La desolación de la nevera resultaba patética: un cartón de leche y un triste pedazo de queso rancio. Sobre la mesa, pan de molde y unas galletas, y en la despensa, tres sobres de sopa instantánea. Y café; mucho café.
No era de extrañar que Alicia Jiménez semejara un cadáver ambulante; debía de llevar semanas sin comer nada decente.
Bebí agua del grifo, me encaminé a la puerta tras la que había desaparecido y la golpeé repetidas veces.
Cuando al fin abrió tenía los ojos rojos y lo primero que hizo fue inquirir:
—Ya se ha ido, ¿verdad?
—Sí; se ha ido. Y ahora vístase que nos vamos a cenar.
—No tengo hambre.
—Lo supongo, pero no importa. Tiene que comer porque tiene que vivir para poder castigar al asesino de su hija. Le prometí que lo atraparía y lo haré, pero si no colabora, resultará mucho más difícil. —Hice un gesto hacia donde instantes antes se encontraba sentada su hija para añadir—: Lo que le ha dicho ha servido de mucho.
—¿De veras?
—Ya sabemos algo más: ese pervertido toca el piano.
—¿Cree que eso es importante? Mucha gente toca el piano.
—Cada detalle, por pequeño que parezca, resulta importante. Se trata de un hombre elegante, de mediana edad, que tiene una casa enorme y toca el piano. Con esos datos ya podemos empezar a descartar sospechosos, y estoy seguro de que poco a poco tanto Jimena como Andrea me irán proporcionando mas pistas.
—¿Quién es Andrea?
—Otra niña asesinada. Pero no le diré nada más hasta que se haya comido una paletilla de cordero al horno con una buena ensalada.
—Ya le he dicho que no tengo hambre.
—En ese caso no hay más que hablar.
Fue como darle de comer a un niño caprichoso, puesto que masticaba una u otra vez cada bocado antes de tragarlo, pero me mantuve firme, y sobre todo paciente, observando a través del balcón cómo caía la noche sobre Cuenca mientras la infeliz mujer hacía innegables esfuerzos a la hora de acabar con un enorme y apetitoso trozo de carne.
Se mostró de acuerdo en que era preferible que no le dijera a los Villalba que su hija había muerto, y a la hora del café procuré que la conversación discurriera por otros derroteros, centrándome más en ella y en la necesidad que tenía de reanudar su vida por muy difícil que pudiera resultarle.
—¿Qué hacía antes?
—Traducciones.
—¿De qué idioma?
—Inglés y francés; mi padre era embajador y pasé casi toda mi infancia en el extranjero. Hasta hace un par de años daba clases en un instituto pero tras la muerte de Germán acabaron echándome porque, como habrá podido advertir, a menudo me quedo en blanco y eso asustaba a los chicos.
—¿Y a qué lo atribuye?
—No lo sé.
—¿No ha consultado con un médico?
—Unos creen que se trata de un principio de Alzheimer, aunque otros opinan que se trata de un trauma provocado por la muerte de mi marido. Sufrió demasiado.
—¿Personalmente usted qué opina?
—¿Y qué más da? Lo único que sé es que en ciertos momentos me siento bien, como si todo volviera a ser como años atrás pero advierto que el simple hecho de regresar a la realidad me aterroriza. Y con la desaparición de Jimena, esa realidad se ha vuelto del todo insoportable.
—Lo comprendo. Pero como se suele decir en estos casos, aunque se trate de una estupidez, «la vida continúa» y su obligación es seguir adelante.
—¿Obligación para con quién? —espetó casi agresivamente—. No para con mi familia, que ya no tengo, ni para con un Dios al que siempre respeté pero que me ha pagado con las monedas más amargas que nadie haya podido recibir jamás. He pensado a menudo en quitarme la vida, pero en los momentos en que me encuentro más lúcida me digo a mí misma que si me suicido y me condenan por ello, seré yo quien más tenga que reclamar a quien me juzgue. Quien ha sido parte de mis desgracias no tiene derecho a ser juez de mis actos.
—No creo que Dios tenga mucho que ver con lo que pasa por la mente de un asesino de niños.
—¿Entonces quién?
—Supongo que la naturaleza. Dios creó la naturaleza pero imagino que no puede evitar que cometa errores. Probablemente los padres de la Bestia Perfecta son personas decentes que tampoco tienen culpa de haber engendrado semejante aberración.
—¿Pretende hacerme creer que no interviene para nada la genética y un ser tan canallesco puede darse por generación espontánea?
—De la misma manera que los genios no suelen nacer de padres geniales, ni producir hijos geniales, los degenerados no tienen por qué haber nacido de padres degenerados, ni traer al mundo descendientes con sus mismas taras... La genialidad, o este tipo de perversiones, tienen su origen en el cerebro, y por desgracia esa es la parte del ser humano, e incluso del Universo, que menos conocemos.
—¿Del Universo?
—Del Universo. Conozco a un astrónomo capaz de enumerar cientos de constelaciones que se encuentran a millones de años luz, pero que abriga serias dudas sobre sí mismo y sus más íntimas convicciones.
—¿Y a qué lo atribuye?
—A que un cerebro humano, incluso el más elemental, es infinitamente más complejo, caótico, imprevisible y anárquico que mil millones de estrellas que, al fin y al cabo, suelen moverse dentro de unos parámetros que conseguiremos entender cuando aprendamos a analizarlos.
—Y en su opinión, ¿mi cerebro es anárquico, caótico o imprevisible?
—Sí, supongo que será tan anárquico, caótico o imprevisible como cualquier otro, con el agravante de que a causa de la muerte de su marido y de su hija se encuentra sometido a una excesiva presión...
Permaneció largo rato en silencio, no ausente, sino tan solo meditabunda mientras contemplaba las luces lejanas, y al fin me miró directamente a los ojos para decir:
—¿Cree que me estoy volviendo loca?
Negué con la cabeza, seguro de lo que decía:
—Creo que está buscando en algún tipo de locura una especie de refugio contra el dolor, pero no acaba de encontrarlo.
—Probablemente se debe al hecho de que mi dolor es tan grande que ni la mayor de las locuras consigue abarcarlo —me replicó con lo que pretendía ser un esbozo de amarga sonrisa—. Tiene razón, y lo que realmente desearía es que la locura me invadiera hasta el punto de hacer desaparecer el dolor, pero dudo que lo consiga.
—En ello confío. Siendo sincero admito que en ocasiones le pase por la cabeza la idea de poner fin a su vida como la mejor forma de dejar de sufrir; es una vía de escape que a diario eligen miles de seres humanos, y aceptarla o no tan solo depende de la propia conciencia. Pero lo que no admito es que se plantee el camino de la locura, porque es un castigo mil veces peor que la muerte.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque he tratado con muchos difuntos, y aunque algunos opinan que lo peor de todo es estar muertos, a pesar de llevar años bajo tierra continúan siendo en cierto modo seres humanos, mientras que quien ha perdido la capacidad de razonar ha dejado de serlo.
—A mí ya poco me importa considerarme o no un ser humano si por el hecho de serlo tengo que pasar por lo que estoy pasando. Y al fin y al cabo, ¿qué significa que te consideren un ser humano? ¿Pertenecer a la única especie animal capaz de violar y asesinar por mero placer, o tener una genética casi idéntica a la de Hitler, Franco, Stalin, Bush, o tantos otros que no dudaron en masacrar a millones de inocentes? Pese a lo que usted opine, esto de formar parte de la especie humana no es algo como para tirar cohetes o sentirse especialmente orgulloso, sino más bien todo lo contrario.
—Visto de ese modo...
—¿Y qué otro modo existe? Siempre me ha molestado esa frase tan socorrida: «El hombre es un lobo para el hombre.» Ojalá lo fuera, porque eso eliminaría la mayor parte de nuestros problemas.