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No escuchéis a quien valora en más una vida que ciento

porque han creado las leyes a su imagen;

leyes que permiten aniquilar a todo un pueblo,

pero prohíben hacerle daño a un perro;

leyes que aceptan que se arrojen bombas,

pero condenan el consumo de tabaco;

leyes que justifican invadir un país

el mismo día que se ejecuta a un loco.

¿Qué me importa que me llamen monstruo?

¿Qué me importa que me llamen bestia?

No soy más que la mota de caspa

de un cadáver que se pudre bajo tierra.

LA BESTIA PERFECTA

Abandoné el cibercafé con la sensación de haber sido uno de los degenerados que mentalmente habían violado a Andrea a través de internet y haber pasado a formar parte de aquella legión de tenebrosos e incalificables seres que habitaban en las más oscuras cavernas del cerebro humano, y que por desgracia acababa de comprobar que existían realmente pese a que demasiado a menudo aún me resistiera a aceptarlo.

Una serie de fotografías en una pantalla, unos descarnados versos que demostraban un profundo desprecio hacia cualquier principio moral y la desmedida soberbia de quien se considera a sí mismo superior a cuantos le rodeaban, venían a demostrarme de una forma harto evidente que la Bestia Perfecta no era tan solo fruto de la desbordada imaginación de un muerto.

¿Hasta qué punto podía haber llegado a pudrirse el alma de un hombre que por su forma de escribir se presuponía que tenía suficiente cultura y educación, si era capaz de disfrutar «versificando» ante el cadáver de una criatura a la que acababa de asesinar?

Tuve que tomar asiento en un banco del parque más cercano con la vana intención de calmar unos nervios que tenía a flor de piel, y el hecho de contemplar a un grupo de niños que jugaban entre los árboles me obligó a buscar a mi alrededor con la mirada, como si temiera que alguno de los escasos transeúntes que deambulaban por las proximidades pudiera resultar un pederasta al acecho.

Cuando al fin conseguí analizar con cierta frialdad la brutal impresión que me había producido la contemplación de aquellas horrendas fotografías, o el hecho de haber leído tan demoníaco canto a la barbarie, llegué a la conclusión de que tal vez lo que más me impresionaba de todo ello era la descarada prepotencia y la demoledora sensación de impunidad que emanaba de la forma de comportarse de un personaje que se mostraba tan abiertamente endiosado.

—La diferencia entre las Bestias y los Monstruos estriba en que los primeros se enorgullecen de sus actos y los segundos nos arrepentimos.

Recordé la frase y llegué a la conclusión de que aquella no era más que una nueva faceta del viejo dicho de que se aprecia más el defecto propio que la virtud ajena.

Un individuo que para conseguir una erección necesitaba torturar, violar y asesinar a una niña se sabía tan total y desesperadamente impotente que tenía la ineludible necesidad de buscar una justificación a sus actos o de lo contrario se vería obligado a colgarse del árbol más próximo.

Y esa justificación no podía ser otra que proclamar a los cuatro vientos que sus abominables miserias no eran en realidad más que una justa y lógica rebelión contra una sociedad decadente y corrompida, sin tener en cuenta que él era el mejor exponente de la decadencia y la corrupción de dicha sociedad.

Fuera quien fuese, y tratara de justificarse como quiera que lo hiciese, se sentía a salvo entre los recovecos de internet y en la certeza de su anonimato, por lo que fue en la soledad de aquel banco de aquel parque donde llegué a la conclusión de que en la fe ciega que tenía en su impunidad, residía su mayor debilidad.

Al día siguiente me fui a otro cibercafé, volví a conectar con su página y le envié un mensaje:

Como Bestia no eres tan perfecta como aseguras.

Cometiste un error al dejarme tirada en aquel bosque

sin cerciorarte de que estaba muerta.

Ahora ando tras la pista de tu Mercedes negro.

Me habría encantado ver su rostro en el momento de leer el mensaje, convencido como estaba de que quizá por primera vez le temblaría el pulso y se sentiría humillado ante unos seguidores que empezarían a plantearse que aquel a quien tanto admiraban era en realidad un chapucero que dejaba vivas a sus víctimas.

Me alegró comprobar que en él podía más la soberbia que la prudencia, puesto que a los pocos instantes llegó la respuesta:

Yo nunca cometo errores.

Estabas muerta y bien muerta.

Le contesté de inmediato:

Peor para ti si es una muerta la que te persigue.

Empieza por afeitarte ese ridículo bigotito.

En realidad no eres más que un fascista impotente.

Y quienes te siguen, tan impotentes como tú.

E igualmente fascistas.

En esta ocasión no recibí respuesta, y en verdad tampoco la esperaba porque quienquiera que fuese que había recibido tan inesperados y sorprendentes mensajes debía necesitar mucho tiempo para asimilar su significado.

No puedo negar que disfruté al imaginármelo tumbado en la cama, aterrorizado por la idea de que una asesina profesional que le conocía en persona seguía con vida y dispuesta a vengarse.

¿Qué estaría pasando en esos momentos por su mente?

Sin duda se preguntaría si entraba dentro de lo posible que hubiera cometido un error tan estúpido como dejar con vida a una persona a la que le había disparado un tiro en la nuca, o hasta qué punto resultaba factible que al cabo de unos días su víctima se encontrara en disposición de amenazarle.

Al ser testigo en primer plano de cómo la cabeza de Omaira reventaba a causa del impacto de una bala de gran calibre, debería resultarle inadmisible que su cerebro destrozado fuera capaz de coordinar una sola idea sensata, y menos aún de recordar la marca de su coche o la forma de su bigote. Debía sentirse como quien descubre una grieta en los cimientos de su inaccesible fortaleza, lo que a mi modo de ver le obligaba a sentir miedo.

Y si había algo de lo que estaba convencido era de que cuando alguien siente miedo, no se arriesga, y por lo tanto resultaba hasta cierto punto sensato suponer que, dadas las circunstancias, la Bestia Perfecta no se decidiera a actuar por el momento. Ello contribuiría a salvar vidas y me concedía un cierto margen de tiempo.

La mejor forma que existía de resquebrajar aún más sus defensas era continuar acosándole, para lo cual necesitaba que Omaira me proporcionara nuevos datos que añadieran credibilidad al relato.

—No se me ocurre nada.

—¡Haz memoria! Cualquier detalle, por nimio que parezca, puede contribuir a que pierda los nervios; algo de lo que hablarais que le convenza de que se trata efectivamente de ti.

—No recuerdo que habláramos de nada en especial.

—Es que no tiene por qué ser especial. Normalmente nadie habla de nada «especial»; basta con hacer referencia al tema.

La colombiana, ¿o quizá sería mejor decir la difunta colombiana?, se limitó a encogerse de hombros antes de señalar:

—Hablamos del tiempo, de lo que me parecía España y de lo bien cuidado que tenía un coche que estaba a punto de llegar al medio millón de kilómetros.

—¡Medio millón de kilómetros! Eso si que es raro.

—Es lo que él aseguraba... Y se sentía particularmente orgulloso de él porque la verdad es que el carro aparecía impecable.

Mi siguiente mensaje debió de ponerle bastante nervioso.

La próxima vez que lleves tu coche a reparar,

te estarán esperando.