde los riesgos absurdos que había corrido en plena dictadura y que me obligaron a salir de Chile, hasta los silencios educados que me separaron de Michael y la forma imprudente en que escapé de mi casa sin dar una explicación ni encarar los aspectos básicos de un divorcio. Esa noche terminó mi juventud y entré en otra etapa de la existencia. Basta, dije. A las cinco de la madrugada me fui al aeropuerto, conseguí pasar una llamada gratis y hablé con el tío Ramón para que me mandara dinero para el pasaje en avión. Le dije adiós al amante con la certeza de que no volvería a verlo y once horas después aterricé en Venezuela derrotada, sin equipaje y sin otros planes que abrazar a mis hijos y no soltarlos nunca más. En el aeropuerto me esperaba Michael, me recibió con un beso casto en la frente y los ojos llenos de lágrimas, dijo emocionado que lo sucedido era responsabilidad suya por no haberse ocupado mejor de mí, y me pidió que por consideración a los años compartidos y por amor a la familia le diera otra oportunidad y empezáramos de nuevo. Necesito tiempo, respondí agobiada por su nobleza y furiosa sin saber por qué. En silencio condujo el automóvil cerro arriba hacia Caracas y al llegar a casa anunció que me daría todo el tiempo que quisiera, él partiría a su trabajo en la selva

y tendríamos pocas ocasiones de vernos.

Hoy es mi cumpleaños, cumplo medio siglo. Tal vez por la tarde vengan amigos a visitarnos, aquí llega la gente sin previo aviso, es una casa abierta donde los vivos y los muertos andan de la mano. La adquirimos hace unos años, cuando Willie y yo comprendimos que el amor a primera vista no daba señales de disminuir y necesitábamos una casa más grande que la suya. Al verla nos pareció que nos estaba esperando, mejor dicho, nos estaba llamando. Tenía un aspecto cansado, las maderas estaban descascaradas, necesitaba muchas reparaciones y por dentro era oscura, pero tenía una vista espectacular de la bahía y un alma benevolente.

Nos dijeron que la antigua propietaria había muerto aquí hacía pocos meses y pensamos que había sido feliz entre estas paredes, porque los cuartos aún contenían su memoria. La compramos en media hora sin regatear y en los años siguientes se convirtió en el refugio de una verdadera tribu anglo–latina, donde resuenan palabras en español y en inglés, hierven en la cocina cacerolas de comistrajos picantes y se sientan a la mesa muchos comensales. Las piezas se estiran y multiplican para acomodar a todos los que llegan: abuelos, nietos, hijos de Willie y ahora Paula, esta niña que lentamente se va convirtiendo en ángel. En sus cimientos habita una colonia de zorrillos y cada tarde aparece la misteriosa gata parda, que por lo visto nos ha adoptado. Días atrás depositó sobre la cama de mi hija un pájaro de alas azules recién cazado, todavía sangrante, imagino que es su fina manera de retribuir las atenciones. En los últimos cuatro años la casa se ha transformado con grandes claraboyas para que entren el sol y las estrellas, alfombras y paredes blancas, baldosas mexicanas y un pequeño jardín. Contratamos a un equipo de chinos para hacer un cuarto de guardar, pero no entendían inglés, se les confundieron las instrucciones y cuando nos dimos cuenta habían agregado en la planta baja dos piezas, un baño y un extraño recinto que terminó convertido en la carpintería de Willie. En el sótano he escondido horribles sorpresas para los nietos: un esqueleto de yeso, mapas con tesoros, baúles con disfraces de piratas y joyas de fantasía.

Tengo la esperanza de que un subterráneo siniestro sea buen incentivo para la imaginación, al menos para mí lo fue el de mi abuelo. Por las noches la casa se sacude, gime y bosteza, se me ocurre que deambulan por los cuartos los recuerdos de sus habitantes, los personajes que escapan de los libros y de los sueños, el suave fantasma de la antigua dueña y el alma de Paula, que a ratos se libera de las dolorosas ataduras de su cuerpo. Las casas necesitan nacimientos y muertes para convertirse en hogares.