acabó por confesar que esta enfermedad sin cura afecta su energía. Vino la dentista, una muchacha de la edad de Paula, con el mismo pelo largo y cejas gruesas, tan parecidas en verdad que pasarían por hermanas. Cada quince días le limpia los dientes con gran delicadeza para no hacerla sufrir, luego parte de prisa sin darme la cara, tratando de ocultar su expresión conmovida. Se niega a cobrar, hasta ahora no ha habido forma de que me pase la cuenta. Trabajamos juntas, porque Paula se pone rígida cuando intentan tocarle la cara, sólo yo puedo abrirle la boca y cepillarla. Esta vez la note preocupada, por mucho que me esmero en el aseo diario hay problemas con las encías. El doctor Shima pasa por aquí a menudo de vuelta de su trabajo y me trae recados de sus palitos del I Ching. Nos quedamos junto a la cama conversando del alma y de la aceptación de la muerte. Cuando ella se nos vaya sentiré un gran vacío, me he acostumbrado a Paula, es muy importante en mi vida, dice. También la doctora Forrester parece inquieta, después del último examen guardó silencio por largo rato mientras meditaba su diagnóstico y al fin dijo que desde el punto de vista clínico poco ha cambiado, sin embargo Paula parece cada vez más ausente, duerme demasiado, tiene la mirada vidriosa, ya no se sobresalta con los ruidos, sus funciones cerebrales han disminuido. A pesar de todo ha embellecido, las manos y tobillos más finos, el cuello más largo, las mejillas pálidas donde resaltan dramáticas sus largas pestañas negras, su rostro tiene una expresión angélica, como si por fin hubiera expiado las dudas y encontrado la fuente divina que tanto buscó. ¡Qué distinta es a mí! No reconozco nada mío en ella. Tampoco hay algo de mi madre o de mi abuela, excepto los grandes ojos oscuros un poco melancólicos. ¿Quién es esta hija mía? ¿qué azar de cromosomas navegando de una generación a otra en los espacios más recónditos de la sangre y la esperanza determinaron a esta mujer?
Nicolás y Celia nos acompañan, pasamos juntos buena parte del día en la habitación de Paula, ahora cerrada. En el verano bañábamos a los niños en la terraza en una piscina de plástico donde flotaban zancudos muertos y pedazos de galleta ensopados, mientras la enferma descansaba bajo una sombrilla, pero ahora que pasó el otoño y comienza el invierno, la casa se ha recogido y nos instalamos en su pieza. Celia es una aliada incondicional, generosa y firme, me sirve de secretaria desde hace meses; no tengo ánimo para hacer mi trabajo y sin ella perecería aplastada bajo una montaña de papeles. Lleva siempre a los niños en brazos o colgados de sus caderas, con la blusa desabotonada, lista para amamantar a Andrea. Esta nieta mía siempre está contenta, juega sola y duerme tirada por el suelo chupando la punta de un pañal, tan callada que se nos olvida dónde la hemos puesto y en un descuido podríamos pisarla. Apenas me acostumbre a la tristeza iniciaré mis oficios de abuela, inventaré cuentos para los niños, cocinaré galletas, fabricaré títeres y vistosos disfraces para llenar el baúl del teatro. Me hace falta la Granny, si estuviera viva tendría como ochenta años y sería una anciana estrafalaria con cuatro pelos en el cráneo y medio chiflada, pero con su talento para criar bisnietos intacto.
Este año ha transcurrido con inmensa lentitud, sin embargo no séudónde se me fueron las horas y los días. Necesito tiempo. Tiempo para despejar confusiones, cicatrizar y renovarme. ¿Cómo seré a los sesenta? La mujer que soy ahora no tiene una célula de la niña que fui, excepto la memoria que persiste y persevera. ¿Cuánto tiempo se requiere para recorrer este oscuro túnel? ¿Cuánto tiempo para volver a ponerme de pie?
Guardo la carta que Paula dejó sellada en la misma caja de lata donde están las reliquias de la Memé. A menudo la he sacado con reverencia, como un objeto sagrado, imaginando que contiene la explicación que ansío, tentada de leerla, pero también paralizada por un temor supersticioso. Me pregunto por qué una mujer joven, sana y enamorada, escribió
en plena luna de miel una carta para ser abierta después de su muerte, qué vio en sus pesadillas…
¿Qué misterios guarda la vida de mi hija? Ordenando fotografías antiguas la reencuentro fresca y vital, siempre abrazada a su marido, su hermano o sus amigos, en todas salvo las de su matrimonio está en bluyines, con una blusa sencilla, el pelo atado con un pañuelo y sin adornos; así debo recordarla, sin embargo esa muchacha risueña ha sido reemplazada por una figura melancólica sumida en la soledad y el silencio. Abramos la carta, me urgió Celia por milésima vez. En los últimos días no he podido comunicarme con Paula, ya no me visita, antes me bastaba entrar a su pieza y desde la puerta adivinaba su sed, sus calambres o los altibajos de la presión y la temperatura, pero ya no puedo adelantarme a sus necesidades. Está bien, abramos la carta, acepté finalmente. Busqué la caja, temblando rompí el sobre, extraje dos páginas escritas con su caligrafía precisa y leí en alta voz. Sus palabras claras nos llegaron desde otro tiempo:
No quiero permanecer atrapada en mi cuerpo. Liberada de él podré acompañar de más cerca a los que amo, aunque estén en ios cuatro extremos del planeta. Es difícil explicar los amores que dejo, lo profundo de los sentimientos que me unen a Ernesto, a mis padres, a mi hermano, a mis abuelos. Sé que me recordarán y mientras lo hagan estaré con ustedes. Quiero ser cremada y que repartan mis cenizas en la naturaleza, no deseo lápidas con mi nombre en parte alguna, prefiero quedar en el corazón de los míos y volver a la tierra. Tengo una cuenta de ahorros, úsenla para becar niños que necesiten educarse o comer. Repartan lo mío entre quienes deseen un recuerdo, no hay mucho, en verdad. Por favor no estén tristes, sigo con todos ustedes, pero más cerca que antes. En un tiempo más nos reuniremos en espritu, pero por ahora seguiremos juntos mientras me recuerden. Ernesto… te he amado profundamente y lo sigo haciendo; eres un hombre extraordinario y no dudo que también podrás ser feliz cuando yo me vaya. Mamá, papá, Nico, abuelos:
ustedes son lo mejor que pudo tocarme como familia. No me olviden y ¡alegren esas caras! Acuérdense que los espíritus ayudamos, acompañamos y protegemos mejor a quienes están contentos. Los amo mucho. Paula.
El invierno ha vuelto, no deja de llover, hace frío y día a día tú decaes. Perdona por haberte hecho esperar tanto, hija… Me he demorado, pero ya no tengo dudas, tu carta es muy reveladora.
Cuenta conmigo, te prometo que te ayudaré, sólo dame un poco más de tiempo. Me siento a tu lado en la quietud de tu cuarto en este invierno que será eterno para mí, las dos solas, tal como tantas veces hemos estado en estos meses, y me abro al dolor sin oponerle ya ninguna resistencia. Apoyo la cabeza en tu regazo y siento los latidos irregulares de tu corazón, el calor de tu piel, el ritmo lento del aire en tu pecho, cierro los ojos y por unos instantes imagino que simplemente estás dormida. Pero la tristeza me revienta por dentro con fragor de tempestad y se moja tu camisa con mis lágrimas, mientras un aullido visceral, que nace en el fondo de la tierra y sube por mi cuerpo como una lanza, me llena la boca. Me aseguran que no sufres. ¿Cómo lo saben? Tal vez has terminado por acostumbrarte a la armadura de hierro de la parálisis y no recuerdas cómo era el sabor de un durazno o el placer simple de pasarse los dedos por el pelo, pero tu alma está atrapada y quiere liberarse. Esta obsesión no me da tregua, comprendo que he fallado en el desafío más importante de mi existencia. ¡Basta! Mira el despojo que queda
de ti, hija, por Dios… Esto es lo que viste en la premonición de tu luna de miel, por eso escribiste la carta. Paula ya es santa, está en el cielo, el sufrimiento la ha lavado de todos los pecados, me dice Inés, la cuidadora salvadoreña, la que está marcada de cicatrices, la que te mima como a un bebé. ¡Cómo te cuidamos! No estás sola de día ni de noche, cada media hora te movemos para mantener la poca flexibilidad que aún te queda, vigilamos cada gota de agua y cada gramo de tu alimento, recibes las medicinas a las horas exactas, antes de vestirte te bañamos y te damos masajes con bálsamos para fortalecer la piel. Es increíble lo que han conseguido, en ningún hospital estaría tan bien, dice la doctora Forrester. Durará siete años, predice el doctor Shima. ¿Para qué tanto afán? Eres como la bella durmiente del cuento en su urna de cristal, sólo que a ti no te salvará el beso de un príncipe, nadie puede despertarte de este sueño definitivo. Tu única salida es la muerte, hija, ahora me atrevo a pensarlo, a decírtelo y a escribirlo en mi cuaderno amarillo. Llamo a mi fornido abuelo y a mi abuela clarividente para que te ayuden a cruzar el umbral y nacer al otro lado, llamo sobre todo a la Granny, tu abuela de ojos transparentes, la que murió de pena cuando tuvo que separarse de ti, la llamo para que venga con sus tijeras de oro a cortar el hilo firme que te mantiene unida al cuerpo. Su retrato–todavía joven, con una sonrisa apenas insinuada y mirada líquida–está cerca de tu cama, como están los de los otros espíritus tutelares. Ven Granny, ven a buscar a tu nieta, le suplico, pero temo que no vendrá ella ni ningún otro fantasma a aliviarme de este cáliz de congoja. Estaré sola junto a ti para llevarte de la mano hasta el umbral mismo de la muerte y si es posible lo cruzaré contigo.