—No tengo ni la menor idea... —repliqué, y era sincero—. En primer lugar porque no estoy seguro de que exista el infierno, pero en el caso de existir dudo que las buenas obras que se ejecuten después de muerto se computen de la misma forma que si se hubieran hecho en vida.
Acudió a acomodarse en la butaca, frente a mi mesa, y casi se podría considerar que sonreía al comentar:
—Los seres humanos serían mucho mejores si se les diera la oportunidad de saber lo que significa estar muertos aunque tan solo fuera durante una corta temporada.
—Me da la impresión de que eso ya se lo he oído antes a otro muerto.
—No me sorprende; por desgracia tan solo aprendemos a valorar lo que tenemos cuando lo hemos perdido... —Me miró de frente, con aquella mirada en la que parecía que estuviera viendo a través de mi cuerpo y al poco añadió—: Me he estado esforzando en recordar detalles de mis conversaciones con ese cerdo, y hay uno que tal vez pueda servirle; en un determinado momento le pregunté la hora, me mostró su reloj y me llamó la atención que en la esfera aparecía el escudo de un equipo de fútbol.
—¿Un equipo de fútbol? ¿Qué equipo?
—No lo sé, pero recuerdo que se me antojó impropio de un hombre tan peripuesto como él.
—¿Reconocerías ese escudo si lo vieras?
—Supongo que sí.
Me conecté por internet con las páginas de los equipos de fútbol de primera división y casi al instante señaló uno de ellos.
—¡Ese!
—¿Estás segura?
—Completamente.
—¡Hijo de la gran puta! Ya podría haber sido socio del Barça.
—¿Cuál es la diferencia?
—Que me jode tener algo en común con semejante degenerado, aunque tan solo sea el hecho de que seamos aficionados al mismo equipo.
—Parece lógico viviendo en la misma ciudad... ¿O no?
—Depende de cómo se mire... Al pensar en un pederasta exhibicionista y asesino no se te pasa por la mente la idea de que pueda gustarle el fútbol, y menos hasta el punto de llevar un reloj con el escudo de su equipo.
—Supongo que habrá muchos momentos en los que hasta un pederasta asesino se comporte como alguien que pudiéramos considerar «normal».
—No deberían tener derecho a ello; son alimañas y no me las imagino saltando de alegría cada vez que Raúl marca un gol, de la misma manera que me resisto a imaginármelos disfrutando de una buena cena o una agradable charla entre amigos cuando acaban de violar y asesinar a una criatura.
—No lo concibe porque tiene conciencia y considera que esta le estaría reclamando continuamente por lo que ha hecho —dijo la colombiana como si estuviera intentando aclararme cómo se resolvía un pequeño problema doméstico—. Pero un psicópata infanticida, o incluso un simple pistolero profesional, ni tan siquiera se plantea semejante posibilidad; hace lo que quiere hacer procurando que no le atrapen y basta. A mí siempre me preocupó el castigo que pudiera llegarme desde fuera, no el que emanara de mi interior.
Desapareció, no por seguir la molesta costumbre de los difuntos a los que les encanta ir y venir a su antojo sin dar explicaciones, sino porque se escucharon los pasos de Alicia Jiménez, que al poco hizo su aparición en el umbral de la puerta para comentar en tono de sincera admiración:
—Tiene una casa preciosa.
—¡Tendría que haberla visto hace un par de años! Era una auténtica pocilga que se caía a pedazos.
—Pues está claro que se ha gastado una fortuna en restaurarla.
—No fui yo... Nunca hubiera conseguido reunir tanto dinero; la reparó su antigua propietaria, que había nacido aquí, pero cuya familia se había visto obligada a huir a México durante la guerra civil. Cuando regresó, muy anciana, muy rica, y muy, muy excéntrica, se ofreció a pagar los gastos de reparación a cambio de que le permitiera pasar de tanto en tanto algunos días en su antigua habitación.
—Por lo que veo le suelen ocurrir cosas extrañas.
—Pero siempre relacionadas con esta casa... Hasta que la compré yo era un funcionario de ministerio de lo mas normal, divorciado, aburrido y cuya única pasión se centraba en pasarse horas oculto entre la maleza estudiando la vida de las aves.
—¿Ya no lo hace?
—Sí, pero ahora no las observo por simple curiosidad, sino por una razón muy concreta; estoy tratando de averiguar el motivo por el que nunca se ha dado el caso de que un ave muera en pleno vuelo sin haber sido atacada por un depredador.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que los albatros, los cormoranes, los gansos, las cigüeñas y hasta las más pequeñas de las aves migratorias consiguen volar durante miles de kilómetros manteniéndose días enteros en el aire, sin que jamás se haya sabido de una de ellas que, pese al terrible esfuerzo, se haya desplomado de improviso.
—Será debido a su especial constitución genética; han nacido para eso.
—En efecto. ¿Pero qué tiene de especial la constitución de su corazón que las hace inmunes al infarto cualquiera que sea el esfuerzo o el estrés al que se les someta? Un colibrí bate las alas millones de veces al día, incluso volando hacia atrás sin agotarse, pero si a un mamífero se le exigiese la mitad de ese esfuerzo, le fallaría el corazón. Quizá, si se investigara se podría descubrir las causas y encontrar un remedio al infarto que mata a miles de seres humanos cada año.
—No sabía que le interesara la medicina.
—Y no me interesa especialmente... Me limito a exponer una teoría basada en simples observaciones. No me considero capacitado para dar respuestas, pero creo que tengo el derecho, y casi la obligación, de hacer la pregunta a quien corresponda: ¿por qué no se investiga en qué se diferencian esencialmente el corazón de un ave del de un mamífero?
—Tengo un amigo cardiólogo que tal vez conozca la razón. Pero lo que ahora me gustaría saber es a qué atribuye que todos esos fenómenos extraños le ocurran desde que compró esta casa.
—A que se asienta sobre la cueva en que habitaba un ermitaño del que se decía que se comunicaba con los muertos.
—¿Y lo cree?
—¿Que se comunicara con los muertos...? ¿Por qué no? A mí me ocurre a diario y supongo que un muerto de hace trescientos años no se diferencia en mucho de uno actual. Desde luego, prefiero aceptar esa teoría, por absurda que parezca, que admitir que estoy loco y es mi imaginación la que crea a esos difuntos.
—Si quiere que le sea sincera, yo también era de la opinión de que estaba loco hasta que sentí la presencia de Jimena en el salón de mi casa —dijo al tiempo que ensayaba lo que pretendía ser una sonrisa—. Y ahora, ahí fuera, en el jardín, experimenté esa misma sensación de que se encuentra muy cerca.
—¿Y eso le asusta?
—¡En absoluto! Se trata de mi hija. ¿Qué mal podría causarme?
—Ninguno, porque ningún mal le causarán nunca los muertos, se traten o no de su hija. Para hacer daño es necesario utilizar la imaginación, y los difuntos carecen de ella.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que no pueden imaginar de la misma manera que no pueden mentir; se limitan a «estar». Y únicamente cuando a ellos les apetece.
—O sea, ¿que usted no puede convocarlos?
—¡En absoluto! No soy un médium ni nada por el estilo, y estoy convencido de que si los llamara dejarían de venir. Son ellos los que se sirven de mí, no yo de ellos.
—En ese caso supongo que resultaría inútil que le pidiera que se pusiera en contacto con mi marido.
—Totalmente... Ni siquiera se me ha pasado por la mente la idea de ponerme en contacto con mi padre, al que adoraba; es más, no me gustaría verle porque prefiero recordarle como era en vida.
—¿Y eso?
—Siempre fue un hombre extraordinariamente alegre, divertido y vitalista, y los difuntos rezuman tristeza.
—¡Lógico, si están muertos!
Se aproximó a la ventana, contempló el jardín y el sol, que comenzaba a ocultarse en el horizonte, y al poco dijo: