Hay pocos Mercedes negros con medio millón de
kilómetros a cuestas.
Y ninguno que pertenezca a un pederasta
tan estúpido como para hacerse llamar
la Bestia Perfecta
No obtuve respuesta.
¿Qué respuesta había?
En aquellos momentos se estaría preguntando si realmente la policía estaba al corriente de las especiales características de su vehículo.
Ahora lo estaría.
Según el Monstruo, la policía solía acceder a aquellas páginas aunque la mayor parte de las veces no consiguiera evitar que se colgaran en la red.
Lo que sí hacían era «marcarlas» por medio de un sofisticado sistema informático que permitía seguirles el rastro por los canales de internet y localizar a los que accedían a ellas.
En el caso de que la policía hubiese detectado esta, cosa de la que no podía estar seguro, era probable que se preguntaran quién se dedicaba a proporcionarles una información tan valiosa como poco ortodoxa sobre un pederasta asesino.
Admito que en cierto modo aquella inusual forma de acosarle se estaba convirtiendo en una especie de juego cuyo principal objetivo era, repito, conseguir que perdiera la ciega confianza que demostraba tener en sí mismo y en su total impunidad. Tal vez por primera vez en su vida la Bestia estaba experimentando la desagradable sensación de haber pasado de perseguidor a perseguido, y de actuar en las sombras a sentirse observado desde la oscuridad cuando la luz de un potente foco le iluminaba.
Quiero suponer que estaba asustado.
Y lo supongo por el hecho de que si algo he aprendido en este tiempo, es a olvidar mi propia forma de sentir y pensar con el fin de colocarme en el lugar de mi oponente. Y no es tarea fácil. En este caso en particular no resultaba en absoluto sencillo tratar de introducirse en la mente de un hombre que disfrutaba torturando a una criatura. Por más que lo intentara no alcanzaba a entender por qué razón aquellas escenas tenían la «virtud» de excitar sexualmente a alguien, y tuvo que ser el Monstruo quien acudiera en mi ayuda.
—No te esfuerces. De la misma forma que un ciego no concibe los colores, o un sordo de nacimiento ni siquiera imagina lo que puede ser la música, un ser humano «normal» nunca entenderá que existan personas que, como nosotros, prefiramos un capullo cerrado a una flor en todo su esplendor.
—En verdad que no lo entiendo. Un capullo cerrado no es nada.
—Es la promesa de algo maravilloso... Nuestra imaginación consigue que ese compacto amasijo de hojas se convierta en la flor más perfecta que jamás pueda existir, por lo que elegimos desgarrar el capullo, destrozándolo, antes que permitir que la flor se abra y nos decepcione.
—¡Estáis locos!
—Si partimos del hecho de que a todos aquellos que no responden a los cánones que la sociedad ha establecido se les tacha de locos, ciertamente lo estamos. Pero por esa regla de tres tú eres el más loco de todos, puesto que eres el único que se relaciona con los muertos. Y eso sí que no responde a ningún canon de comportamiento.
—Entra dentro de lo posible que sea cierto.
—Lo es si te detienes a pensar que tan difícil resulta explicar por qué razón hablas conmigo, con una colombiana a la que le volaron la cabeza, o con dos niñas asesinadas, como le resulta imposible a un pederasta explicar la razón por la que le atraen los niños.
Estaba en lo cierto; mal que me pesara acertaba al afirmar que la mía era la más grave de las locuras imaginables, pero me consolaba la idea de que, para atrapar a un ser tan desquiciado como la Bestia Perfecta se necesitaba a alguien aún más desquiciado.
No respetar las reglas es la única opción que queda a la hora de luchar contra quienes no respetan ninguna regla.
Y la más eficaz, al menos eso creía en aquellos momentos, era la de contraatacar con sus propias armas: el miedo y la impunidad. Mi nuevo paso fue aún más allá.
Jimena opina que si como asesino has demostrado
ser un chapucero, como pianista eres un
auténtico desastre. ¿Te acuerdas de Jimena?
¿Qué pasaría por la mente de un hombre, por enferma que estuviera esa mente, que comenzara a sospechar que sus víctimas le perseguían desde el más allá?
Su respuesta me dio la pauta a seguir.
¿Quién demonios eres?
Una bestia mucho más perfecta que tú.
Quienes te creen omnipotente harán bien en
abandonarte.
Ahora sí que ya no eres más que la mota
de caspa de un cadáver que se pudre bajo tierra.
Empecé a abrigar el convencimiento de que el camino más directo pasaba por herir su amor propio, menospreciar su egolatría, atemorizarle y llevarle al convencimiento de que había perdido su impunidad.
—Puede que tengas razón y esa sea la fórmula —admitió Bartolomé Cisneros cuando le puse al corriente de mis planes—. Rodear de fuego al alacrán hasta que acabe por clavarse su propio aguijón. Pero me preocupa que en su desesperación se lance a atacar con más saña.
—En ese caso cometerá errores que nos permitirán atraparlo.
—Pero para que cometa esos errores alguna criatura tendrá que pagar las consecuencias, por lo que a mi modo de ver has asumido una responsabilidad excesiva. —Agitó una y otra vez la cabeza negativamente al añadir—: Tal vez hubiera sido mejor seguir en silencio la pista de ese coche.
—Podría llevarnos meses —le contradije—. O tal vez años, porque no creo que hubiéramos convencido a la policía de que colaborara basándonos en las informaciones de una difunta. Y ya hemos visto que, siguiendo las normas, ni la policía ni nadie ha conseguido destruirle.
—Tal vez opte por ocultarse una temporada, esperar a que las aguas vuelvan a su cauce y reaparecer cuando se sienta nuevamente seguro —intervino María Luisa, que hasta ese momento se había limitado a escuchar—. Es lo que yo haría.
—Tú sí... Y cualquier persona normal. Pero él nunca se conformará con una derrota aunque sea temporal, arriesgándose a perder a su corte de admiradores. Alardea de ser la Bestia Perfecta, y estoy convencido de que disfruta tanto vanagloriándose de haber matado y violado a una criatura como haciéndolo. Para él exponer esas fotos en la red equivale a repetir el acto.
—¿Cómo se puede llegar a tener un cerebro tan putrefacto?
—Eso, ni tú, ni yo, ni nadie conseguirá averiguarlo nunca, querida... Si estuviéramos capacitados para ponernos en su lugar nos resultaría sencillo aniquilarlos porque el principal problema estriba en que luchamos contra seres a los que no entendemos.
Alicia Jiménez se presentó...
Alicia Jiménez se presentó una mañana en mi casa de forma inesperada.
Tenía bastante mejor aspecto que la última vez que nos vimos, debido sin duda al hecho de que se había alimentado de una forma algo más coherente, y aunque aún me impresionaron sus oscuras ojeras y la tristeza de su mirada, cabría afirmar que se esforzaba por abandonar el profundo pozo de desesperación en el que se encontraba sumida desde la muerte de su hija.
Cuando le pregunté la razón de tan sorprendente visita, su respuesta no me extrañó demasiado:
—Necesitaba estar cerca de ella —dijo.
La llevé al jardín posterior al tiempo que le decía:
—Nunca entra en la casa. Esta es la zona por la que suele moverse.
—¿Está aquí ahora?
—No.
—¿Le importaría que me quedara un rato?
—En absoluto.
La dejé allí, sentada casi en el mismo lugar en que acostumbraba a sentarse Jimena, y al regresar a mi despacho me desconcertó descubrir que Omaira la observaba a través de la ventana.
—¿Cree que en el infierno serán menos duros conmigo si me esfuerzo por evitar que otras madres sufran lo que esa pobre mujer está sufriendo?