Mi amiga Marilena nunca supo la causa de la extraordinaria bonanza de ese año, pero no creyó que fuera durable; estaba cansada de luchar con el presupuesto y contemplaba la posibilidad de un cambio de rumbo. Discutiendo el asunto, surgió la idea–inspirada por
los efluvios del conjuro que aún perduraba en las ranuras del suelo–de transformar el Instituto en una escuela donde sería posible aplicar sus estupendas teorías educacionales para resolver en serio los problemas de aprendizaje y de paso eliminar los sobresaltos de nuestro libro de contabilidad. Ése fue el comienzo de una sólida empresa que se transformó en pocos años en uno de los más respetables colegios de esa ciudad.
Tengo mucho tiempo para meditar en este otoño de California. Debo acostumbrarme a mi hija y no recordarla como la joven graciosa y alegre de antes, ni perderme tampoco en visiones pesimistas del futuro, sino tomar cada día como venga, sin esperar milagros.
Paula depende de mí para sobrevivir, ha vuelto a pertenecerme, está otra vez en mis brazos como un recién nacido, terminaron para ella las celebraciones y los esfuerzos de la vida. La instalo en la terraza arropada en chales, frente a la bahía de San Francisco y los rosales de Willie, cargados de flores desde que salieron de los barriles y echaron raíces en tierra firme. A veces mi hija abre los ojos y mira fijamente la superficie iridiscente del agua, me coloco en la línea de su mirada, pero no me ve, sus pupilas son como pozos sin fondo. Sólo puedo comunicarme con ella de noche, cuando viene a visitarme en sueños. Duermo a sobresaltos y a menudo despierto con la certeza de que me llama, me levanto apurada y corro a su pieza, donde casi siempre algo falla: su temperatura o su presión se han disparado, está transpirando o tiene frío, está mal colocada y tiene calambres. La mujer que la cuida de noche suele dormirse cuando terminan los programas de televisión en español. En esas ocasiones me tiendo en la cama con Paula y la sostengo contra mi pecho acomodándola lo mejor posible porque es más grande que yo, mientras pido paz para ella, pido que descanse en la serenidad de los místicos, que habite un paraíso de armonía y silencio, que encuentre a ese Dios que tanto buscó en su corta trayectoria. Pido inspiración para adivinar sus necesidades y ayuda para mantenerla cómoda, así su espíritu puede viajar sin perturbaciones hacia el lugar de los encuentros. ¿Qué sentirá?
Suele estar asustada, temblorosa, con los ojos desorbitados, como si viera visiones de infierno, en cambio otras veces permanece ausente e inmóvil, como si ya se hubiera alejado de todo. La vida es un milagro y para ella terminó de súbito, sin darle tiempo de despedirse o de sacar sus cuentas, cuando iba lanzada hacia adelante en el vértigo de la juventud. Se le truncó el impulso cuando comenzaba a preguntarse por el sentido de las cosas y me dejó el encargo de encontrar la respuesta. A veces paso la noche deambulando por la casa, como los misteriosos zorrillos del sótano que suben a comerse el alimento de la gata, o el fantasma de mi abuela que escapa de su espejo para charlar conmigo. Cuando ella se duerme vuelvo a mi cama y me abrazo a la espalda de Willie con los ojos fijos en los números verdes del reloj, las horas pasan inexorables, agotando el presente, ya es futuro. Debiera tomar las pastillas de la doctora Forrester, no sé para qué las acumulo como un tesoro, escondidas en el canasto de las cartas de mi madre.
Algunas madrugadas veo salir el sol en los grandes ventanales de la pieza de Paula; en cada amanecer el mundo se crea de nuevo, se tiñe el cielo en tonos de naranja y se levanta sobre el agua el vapor de la noche, envolviendo el paisaje en encajes brumosos, como una delicada pintura japonesa. Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena. En estos largos meses me he ido pelando como una cebolla, velo a velo, cambiando, ya no soy la misma mujer, mi hija me ha dado la oportunidad de mirar dentro de mí y descubrir esos espacios interiores, vacíos, oscuros y extrañamente apacibles, donde nunca antes había explorado. Son lugares sagrados y para llegar a ellos debo recorrer un camino angosto y lleno de obstáculos, vencer las fieras de la imaginación que
me salen al paso. Cuando el terror me paraliza, cierro los ojos y me abandono con la sensación de sumergirme en aguas revueltas, entre los golpes furiosos del oleaje. Por unos instantes que son en verdad eternos, creo que me estoy muriendo, pero poco a poco comprendo que sigo viva a pesar de todo, porque en el feroz torbellino hay un resquicio misericordioso que me permite respirar. Me dejo arrastrar sin oponer resistencia y poco a poco el miedo retrocede. Flotando entro en una caverna submarina y allí me quedo un rato en reposo, a salvo de los dragones de la desgracia. Lloro sin sollozos, desgarrada por dentro, como tal vez lloran los animales, pero entonces termina de salir el sol y llega la gata a pedir su desayuno y escucho los pasos de Willie en la cocina y el olor del café invade la casa. Empieza otro día, como todos los días.
Año Nuevo de 1981. Ese día calculé que en agosto cumpliría cuarenta años y hasta entonces no había hecho nada realmente importante. ¡Cuarenta! Era el comienzo de la decrepitud y no me costaba mucho imaginarme sentada en una mecedora tejiendo calcetas. Cuando era una niña solitaria y rabiosa en la casa de mi abuelo, soñaba con proezas heroicas: sería una actriz famosa y en vez de comprarme pieles y joyas, daría todo mi dinero a un orfelinato, descubriría una vacuna contra los huesos quebrados, taparía con un dedo el hoyo del dique y salvaría otra aldea holandesa. Quería ser Tom Sawyer, el Pirata Negro o Sandokán, y después que leí a Shakespeare e incorporé la tragedia a mi repertorio, quería ser como esos personajes espléndidos que después de vivir exageradamente, morían en el último acto. La idea de convertirme en una monja anónima se me ocurrió mucho más tarde.
En esa época me sentía diferente a mis hermanos y a otros niños, no lograba ver el mundo como los demás, me parecía que los objetos y las personas solían volverse transparentes y que las historias de los libros y los sueños eran más ciertas que la realidad. A veces me asaltaban instantes de lucidez aterradora y creía adivinar el futuro o el pasado remoto, mucho antes de mi nacimiento, como si todos los tiempos coincidieran simultáneamente en el mismo espacio y de pronto, a través de un ventanuco que se abría por una fracción de segundo, yo pasaba a otras dimensiones.