pero nunca lo logró del todo, era un hombre derrotado por su corazón gentil. Ocupaba una pieza grande en el primer piso de la casa, donde sonaban cada hora las campanadas fúnebres de un reloj de torre. La puerta se mantenía cerrada y rara vez me atreví a golpear, pero por las mañanas pasaba a saludarlo antes de ir al colegio y a veces me autorizaba para revisar el cuarto en busca de un chocolate que escondía para mí. Nunca lo oí quejarse, era de una reciedumbre heroica, pero a menudo se le aguaban los ojos y cuando se creía solo hablaba con el recuerdo de su mujer. Con los años y las penas ya no pudo controlar el llanto, se limpiaba las lágrimas a manotazos, furioso por su propia debilidad, me estoy poniendo viejo, caramba, gruñía. Al quedar viudo abolió las flores, los dulces, la música y todo motivo de alegría; el silencio penetró en la casa y en su alma.
La situación de mis padres era ambigua, porque en Chile no hay divorcio, pero no fue difícil convencer a Tomás de anular el matrimonio y así mis hermanos y yo quedamos convertidos en hijos de madre soltera. Mi padre, quien por lo visto no tenía gran interés en incurrir en gastos de manutención, cedió también la tutela de sus hijos y luego se esfumó sin bulla, mientras el círculo social en torno a mi madre se cerraba apretadamente para acallar el escándalo. El único bien que exigió al firmar la nulidad matrimonial fue la devolución de su escudo de armas, tres perros famélicos en un campo azul, que obtuvo de inmediato porque mi madre y el resto de la familia se reían a carcajadas de los blasones. Con la partida de ese irónico escudo desapareció cualquier linaje que pudiéramos reclamar, de un plumazo quedamos sin estirpe. La imagen de Tomás se diluyó en el olvido. Mi abuelo no quiso oír hablar de su antiguo yerno y tampoco admitió quejas en su presencia, por algo había advertido a su hija que no se casara. Ella consiguió un modesto empleo en un banco, cuyo principal atractivo era la posibilidad de jubilarse con sueldo completo al término de treinta y cinco años de abnegada labor y el mayor inconveniente era la concupiscencia del director que solía acosarla por los rincones. En el caserón familiar vivían también un par de tíos solteros que se encargaron de poblar mi infancia de sobresaltos.
Mi preferido era el tío Pablo, un joven huraño y solitario, moreno, de ojos apasionados, dientes albos, pelo negro y tieso peinado con gomina hacia atrás, bastante parecido a Rodolfo Valentino, siempre ataviado con un abrigo de grandes bolsillos donde escondía los libros que se robaba en las bibliotecas públicas y en las casas de sus amigos. Le imploré muchas veces que se casara con mi mamá, pero me convenció que de las relaciones incestuosas nacen siameses pegados, entonces cambié de rumbo y le hice la misma súplica a Benjamín Viel, por quien sentía una admiración incondicional. El tío Pablo fue un gran aliado de su hermana, deslizaba billetes en su cartera, la ayudó a mantener a los hijos y la defendió de chismes y otras agresiones. Enemigo de sentimentalismos, no permitía que nadie lo tocara ni le respirara cerca, consideraba el teléfono y el correo como invasiones a su privacidad, se sentaba a la mesa con un libro abierto junto al plato para desalentar cualquier atisbo de conversación y trataba de atemorizar al prójimo con modales de salvaje, pero todos sabíamos que era un alma compasiva y que en secreto, para que nadie sospechara su vicio, socorría a un verdadero ejército de necesitados. Era el brazo derecho del Tata, su mejor amigo y socio en la empresa de criar ovejas y exportar lana a Escocia. Las empleadas de la casa lo adoraban y a pesar de sus hoscos silencios, sus mañas y bromas pesadas, le sobraban amigos. Muchos años más tarde, este excéntrico atormentado por el comején de la lectura, se enamoró de una prima encantadora que había sido criada en el campo y entendía la vida en términos de trabajo y religión.
Esa rama de la familia, gente muy conservadora y formal, debió soportar estoicamente las rarezas del pretendiente. Un día mi tío compró una cabeza de vaca en el mercado, pasó dos días raspándola y limpiándola por dentro, ante el asco nuestro, que no habíamos visto de cerca nada tan fétido ni tan monstruoso, y terminada la faena se presentó el domingo después de misa en casa de su novia, vestido de etiqueta y con la cabezota puesta, como una máscara.
Pase, don Pablito, lo saludó al instante y sin inmutarse la empleada que abrió la puerta. En el dormitorio de mi tío había repisas con libros del suelo hasta el techo y al centro un camastro de anacoreta, donde pasaba gran parte de la noche leyendo. Me había convencido que en la oscuridad los personajes abandonan las páginas y recorren la casa; yo escondía la cabeza bajo las sábanas por miedo al Diablo en los espejos y a esa multitud de personajes que deambulaban por las piezas reviviendo sus aventuras y pasiones: piratas, cortesanas, bandidos, brujas y doncellas. A las ocho y media debía apagar la luz y dormir, pero el tío Pablo me regaló una linterna para leer entre las sábanas; desde entonces tengo una inclinación perversa por la lectura secreta.
Resultaba imposible aburrirse en esa casa llena de libros y de parientes estrafalarios, con un sótano prohibido, sucesivas camadas de gatos recién nacidos–que Margara ahogaba en un balde con agua–y la radio de la cocina, encendida a espaldas de mi abuelo, donde atronaban canciones de moda, noticias de crímenes horrendos y novelas de despecho. Mis tíos inventaron los juegos bruscos, feroz diversión que consistía básicamente en atormentar a los niños hasta hacerlos llorar. Los recursos eran siempre novedosos, desde pegar en el techo el billete de diez pesos que nos daban de mesada, donde podíamos verlo pero no alcanzarlo, hasta ofrecernos bombones a los cuales les habían quitado con una jeringa el relleno de chocolate para reemplazarlo por salsa picante. Nos lanzaban dentro de un cajón desde lo alto de la escalera, nos colgaban cabeza abajo sobre el excusado amenazaban con tirar la cadena, llenaban el lavatorio con alcohol, le encendían fuego y nos ofrecían una propina si metíamos la mano, apilaban cauchos viejos del automóvil de mi abuelo y nos colocaban dentro, donde chillábamos de susto en la oscuridad, medio asfixiados por el olor a goma podrida. Cuando cambiaron la antigua cocina a gas por una eléctrica, nos paraban sobre las hornillas, las encendían a temperatura baja y empezaban a contarnos un cuento, a ver si el calor en la suela de los zapatos podía más que el interés por la historia, mientras nosotros saltábamos de un pie a otro. Mi madre nos defendía con el ardor de una leona, pero no siempre estaba cerca para protegernos, en cambio el Tata tenía la idea que los juegos bruscos fortalecían el carácter, eran una forma de educación. La teoría de que la infancia debe ser un período de inocencia plácida no existía entonces, ése fue un invento posterior de los norteamericanos, antes se esperaba que la vida fuera dura y para eso nos templaban los nervios. Los métodos didácticos se fundamentaban en la resistencia: mientras más pruebas inhumanas superaba un crío, mejor preparado estaba para los albures de la edad adulta. Admito que en mi caso dio buen resultado y si fuera consecuente con esa tradición habría martirizado a mis hijos y ahora lo estaría haciendo con mi nieto, pero tengo el corazón blando.
Algunos domingos de verano íbamos con la familia al San Cristóbal, un cerro en el medio de la capital que entonces era salvaje y hoy es un parque. A veces nos acompañaban Salvador y Tencha Allende con sus tres hijas y sus perros. Allende ya era un político de renombre, el diputado más combativo de la izquierda y blanco del odio de la derecha, pero para nosotros era sólo un tío más.
Subíamos a duras penas por senderos mal trazados entre malezas y pastizales, llevando canastos con comida y chales de lana. Arriba buscábamos un lugar despejado, con vista de la ciudad tendida a nuestros pies, tal como veinte años después haría yo durante el Golpe Militar por motivos muy diferentes, y dábamos cuenta de la merienda, defendiendo los trozos de pollo, los huevos cocidos y las empanadas de los perros y del invencible avance de las hormigas.
Los adultos descansaban mientras los primos nos escondíamos entre los arbustos para jugar al doctor. A veces se escuchaba el rugido ronco y lejano de un león, que nos llegaba desde el otro lado del cerro, donde estaba el zoológico. Una vez por semana alimentaban a las fieras con animales vivos para que la excitación de la caza y la descarga de adrenalina los mantuviera sanos; los grandes felinos devoraban un burro viejo, las boas tragaban ratones, las hienas engullían conejos; decían que allí iban a parar los canes y gatos callejeros recogidos por la perrera y que siempre había listas de gente esperando una invitación para asistir a ese pavoroso espectáculo. Yo soñaba con esas pobres bestias atrapadas en las jaulas de los grandes carnívoros y me retorcía de angustia pensando en los primeros cristianos en el coliseo romano, porque en el fondo de mi alma estaba segura que si me daban a elegir entre renunciar a la fe o convertirme en almuerzo de un tigre de Bengala, no dudaría en escoger lo primero. Después de comer bajábamos corriendo empujándonos, rodando por la parte más abrupta del cerro; Salvador Allende adelante con los perros, su hija Carmen Paz y yo siempre las últimas. Llegábamos abajo con las rodillas y las manos cubiertas de arañazos y peladuras, cuando los demás ya se habían cansado de esperarnos. Aparte de esos domingos y de las vacaciones del verano, la existencia era de sacrificio y esfuerzo. Esos años fueron muy difíciles para mi madre, enfrentaba penurias, chismes y desaires de quienes antes fueron sus amigos, su sueldo en el banco apenas alcanzaba para alfileres y lo redondeaba cosiendo sombreros. Me parece verla sentada a la mesa del comedor–la misma mesa de roble español que hoy me sirve de escritorio en California–probando terciopelos, cintas y flores de seda. Los enviaba por barco en cajas redondas a Lima, donde iban a dar a manos de las más encopetadas damas de la sociedad. Así y todo no podía subsistir sin ayuda del Tata y del tío Pablo. En el colegio me dieron una beca condicionada a mis notas, no sé cómo la consiguió, pero imagino que debe haberle costado más de una humillación. Pasaba horas haciendo cola en hospitales con mi hermano menor Juan, quien a punta de cuchara de palo aprendió a tragar, pero sufría los peores trastornos intestinales y se convirtió en caso de estudio para los médicos hasta que Margara descubrió que devoraba pasta dentífrica y lo curó del vicio a correazos. Se convirtió en una mujer agobiada de responsabilidades, padecía insoportables dolores de cabeza que la tumbaban por dos o tres días y la dejaban exangüe. Trabajaba mucho y tenía poco control sobre su vida o sus hijos. Margara, que con el tiempo se fue endureciendo hasta llegar a ser una verdadera tirana, intentaba por todos los medios alejarla de nosotros; cuando ella regresaba del banco por las tardes ya estábamos bañados, comidos y en la cama. No me alborote a los niños, gruñía.