disciplina, es como bordar una compleja tapicería con hilos de muchos colores, se trabaja por el revés, pacientemente, puntada a puntada, cuidando los detalles para que no queden nudos visibles, siguiendo un diseño vago que sólo se aprecia al final, cuando se coloca la última hebra y se voltea el tapiz al derecho para ver el dibujo terminado. Con un poco de suerte, el encanto del conjunto disimula los defectos y torpezas de la tarea. En un cuento, en cambio, todo se ve, no debe sobrar o faltar nada, se dispone del espacio justo y de poco tiempo, si se corrige demasiado se pierde esa ráfaga de aire fresco que el lector necesita para echar a volar. Es como lanzar una flecha, se requieren instinto, práctica y precisión de buen arquero, fuerza para disparar, ojo para medir la distancia y la velocidad, buena suerte para dar en el blanco.
La novela se hace con trabajo, el cuento con inspiración; para mí es un género tan difícil como la poesía, no creo que vuelva a intentarlo a menos que, como esos Cuentos de Eva Luna, me caigan del cielo. Una vez más comprobé que el tiempo a solas con la escritura es mi tiempo mágico, la hora de las brujerías, lo único que me salva cuando todo a mi alrededor amenaza con venirse abajo.
El último cuento de esa colección, De barro estamos hechos, está basado en una tragedia ocurrida en Colombia en 1985, cuando la violenta erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha de nieve derretida que se deslizó por la ladera de la montaña y sepultó por completo una aldea. Miles de personas perecieron, pero el mundo recuerda la catástrofe sobre todo por Omaira Sánchez, una niña de trece años que quedó atrapada en el barro. Durante tres días agonizó con pavorosa lentitud ante fotógrafos, periodistas y camarógrafos de televisión, que acudieron en helicópteros. Sus ojos en la pantalla me han apenado desde entonces. Tengo todavía su fotografía sobre mi escritorio, una y otra vez la he contemplado largamente tratando de entender el significado de su martirio. Tres años más tarde en California traté de exorcizar esa pesadilla relatando la historia, quise describir el tormento de esa pobre niña sepultada en vida, pero a medida que escribía me fui dando cuenta que ésa no era la esencia del cuento. Le di otra vuelta, a ver si podía narrar los hechos desde los sentimientos del hombre que acompaña a la chica durante esos tres días; pero cuando terminé esa versión comprendí que tampoco se trataba de eso. La verdadera historia es la de una mujer–y esa mujer soy yo–que observa en una pantalla al hombre que sostiene a la niña. El cuento es sobre mis sentimientos y los cambios inevitables que experimenté al presenciar la agonía de esa criatura. Al publicarse en una colección de cuentos creí que había cumplido con Omaira, pero pronto advertí que no era así, ella es un ángel persistente que no me dejará olvidarla. Cuando Paula cayó en coma y la vi prisionera en una cama, inerte, muriendo de a poco ante la mirada impotente de todos nosotros, el rostro de Omaira Sánchez me vino a la mente. Mi hija quedó atrapada en su propio cuerpo, tal como esa niña lo estaba en el barro. Recién entonces comprendí por qué he vivido tantos años pensando en ella y pude descifrar por fin el mensaje de sus intensos ojos negros: paciencia, coraje, resignación, dignidad ante la muerte. Si escribo algo, temo que suceda, si amo demasiado a alguien temo perderlo; sin embargo no puedo dejar de escribir ni de amar…
Dado que la furia devastadora de mi escoba no había logrado penetrar realmente en el caos de esa vivienda, convencí a Willie que era más fácil mudarse que limpiar, y es así como vinimos a parar a esta casa de los espíritus. Ese año Paula conoció a Ernesto y se instalaron juntos por un tiempo en Virginia, mientras Nicolás, solo en el caserón de Caracas, nos reclamaba por haberlo abandonado. Al poco tiempo Celia apareció en su vida para revelarle ciertos misterios y en la euforia del amor recién descubierto su hermana y
su madre pasaron a segundo término.
Hablábamos por teléfono en complicadas comunicaciones triangulares para contarnos las últimas aventuras y comentar eufóricos la tremenda casualidad de habernos enamorado los tres al mismo tiempo. Paula esperaba terminar sus estudios para irse con Ernesto a España, donde iniciarían la segunda etapa de su vida juntos.
Nicolás nos explicó que su novia pertenecía al sector más reaccionario de la Iglesia Católica, no era cuestión de dormir bajo el mismo techo sin casarse, por lo mismo planeaban hacerlo lo antes posible. Resultaba difícil entender qué tenía en común con una muchacha de ideas tan diferentes a las suyas, pero él replicó con gran parsimonia que Celia era sensacional en todo lo demás y si no la presionábamos seguro abandonaría su fanatismo religioso.
Una vez más el tiempo le dio la razón. La estrategia imbatible de mi hijo es mantenerse firme en su posición, soltar la rienda y esperar, evitando confrontaciones inútiles. A la larga vence por cansancio. A los cuatro años, cuando le exigí que hiciera su cama, replicó en su media lengua que estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo doméstico menos ése. Fue inútil tratar de obligarlo, primero sobornó a Paula y luego imploró a la Granny, que se metía a hurtadillas por una ventana para ayudarlo hasta que la sorprendí y tuvimos la única pelea de nuestras vidas. Pensé que la testarudez de Nicolás no sería eterna, pero cumplió veintidós años echado por el piso con los perros, como un mendigo. Ahora que tenía novia el problema de la cama salía de mis manos. Mientras se iniciaba en el amor con Celia y estudiaba computación en la universidad, aprendió karate y kung–fú para defenderse en una emergencia, porque el hampa caraqueña había marcado su casa y entraban a robar a plena luz de día, posiblemente con el beneplácito de la policía. A través de nuestra incansable correspondencia mi madre estaba enterada de los pormenores de mi aventura en los Estados Unidos, pero igual se llevó una sorpresa cuando vino de visita a mi nuevo hogar. Para darle una buena impresión almidoné los manteles, disimulé con maceteros de plantas las manchas del perro, hice jurar a Harleigh que se portaría como un ser humano y a su padre que no diría palabrotas en español delante de ella. Willie no sólo pulió su vocabulario, también se desprendió de las botas de vaquero y fue donde un dermatólogo para que le borrara el tatuaje de la mano con un rayo láser, pero se dejó la calavera en el brazo porque sólo yo la veo. Mi madre fue la primera en pronunciar la palabra matrimonio, tal como hizo con Michael muchos años atrás. ¿Hasta cuándo piensas ser su querida?
Si vas a vivir en este desastre, al menos cásate, así la gente no murmura y consigues una visa decente ¿o piensas quedarte ilegal para siempre? preguntó en ese tono que tan bien conozco. La sugerencia provocó un arrebato de entusiasmo en Harleigh, quien ya se había habituado a mi presencia, y una crisis de pánico en Willie, que tenía dos divorcios a la espalda y un rosario de amores fracasados. Me pidió tiempo para pensarlo, lo cual me pareció razonable, y le di un plazo de veinticuatro horas o me volvía a Venezuela. Nos casamos.
Entretanto en Chile mis padres se preparaban para votar en el plebiscito que decidiría la suerte de la dictadura. Una de las cláusulas de la Constitución creada por Pinochet para legalizarse como Presidente, estipulaba que en 1988 se consultaría al pueblo para determinar la continuidad de su Gobierno, y en caso de ser rechazado se llamaría a elecciones democráticas al año siguiente; el General no imaginó que podía ser derrotado
en su propio juego.
Los militares, dispuestos a eternizarse en el poder, no calcularon que, a pesar de la modernización y el progreso económico, en esos años había aumentado el descontento y el pueblo había aprendido algunas duras lecciones y se había organizado. Pinochet orquestó una campaña masiva de propaganda, en cambio la oposición sólo obtuvo en la televisión quince minutos diarios a las once de la noche, cuando se esperaba que todo el mundo estuviera durmiendo.
Instantes antes de la hora señalada sonaban las alarmas de tres millones de relojes y los chilenos se sacudían el sueño para ver ese fabuloso cuarto de hora en que el ingenio popular alcanzó niveles de genialidad. La campaña del NO se caracterizó por humor, juventud y espíritu de reconciliación y esperanza. La campaña del SI era un engendro de himnos militares, amenazas, discursos del General rodeado de emblemas patrióticos, trozos de antiguos documentales que mostraban al pueblo haciendo cola en tiempos de la Unidad Popular. Si todavía quedaban indecisos, la chispa del NO venció a la pesada majadería del SI y Pinochet perdió el plebiscito. Ese año aterricé con Willie en Santiago después de trece años de ausencia, en un glorioso día de primavera. De inmediato me rodeó un grupo de carabineros y alcancé a sentir nuevamente el mordisco del terror, pero pronto comprendí asombrada que no estaban allí para conducirme a prisión, sino para defenderme del acoso de una pequeña multitud que intentaba saludarme llamando mi nombre. Pensé que me confundían con mi prima Isabel, hija de Salvador Allende, pero varias personas se adelantaron con mis libros para que los firmara. Mi primera novela había desafiado la censura circulando de mano en mano en fotocopias hasta que pudo entrar por la puerta ancha a las librerías, ganando así el interés de lectores benevolentes que tal vez la leyeron por puro espíritu de contradicción. Después supe que un periodista amigo había anunciado mi llegada por la radio y la visita discreta que había planeado se convirtió en noticia. Por hacerme una broma también publicó que me había casado con un millonario de Texas, dueño de pozos petroleros, así adquirí un prestigio imposible de alcanzar con la literatura. No puedo describir la emoción que sentí al cruzar los picos majestuosos de la cordillera de los Andes y pisar otra vez mi tierra, respirar el aire tibio del valle, escuchar nuestro acento y recibir en Inmigración ese saludo en tono solemne, casi como una advertencia, típico de nuestros funcionarios públicos. Sentí que me flaqueaban las rodillas y Willie me sostuvo mientras pasábamos el control y luego vi a mis padres y a la Abuela Hilda con los brazos extendidos. Esa vuelta a mi patria es para mí la metáfora perfecta de mi existencia. Salí huyendo asustada y sola en un atardecer nublado de invierno y regresé triunfante de la mano de mi marido en una mañana espléndida de verano. Mi vida está hecha de contrastes, he aprendido a ver los dos lados de la moneda. En los momentos de más éxito no pierdo de vista que otros de gran dolor me aguardan en el camino, y cuando estoy sumida en la desgracia espero el sol que saldrá más adelante. En ese primer viaje tuve una acogida cariñosa, pero tímida, porque todavía apretaba el puño de la dictadura. Fui a Isla Negra a visitar la casa de Pablo Neruda, abandonada por muchos años, donde el fantasma del viejo poeta todavía se sienta frente al mar a escribir versos inmortales y donde el viento toca la gran campana marinera para llamar a las gaviotas. En la cerca de tablas que rodea la propiedad hay cientos de mensajes, muchos escritos a lápiz sobre las sombras desteñidas de otros ya borrados por los caprichos del clima, algunos tallados a cuchillo en la madera corroída por la sal del mar. Son recados de esperanza para el vate que aún vive en el corazón de su pueblo.