Dicen que nunca se termina un libro, que simplemente el autor se da por vencido; en este caso mis abuelos, molestos tal vez al ver sus memorias tan traicionadas, me obligaron a poner la palabra fin. Había escrito mi primer libro. No sabía que esas páginas me cambiarían la vida, pero sentí que había terminado un largo tiempo de parálisis y mudez.
Até la pila de hojas con la misma cinta que había usado durante un año y se la pasé tímidamente a mi madre, quien volvió a los pocos días preguntando, con expresión de horror, cómo me atrevía a revelar secretos familiares y a describir a mi padre como un degenerado, dándole además su propio apellido. En esas páginas yo había introducido a un conde francés con un nombre escogido al azar: Bilbaire. Supongo que lo oí alguna vez, lo guardé en un compartimiento olvidado y al crear al personaje lo llamé así sin la menor
conciencia de haber utilizado el apellido materno de mi progenitor. Con la reacción de mi madre renacieron algunas sospechas sobre mi padre que atormentaron mi niñez. Para complacerla decidí cambiar el apellido y después de mucho buscar encontré una palabra francesa con una letra menos, para que cupiera con holgura en el mismo espacio, pude borrar Bilbaire con corrector en el original y escribir encima Satigny, tarea que me tomó varios días revisando página por página, metiendo cada hoja en el rodillo de la máquina portátil y consolándome de ese trabajo artesanal con la idea de que Cervantes escribió El Quijote con una pluma de pájaro, a la luz de una vela, en prisión y con la única mano que le quedaba. A partir de ese cambio mi madre entró con entusiasmo en el juego de la ficción, participó en la elección del título La casa de los espíritus y aportó ideas estupendas, incluso algunas para ese conde controversial. A ella, que tiene una imaginación morbosa, se le ocurrió que entre las fotografías escabrosas que coleccionaba ese personaje había «una llama embalsamada cabalgando sobre una mucama coja». Desde entonces mi madre es mi editora y la única persona que corrige mis libros, porque alguien con capacidad de crear algo tan retorcido merece toda mi confianza. También fue ella quien insistió en publicarlo, se puso en contacto con editores argentinos, chilenos y venezolanos, mandó cartas a diestra y siniestra y no perdió la esperanza, a pesar de que nadie se dio la molestia de leer el manuscrito o de contestarnos. Un día conseguimos el nombre de una persona que podía ayudarnos en España. Yo no sabía que existieran agentes literarios, la verdad es que, como la mayor parte de los seres normales, tampoco había leído crítica y no sospechaba que los libros se analizan en universidades con la misma seriedad con que se estudian los astros en el firmamento. De haberlo sabido, no me habría atrevido a publicar ese montón de páginas manchadas de sopa y corrector líquido, que el correo se encargó de colocar sobre el escritorio de Carmen Balcells en Barcelona. Esa catalana magnífica, madraza de casi todos los grandes escritores latinoamericanos de las últimas tres décadas, se dio el trabajo de leer mi libro y a las pocas semanas me llamó para anunciarme que estaba dispuesta a ser mi agente y advertirme que si bien mi novela no estaba mal, eso no significaba nada, cualquiera puede acertar con un primer libro, sólo el segundo probaría que yo era una escritora. Seis meses más tarde fui invitada a España para la publicación de la novela. El día antes de partir mi madre ofreció a la familia una cena para celebrar el acontecimiento. A la hora de los postres el tío Ramón me entregó un paquete y al abrirlo apareció ante mis ojos maravillados el primer ejemplar recién salido de las máquinas, que él consiguió con malabarismos de viejo negociante, suplicando a los editores, movilizando a los Embajadores de dos continentes y utilizando la valija diplomática para que me llegara a tiempo. Es imposible describir la emoción de ese momento, basta decir que nunca más he vuelto a sentirla con otros libros, con traducciones a idiomas que creía ya muertos, o con las adaptaciones al cine o al teatro, ese ejemplar de La casa de los espíritus con una franja rosada y una mujer con pelo verde tocó mi corazón profundamente. Partí a Madrid con el libro en el regazo, bien expuesto a la vista de quien quisiera mirar, acompañada por Michael, tan orgulloso de mi proeza como mi madre.
Ambos entraban a las librerías preguntando si tenían mi libro y armaban una escena si les decían que no y otra si les decían que sí, porque no lo habían vendido. Carmen Balcells nos recibió en el aeropuerto envuelta en un abrigo de piel morado y al cuello una bufanda de seda color malva que arrastraba por el suelo como la cola desmayada de un cometa, me abrió los brazos y desde ese momento se convirtió en mi ángel protector. Ofreció un festín para presentarme a la intelectualidad española, pero yo estaba tan asustada que pasé buena parte de la velada escondida en el baño.
Esa noche en su casa vi por primera y única vez un kilo de caviar del Irán y cucharas soperas a disposición de los comensales, una extravagancia faraónica totalmente injustificada porque de todos modos yo era una pulga y ella no sospechaba entonces la trayectoria afortunada que tendría esa novela, pero seguro la conmovieron mi apellido ilustre y mi aspecto de provinciana. Aún recuerdo la pregunta inicial en la entrevista que me hizo el más renombrado crítico literario del momento: ¿puede explicar la estructura cíclica de su novela? Debo haberlo mirado con expresión bovina porque no sabía de qué diablos me hablaba, creía que sólo los edificios tienen estructura y lo único cíclico de mi repertorio eran la luna y la menstruación. Poco después los mejores editores europeos, desde Finlandia hasta Grecia, compraron la traducción y así se disparó el libro en una carrera meteórica.
Se había producido uno de esos raros milagros que todo autor sueña, pero yo no alcancé a darme cuenta del éxito escandaloso hasta año y medio más tarde, cuando ya estaba a punto de terminar una segunda novela nada más que para probar a Carmen Balcells mi condición de escritora y demostrarle que el kilo de caviar no había sido pura pérdida.
Seguí trabajando doce horas diarias en el colegio, sin atreverme a renunciar, porque el contrato millonario de Michael, conseguido en parte con el ensalmo líquido de la señora de la limpieza, se había hecho humo. Por una de esas coincidencias tan precisas que parecen metáforas, su trabajo se vino al suelo el mismo día que yo presentaba mi libro en Madrid. Al descender del avión en el aeropuerto de Caracas nos salió al encuentro su socio con la mala noticia; se borró la alegría de mi triunfo y fue reemplazada por los nubarrones de su desgracia. Denuncias de corrupción y soborno en el banco que financiaba la obra obligaron a la justicia a intervenir, congelaron los pagos y se paralizó la construcción. La prudencia indicaba cerrar la oficina de inmediato y tratar de liquidar lo más posible, pero él creyó que el banco era demasiado poderoso y había muchos intereses políticos de por medio como para que el conflicto se eternizara, concluyó que si lograba mantenerse a flote por un tiempo todo se arreglaría y el contrato volvería a sus manos. Entretanto su socio, más diestro en esas reglas del juego, desapareció con su parte del dinero dejándolo sin trabajo y sumido en un creciente abismo de deudas. Las preocupaciones acabaron por agotar a Michael, pero se negó a admitir su fracaso y su depresión hasta que un día cayó desmayado. Paula y Nicolás lo llevaron en brazos a la cama y yo traté de reanimarlo con agua y bofetones, como había visto en las películas. Más tarde el médico diagnosticó azúcar en la sangre y comentó divertido que la diabetes no se cura con baldes de agua fría. Volvió a desmayarse con alguna frecuencia y todos acabamos por acostumbrarnos. No habíamos oído la palabra porfiria y nadie atribuyó sus síntomas a ese raro desorden del metabolismo, pasarían tres años antes que una sobrina cayera muy enferma y después de meses de exhaustivos análisis los médicos de una clínica norteamericana diagnosticaran la enfermedad; la familia completa debió examinarse y así descubrimos que Michael, Paula y Nicolás padecen esa condición.