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—Nunca habíamos tratado un tema tan sangrante —replicó—. La democracia no es más que un conjunto de reglas de juego que debemos respetar, pero cuando alguien, como los terroristas o los asesinos de niños, se niegan a respetarlas, nuestra obligación es aplicarles sus propias normas; en definitiva, no tolerar su existencia.

—¿Resucitando la pena de muerte? —quiso saber una escandalizada María Luisa.

—Si no hay otro remedio...

—¡Pero qué barbaridades estás diciendo!

—¿Barbaridades...? —pareció sorprenderse su marido al tiempo que hacía girar con brusquedad su silla de ruedas, cosa que solía hacer cuando se ponía nervioso—. En mi oficina trabaja una secretaria a cuyo hijo, que acababa de ingresar en la Guardia Civil, fue asesinado por un terrorista que tiene sobre su conciencia veinticinco muertes confesas, pero le ha bastado con ponerse en huelga de hambre para que, según las absurdas leyes de una democracia demasiado débil y temerosa, ya esté en libertad. Esa mujer considera que han asesinado a su hijo por segunda vez, y cuando ese presuntuoso cerdo, que se ríe de sus víctimas mientras le juzgan, vuelva a matar, otra madre sentirá lo mismo. Franco no lo hubiera permitido. Tan solo el garrote vil puede acabar con semejante escoria humana.

He de reconocer que me sorprendió tanto como a María Luisa la actitud retrógrada de un hombre al que siempre había considerado el paradigma de la ecuanimidad, y ni siquiera al reparar una vez más en los muñones de sus piernas, y comprender que permanecía encadenado a una silla de ruedas porque existían seres a los que nada importaba el sufrimiento ajeno, pude aceptar unas anacrónicas conclusiones que iban en contra de los más básicos derechos humanos que tantos años y sangre nos han costado conquistar.

—No estoy en absoluto de acuerdo contigo —dije al fin—. Pero una cosa es segura: si por casualidad logro atrapar a la Bestia Perfecta no volverá a violar, torturar y asesinar a ninguna otra niña.

Alicia Jiménez me telefoneó...

Alicia Jiménez me telefoneó rogándome que fuera a verla y acudí ese mismo sábado pese a que me espantaba la idea de volver a pasar tan mal rato como durante mi primera visita.

Coco no me ladró en esta ocasión, y a ella la advertí algo más tranquila y con mejor aspecto pese a que seguía mostrando una alarmante delgadez, así como profundas ojeras, y al menor descuido continuaba «evadiéndose» de cuanto la rodeaba.

Lo primero que hizo fue preguntarme por su hija y cuando le indiqué que se encontraba todo lo bien que puede encontrarse un difunto, hizo un leve gesto con la barbilla hacia una preciosa muñeca vestida de blanco que descansaba sobre la mesa central.

—Quiero que se la lleve... Dormían juntas porque fue lo último que su padre le regaló antes de caer enfermo, y no se separaba de ella más que para ir al colegio. La estará echando de menos.

¿Cómo explicarle a aquella pobre infeliz que los muertos ya no sienten apego hacia los bienes terrenales?

¿O sí lo sienten?

La verdad es que ni siquiera yo acierto a saberlo, al igual que tampoco acierto a saber si una muñeca con la que una niña ha convivido casi desde antes de tener uso de razón se puede considerar un simple «bien terrenal» o forma parte de sus sentimientos. Nunca he jugado con muñecas y por lo tanto nunca he sabido lo que experimenta una niña con una en brazos, pero sí soy capaz de entender lo que se siente cuando no habiendo llegado a la pubertad tu padre desaparece de improviso y lo único que te queda de él es lo último que te regaló en vida.

Me constaba que Jimena ya no podría jugar con la muñeca ni llevarla a su cama, donde fuera que durmiese, si es que dormía, pero lo que sí me constaba era que podría acariciarla, quizá rozándola apenas, y podría verla a todas horas, recordando sin duda los momentos felices que pasó hablando con ella, contándole sus sueños y cambiándole de ropa.

Pensar en Jimena provocó, como solía ocurrir en ocasiones, que hiciera acto de presencia sentada, muy seria, al otro extremo del sofá en que se acomodaba su madre, quien de improviso experimentó una especie de violento estremecimiento, se ausentó por unos instantes con la vista fija en el exterior, y a su «regreso» inquirió con un casi inaudible hilo de voz:

—¿Esta aquí?

Asentí en silencio, por lo que insistió:

—¿Dónde?

Se la indiqué con un gesto, volvió el rostro hacia allí, dos gruesas lágrimas inundaron sus ojos y al poco murmuró:

—Daría lo que me queda de vida por verla.

—La ve... La ve porque está tal como la recuerda, con sus coletas y su uniforme del colegio; nada ha cambiado en ella, ni nadie cambiará por muchos años que usted consiga vivir. Cuando desaparecen los seres a los que amamos los convertimos en inmortales, por lo que el tiempo no pasa para ellos. Es quizá lo único bueno que tienen las muertes prematuras.

—Pero yo soñaba con verla hacerse una mujer. Y ansiaba que me diera nietos con la esperanza de que la sangre de Germán no desapareciese para siempre.

—La sangre de la mayoría de los seres humanos permanece en otros seres humanos cuando ellos ya han sido olvidados —aseguré, convencido de lo que decía—. A mi modo de ver esa sangre carece de importancia si no se les recuerda, porque el recuerdo de lo que significó para nosotros una persona es mucho más importante que su sangre.

Me observó largamente, volvió el rostro hacia donde se encontraba su hija, me miró de nuevo y al fin comentó:

—¿Cómo se las ingenia para tener respuestas para todo?

—Habiendo convivido durante dos años con un puñado de difuntos que no tenían otra cosa que hacer que plantearme preguntas difíciles de contestar. Si algo he conseguido aprender acerca de los vivos, se lo debo a los muertos.

Se «fue» durante casi diez minutos, dejándonos a solas con el perro, que había ido a acurrucarse a los pies de Jimena, quien se limitó a dirigirme una larga mirada y encogerse de hombros como queriendo indicar que no debía preocuparme, ya que pronto su madre estaría de nuevo entre nosotros.

Volvió, en efecto, probablemente porque resultaba imposible quedarse para siempre allí donde quiera que estuviese, y cuando habló no se dirigió a mí, sino al punto en que le había dicho que se encontraba Jimena.

—Tienes que intentar recordar todo cuanto puedas, pequeña... —musitó con voz quebrada—. Supongo que te resultará muy doloroso porque lo único que desearás es olvidar tanto horror, pero te conozco bien, siempre fuiste una niña valiente, y tienes que hacer un esfuerzo porque eres la única que nos puede conducir hasta ese depravado. Y no te lo pido por ti o por mí, que lo nuestro ya no tiene remedio, sino para evitar que otras niñas y otros padres sufran lo que nosotras estamos sufriendo.

De improviso dejó escapar un ronco sollozo y corrió a la estancia vecina cerrando la puerta a sus espaldas, por lo que me quedé allí sentado preguntándome por enésima vez cómo diablos era posible que hubiera llegado a encontrarme en situaciones tan absolutamente disparatadas. Que una madre le pidiera valor a una hija muerta a la que ni siquiera veía era más de lo que cualquier mente equilibrada pudiera soportar, pero me estaba sucediendo.

—¿Harás lo que te ha dicho?

—Lo intentaré... Pero de aquel tiempo lo único que recuerdo con claridad es el dolor, el miedo y que comenzaba a temblar en cuanto sonaba la música.

—¿Música? ¿Qué clase de música?

—Música de gente mayor.

—¿Ópera?

Negó con un gesto de desagrado al puntualizar:

—Piano; cuando comenzaba a sonar el piano yo sabía que muy pronto vendría a hacerme daño, pero ahora no quiero hablar de eso; ahora quiero que te ocupes de mi madre.

Desapareció, por lo que Coco comenzó a agitarse inquieto, y tras permanecer un rato contemplando las fotos de lo que fuera en un tiempo una familia feliz sobre la que las peores desgracias imaginables se habían cebado, advertí que tenía seca la garganta, por lo que me encaminé a la cocina que se abría al fondo de la estancia.