—¿Seguro que no sospechaste que lo que pretendía era abusar de ella y asesinarla?
—¡Seguro, señor! Admito que le he administrado «matita café» a muchos tipos que probablemente se lo merecían, pero nunca hubiera sido capaz de hacerle daño a una mocosa. Por eso, cuando empecé a sospechar le pedí explicaciones. ¡Y bien que me las dio el hijo de la gran puta...! De calibre treinta y ocho.
—¿Tienes idea de por qué eligió Segovia?
—¡Ni la más mínima!
—Por lo que veo ese maldito suele actuar en ciudades pequeñas, cercanas a Madrid.
—¡Elemental! Se supone que las ciudades pequeñas son más seguras y por lo tanto la gente es menos desconfiada. Ese tipo es muy listo, señor, se lo aseguro; pegármela a mí no es cosa fácil, pero lo consiguió sin el menor esfuerzo. Si se ha propuesto atraparle lo va a tener muy crudo.
Lo tenía crudo, en efecto, pero si había algo de lo que estuviera absolutamente convencido era de que no existía para mí otra razón de ser que acabar con semejante aberración de la naturaleza, y aunque en verdad fuera tan listo como Omaira aseguraba, y adoptara todas las medidas de seguridad imaginables, estaba seguro de que jamás se le había pasado por la mente la idea de que sus víctimas pudieran acudir en mi ayuda. «Los muertos no hablan» había dejado de ser, en este caso, una aseveración indiscutible. Y la Bestia Perfecta, por muy bestia y muy perfecta que fuera, no contaba con ello.
Es verdad que hasta el momento no me habían proporcionado ninguna indicación que me llevara hasta él, pero abrigaba la esperanza de que poco a poco conseguiría darle algún sentido a un complejo rompecabezas cuyo premio sería salvar vidas.
Decidí dedicar todo mi tiempo a la difícil tarea que tenía por delante, por lo que solicité en el ministerio una excedencia temporal que no me costó demasiado obtener dado que se me consideraba muy bien desde que ayudé a resolver el tema del accidente del tren de alta velocidad.
Lógicamente mi acostumbrada penuria económica se resentiría, por lo que Bartolomé Cisneros no dudó al señalar que aportaría de su bolsillo cuanto a partir de aquel momento dejara de ingresar de la administración pública. Acepté su oferta convencido como estaba de que tanto su obligación como la mía era la imperiosa necesidad de destruir cuanto antes a semejante animal.
Si hubiera tenido que mendigar no hubiera dudado en hacerlo.
Si hubiera tenido que humillarme, tampoco.
Si hubiera tenido que matar no me lo habría pensado dos veces.
Y si alguna duda, por pequeña que fuera, me quedaba, se disipó una fría mañana en que el Monstruo vino a verme para comunicarme que una «bestia difunta» le había proporcionado la compleja clave de acceso a la página de internet de la Bestia Perfecta; un secreto que tan solo los muy iniciados conocían.
Cuando hice el gesto de encender el ordenador alargó la mano con el fin de impedírmelo.
—¿Qué vas a hacer? —se alarmó—. Si entras en esa página corres el riesgo de que pronto o tarde la policía te localice y te meta en el trullo.
—No tengo nada que ocultar.
—No, desde luego; no tienes nada que ocultar. Pero eres un «varón de cierta edad» que vive solo en un caserón rodeado de bosques y conoces la clave de acceso a la página de los peores pederastas, por lo que te conviertes en un candidato perfecto a violador e incluso a asesino de niños. Tendrías que pasarte años aclarando que fue un muerto quien te proporcionó esa dirección de internet y dudo que nadie te creyera por mucho empeño que pusieras en ello.
—La verdad es que no lo había pensado.
—Pues en el mundo en que pretendes entrar debes acostumbrarte a pensar muy bien cada paso o acabarás en la cárcel... —Hizo una corta pausa para añadir—: O muerto.
—¿Y qué debo hacer para entrar en esa página sin que me localice la policía?
—Es fáciclass="underline" ve a un cibercafé que no esté muy concurrido, escoge el ordenador más lejano a los otros usuarios y por nada del mundo te conectes a esta página más de cinco minutos seguidos. Cambia de cibercafé cada vez, y así estarás seguro de que nadie puede rastrear tus conexiones.
¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada.
¡Vedla por última vez, en el último instante!
Os la ofrezco como un raro presente,
disfrutad del momento, compartidlo conmigo,
permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos.
Que corra el semen y el cuerpo se estremezca.
Yo cargo con las culpas,
tan solo sois testigos y el mirar no hace daño.
Me hizo feliz apenas unas horas.
¡Cierto!
Constituyó la cima del placer, aunque muy corto.
¡Cierto!
Sufrió lo que yo nunca sufriré si no existe el infierno.
¡Cierto!
Pero cualquier castigo que me impongan en vida
será compensado por tan dulces recuerdos.
Aquellos que me imitáis sabéis que es cierto.
Nada hubo antes, ni nada habrá después,
cada minuto es mío y lo exprimo al segundo;
busco el placer sin hacer concesiones,
el bien y el mal tan solo son palabras
que inventó algún cobarde que se temía a sí mismo.
Hago sufrir si ello me complace,
mato cuando la muerte me excita,
e incendio cuando el fuego me hace grande,
porque cuando una losa me cubra para siempre,
no existirá placer, ni dolor, ni fuego, ni grandeza.
Tan solo existirá la muerte.
Sus guadañas de guerra
siegan los campos de amapolas,
pero persiguen y ejecutan
a quien arranca una sola.
Quienes me juzgan
los dejan morir de hambre,
y quienes me juzgan
bombardean sus hogares.
Quienes me juzgan
asesinaron a sus padres,
y quienes me juzgan
violaron a sus madres.
Unos lo hicieron en nombre de un dios,
otros, de otro, pero es la misma mentira
repetida mil veces cada día.
La guerra los mata,
el hambre los mata,
los mata la sed,
y el sida los mata.
A cientos, a miles, a millones...
sin que se ponga fin a su agonía.
¡Tanta belleza perdida!
¡Tanto placer desperdiciado!
Pero castigan duramente
a quien arranca una sola amapola
de sus campos de minas.