—No acabo de entender a qué se refiere...
—Me refiero a que si el hombre se comportara como un auténtico lobo, tan solo haría daño a otros hombres cuando su hambre le acuciara en exceso; en ese caso se limitaría a devorar a un par de ellos, pero al resto los dejaría en paz. La triste realidad es que los seres humanos nos devoramos sin razón los unos a los otros incluso cuando no tenemos hambre.
—En eso admito que tiene razón. Con demasiada frecuencia nos hacemos daño por envidia, por racismo, por el simple placer de demostrar nuestra superioridad o por vengar lo que suponíamos una ofensa.
—O sea que, volviendo al principio, a veces creo que más vale estar loca que continuar considerándose un ser humano, y por ello no me importa que de tanto en tanto «me marche a otra ciudad», tal como solía decir Jimena.
—Andrea asegura que quien...
—Andrea asegura que quien la abordó en la calle y la introdujo en un coche no fue un hombre, sino una mujer.
—¿Una mujer? ¿Qué clase de mujer?
—Una muchacha joven y guapa, con acento sudamericano.
—Eso cambia mucho las cosas. ¿Quién pudo ser?
—Yo.
La observé con atención; era, en efecto, joven y atractiva, vestida con unos estrechos pantalones tejanos y una camiseta sin mangas impropia del lugar y la época del año.
—¿Y quién eres tú?
—¿Quién «soy» o quién «era»?
—¿Quién eras?
—Me llamaba Omaira, y mi apellido poco importa; tuve muchos, aunque ninguno auténtico, puesto que fui adoptando aquellos que más me convenían según las circunstancias.
—¿Por qué raptaste a la niña?
—Por encargo; la mayor parte de las cosas que hice en mi vida no las hice por capricho sino por obligación o por encargo.
—¿Encargo de quién?
—Del mismo «coño e madre» que me pegó un tiro y me abandonó en un bosque en el que aún continúa lo poco que queda de mí. —Me observó con aquellos ojos sin brillo que parecían mirar sin ver, al tiempo que se encogía de hombros con sincera indiferencia—. Pero no me quejo, no. Sabía que tenía que acabar así.
—¿Y eso?
—Me administraron una dosis completa de la medicina que había estado administrando desde el día en que le abrí las tripas a un «pendejo», allá en Medellín. Si eliges ser criada sabes que te saldrán callos en las rodillas, si eliges ser puta asumes que pueden pegarte una gonorrea, la sífilis e incluso el sida, y si eliges ser sicario aceptas que probablemente acabarás a tiros.
—¿Sicario?
Afirmó convencida.
—Sicario. Y de las mejores.
—Siempre imaginé que ese era un oficio reservado a los hombres.
—¿Acaso no ha oído hablar de la igualdad de sexos? En mi país algunas mujeres decidimos hace tiempo que apretar un gatillo exige menor esfuerzo que mamársela a un borracho. Y rinde más beneficios.
—Ya.
—¿Le sorprende?
—A mí casi nada me sorprende, querida. He visto tantas cosas durante estos últimos años que incluso la visita de un extraterrestre se me antojaría normal. No obstante, siempre he considerado que matar por dinero es algo que no concuerda con el temperamento femenino. Y menos aún raptar a una niña a sabiendas de que van a violarla y asesinarla.
—Es que eso último yo no lo sabía. Cuando acepté el encargo lo hice convencida de que se trataba de un simple negocio; un secuestro-exprés de los que tan a menudo se producen en mi país, encaminado a sacarle algún dinero a una familia a la que le sobraba la plata. Pero antes de que pudiera enterarme de qué iba la cosa, me pagaron con plomo.
—¿Quién?
—Si lo supiera se lo diría. Me gustaría ver a ese «coño e madre» quemándose a mi lado en los infiernos, pero por desgracia en este tipo de negocios nadie suele dar su nombre. Me contrató a través de un intermediario.
—¿Cómo era?
—Alto y con muy buena planta, de tal modo que no me hubiera importado enrollarme con él porque ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de que lo que en verdad le gustaba eran las niñas. No cabe duda de que pese a que creas que te las sabes todas, un mal día aparece un cabrón que te demuestra que en el fondo eres la misma «bolsiclona» que se dejó embarazar cuando acababa de cumplir quince años.
—¿Tienes hijos?
—Una mocosa que se ha quedado sola y acabará pateando las calles de Medellín, como su madre, o que tal vez, como su madre, se canse de ese oficio y llegue a la conclusión de que resulta más cómodo empuñar un arma.
—¿Y cómo se llega a semejante conclusión?
—La respuesta no es «cómo», sino «cuándo» o «por qué». En mi caso fue una noche en la que lo que tenía que meterme en la boca era tan grande y pestilente que provocó que le vomitara encima al muy guarro. Me arreó un rodillazo que me desencajó la mandíbula, pero a cambio le rajé desde el esternón hasta el ombligo para esparcir sus tripas sobre las sábanas. A partir de ese momento todo resultó más sencillo.
—¡Dios bendito!
—Dios nunca se ha preocupado por averiguar dónde carajo queda Colombia, y que yo sepa nunca ha asomado la jeta por allí. Sin embargo, ahora parece ser que pretende pedirme cuentas por enviar de vuelta a casa a unos cuantos feligreses antes de tiempo. ¿Realmente cree que tiene derecho a hacerlo?
—Esa es una de las preguntas que, de un modo u otro, más vengo escuchando en los últimos tiempos. ¿Tiene derecho Dios, si es que en verdad existe, a exigir a sus criaturas lo que él mismo no se ha exigido nunca?
—¿Y a qué conclusión ha llegado?
—A ninguna.
—¡Gran ayuda, ciertamente! Sobre todo para alguien que, como yo, está a las puertas del infierno, si es que no las he atravesado ya.
—¿Aún no lo sabes con exactitud?
Negó convencida, al tiempo que seguía con la mirada los movimientos de Andrea, que se encontraba al otro lado de la rosaleda, junto a la casa de muñecas.
—En estos momentos tan solo sé que me pegaron un tiro y me abandonaron como a un perro, pero ignoro cuánto tiempo hace de eso, ni qué ocurrió más tarde.
—Si, como aseguras, fuiste tú quien secuestró a Andrea me sorprende que aún no hayan descubierto tu cadáver. ¿Tienes alguna idea sobre el punto en que se encuentra ese bosque?
—Ni la más puñetera. Tan solo llevaba tres meses en España. ¡Joder!, en Medellín me aseguraron que este era un país tranquilo en el que se trabajaba sin correr riesgos. Probablemente fue eso lo que me confió; acostumbrada como estaba a andar siempre «ojo peláo», y conociendo como conocía todos los trucos de la gente de mi oficio, ni siquiera se me pasó por la cabeza que aquel baboso pudiera madrugarme con tanta facilidad como lo hizo.
—A ese que tú llamas baboso le apodan en realidad la Bestia Perfecta, y tengo razones para creer que se ha ganado a pulso el apelativo. Háblame de él.
—Ya le he dicho cuanto sé.
—Intenta recordar algún detalle que me pueda servir para atraparle. ¿Qué marca de coche usaba?
—Un Mercedes, negro, grande, de hace siete u ocho años pero impecablemente cuidado.
—¡Algo es algo! ¿Ojos?
—Claros; entre azul y verdoso. Se parece un poco a un actor que a mí me gusta, ese tal Douglas, cuando hace de malo.
—¿Color del pelo?
—Castaño.
—¿Le reconocerías si volvieras a verle?
—Naturalmente; el careto de ese malnacido con su ridículo bigotito no se me olvidará mientras viva. —Se hubiera echado a reír a no ser por el hecho de que los difuntos nunca ríen—. ¡Corrijo! No se me olvidará por el resto de la eternidad.
—¿Te importaría explicarme con detalle cómo ocurrieron las cosas? ¿Dónde te encontraste con él, cómo llevasteis a cabo el secuestro, etcétera...?
—¡No hay problema! Diablos, cómo echo de menos una buena raya, la coca solía aclararme las ideas... Mi contacto me dijo que me recogerían a las puertas de un restaurante de Segovia, justo frente al acueducto, y así fue. Me llevó a una calleja solitaria, me indicó lo que tenía que hacer cuando la criatura hiciera su aparición, y estaba claro que tenía muy bien estudiados sus movimientos. A la hora indicada la niña salió de la casa que me había indicado, la seguí, me aproximé a ella, le pregunté por una dirección que llevaba apuntada en un papel, y en cuanto se descuidó le puse un pañuelo con éter en la boca y en ese momento apareció el coche, la metí en el maletero y nos largamos. Todo sucedió muy rápido, limpiamente y sin testigos.