Выбрать главу

Me encontré con mis amigas y volví a ver a Francisco, que había cambiado poco en esos

trece años. Fuimos juntos al Cerro San Cristóbal a ver el mundo desde arriba y recordar la época en que nos refugiábamos allí para escapar de la brutalidad cotidiana y compartir un amor tan casto, que nunca nos hemos atrevido a ponerlo en palabras. Visité a Michael, casado y abuelo de otra familia, instalado en la casa que construyó su padre, viviendo exactamente la vida que planeó en la juventud, como si las pérdidas, las traiciones, el exilio y otras desgracias fueran sólo un paréntesis en la perfecta organización de su destino. Me recibió con amabilidad, anduvimos por las calles de nuestro antiguo barrio y tocamos el timbre de la casa donde se criaron Paula y Nicolás, insignificante, con su peluca de paja y el cerezo junto a la ventana. Nos abrió la puerta una mujer sonriente que escuchó nuestras razones sentimentales de buen talante y sin más nos dejó entrar y recorrerla entera. En el suelo había juguetes de otros niños y en las paredes las fotografías de otros rostros, pero todavía perduraban nuestros recuerdos en el ambiente. Todo parecía reducido de tamaño, con esa suave pátina sepia de las memorias casi olvidadas. Me despedí de Michael en la calle y apenas lo perdí de vista me eché a llorar sin consuelo. Lloraba por esos tiempos perfectos de la primera juventud, cuando nos amábamos sinceramente y pensábamos que sería para siempre, cuando los hijos eran pequeños y nos creíamos capaces de protegerlos de todo mal. ¿Qué nos pasó? Tal vez estamos en el mundo para buscar el amor, encontrarlo y perderlo, una y otra vez. Con cada amor volvemos a nacer y con cada amor que termina se nos abre una herida. Estoy llena de orgullosas cicatrices.

Un año más tarde regresé a votar para las primeras elecciones desde el Golpe Militar. Una vez perdido el plebiscito y cazado en las redes de su propia Constitución, Pinochet debió llamar a elecciones. Se presentó con la arrogancia del vencedor, sin imaginar jamás que la oposición pudiera derrotarlo, porque contaba con la unidad monolítica de las Fuerzas Armadas, el apoyo de los más poderosos sectores económicos, una millonaria campaña de propaganda y el temor que muchos sentían de la libertad. También tenía a su favor la trayectoria de disputas irreconciliables entre los partidos políticos, un pasado de tantos rencores y cuentas pendientes que resultaba casi imposible lograr un acuerdo; sin embargo, el rechazo a la dictadura pesó más que las diferencias ideológicas, se formó una concertación de partidos opositores al Gobierno y en 1989 su candidato ganó la elección, convirtiéndose en el primer Presidente legítimo después de Salvador Allende.

Pinochet debió entregar la banda y el sillón presidenciales y dar un paso atrás, pero no se retiró del todo, su espada continuó suspendida sobre el cuello de los chilenos. El país despertó de un letargo de dieciséis años y dio sus primeros pasos en una democracia de transición en la cual el General Pinochet continuaba como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por ocho años más, una parte del Congreso y toda la Corte Suprema habían sido designadas por él y las estructuras militares y económicas permanecían intactas. No habría justicia para los crímenes cometidos, los autores estaban protegidos por una ley de amnistía que ellos mismos decretaron en su favor. No permitiré que se toque un pelo de mis soldados, amenazó Pinochet, y el país acató sus condiciones en silencio por temor a otro Golpe. Las víctimas de la represión, los Maureira y miles de otros debieron postergar sus duelos y seguir esperando. Tal vez la justicia y la verdad habrían ayudado a cicatrizar las profundas heridas de Chile, pero la soberbia de los militares lo impidió. La democracia debería avanzar con lento y torcido paso de cangrejo.

Paula vino de nuevo anoche, la sentí entrar a mi pieza con su paso liviano y su gracia conmovedora, como era antes de los ultrajes de la enfermedad, en camisa de dormir y zapatillas; se subió a mi cama y sentada a mis pies me habló en el tono de nuestras

confidencias. Escucha, mamá, despierta, no quiero que pienses que sueñas. Vengo a pedirte ayuda… quiero morir y no puedo. Veo ante mí un camino radiante, pero no puedo dar el paso definitivo, estoy atrapada. En mi cama sólo está mi cuerpo sufriente desintegrándose día a día, me seco de sed y clamo pidiendo paz, pero nadie me escucha. Estoy muy cansada. ¿Por qué todo esto? Tú, que vives hablando de los espíritus amigos, pregúntales cuál es mi misión, qué debo hacer. Supongo que no hay nada que temer, la muerte es sólo un umbral, como el nacimiento; lamento no poder preservar la memoria, pero de todos modos ya me he ido desprendiendo de ella, cuando me vaya estaré desnuda. El único recuerdo que me llevo es el de los amores que dejo, siempre estaré unida a ti de alguna manera. ¿Te acuerdas de lo último que alcancé a murmurarte antes de caer en esta larga noche? Te quiero mamá, eso te dije. Te lo repito ahora y te lo diré en sueños todas las noches de tu vida. Lo único que me frena un poco es partir sola, contigo de la mano sería más fácil cruzar al otro lado, la soledad infinita de la muerte me da miedo. Ayúdame una vez más, mamá. Has luchado como una leona por salvarme, pero la realidad te va venciendo, ya todo es inútil, entrégate, déjate de médicos, hechiceros y oraciones porque nada me devolverá la salud, no ocurrirá un milagro, nadie puede cambiar el curso de mi destino y tampoco deseo hacerlo, ya he cumplido mi tiempo y es hora de despedirse.