—¿Le importaría que pasara aquí la noche? No me apetece la idea de conducir hasta Cuenca a estas horas.
—Faltaría más. Puede dormir en la habitación de invitados, que tiene las mejores vistas de la casa.
Preparé unos espaguetis al azafrán, que era uno de los pocos platos que sabía que nunca me fallaban, y me agradó comprobar que no necesitaba obligarla a comer ya que lo hacía con notable apetito. Tuve la sensación de que el hecho de encontrarse allí, tan cerca de Jimena, le proporcionaba una nueva razón para vivir, y por mi parte debo admitir que me agradaba la idea de atenderla, aunque tan solo fuera en las sencillas tareas domésticas de servirle la cena o entregarle toallas limpias y una botella de agua fría.
Me precio de ser un hombre delicado con las mujeres, pero mi relación con Macarena durante los últimos años de nuestro matrimonio había resultado demasiado tensa, por no decir abiertamente agria, ya que mi ex esposa era de ese tipo de personas que se consideran autosuficientes en todo aquello que no se refiera al dinero.
Hay mujeres que tan solo permiten que se las proteja económicamente sin caer en la cuenta de que a los hombres nos agrada cuidarlas más allá del hecho de regalarles un abrigo de visón o darles dinero cada mes.
Atender a una sencilla ama de casa y tres o cuatro hijos, hacer bien mi trabajo y dedicar mi tiempo libre a observar a los pájaros fueron mis metas, pero cometí el error de casarme con una ambiciosa universitaria que no quiso darme más que un hijo, despreciaba mi trabajo porque no me hacía rico, y jamás pasó una sola hora a mi lado observando a los pájaros.
El mérito de los héroes se asienta en el hecho indudable de que la mayoría de las personas corrientes nunca hemos pretendido ser héroes porque solemos sentirnos más cómodos en el anonimato de este lado de la pantalla del televisor.
No niego que en un momento dado soñé con la posibilidad de convertirme en un original diseñador de puentes, pero lo que me empujaba a ello era la emoción de enfrentarme a los retos de la técnica, no la necesidad de ser reconocido o alabado de un modo personal.
La mayoría de los seres humanos que se sienten muy desgraciados lo son porque aspiraron a ir mas allá de lo que les permitían sus capacidades sin conformarse con la minúscula porción de vida que les había correspondido en el reparto.
Triste debe de ser fracasar cuando se han librado grandes batallas, pero denigrante resulta fracasar cuando tan solo nos hemos enfrentado a ridículas escaramuzas.
Hasta el bendito o maldito día en que los difuntos se cruzaron en mi camino me consideraba el más gris de los humillados, y a menudo me asalta la sensación de que fue por mi falta de carácter por lo que los que ya ni tan siquiera tenían aire para respirar decidieron acudir en mi busca.
Curiosamente, la fuerza que no supe extraer de la vida la obtuve de la muerte, y alguien que con anterioridad no consiguió destacar por nada pasó a destacar más que ningún otro al convertirse en el único vínculo de unión entre las dos orillas del más profundo y tenebroso de los ríos.
¿Por qué?
¿Por qué yo?
Supongo que esa es una pregunta para la que nunca sabré encontrar una respuesta, ya que no se trata de un problema matemático ni de una situación que se preste a aplicar la experiencia obtenida, y nadie que yo conozca tiene experiencia sobre cómo tratar a los difuntos.
Si me eligieron por mi debilidad, han conseguido convertirme en el más fuerte, y como tal me enfrentaré sin miedo al peor enemigo que nadie haya conocido, porque lo máximo que puedo perder es la vida, y soy el único que sabe, a ciencia cierta, que esa vida no es más que la primera etapa de un largo camino.
¡Qué sencillo resultaría todo si además fuera capaz de creer que al final de ese camino se encuentra Dios!
Envidio a quienes tienen fe. En ocasiones los desprecio, pero son más las veces que me sorprendo a mí mismo buceando en el fondo de mi alma en demanda de aquel que sabría darle un sentido a todo cuanto me está ocurriendo.
Hace años escuché una frase que me causó una honda impresión: «Dios no es más que el postrer refugio de los atribulados», y me impresionó especialmente por la elección de la palabra: «atribulado», que expresa mejor que cualquier otra lo que experimenta un ser humano cuando siente miedo, soledad, desamparo, vacío y desconcierto. Nunca he podido evitar que al pensar en un ser «atribulado» me venga a la mente la imagen de un viejo velero navegando por un mar oscuro y encrespado sin capitán, sin rumbo y sin timón.
Alicia Jiménez no parecía tener el menor interés en ocultar que en aquella particular etapa de su vida, o quizás en todas, necesitaba que cuidaran de ella.
Ignoro si en algún momento fue una mujer fuerte a la que el destino había golpeado con tanta saña que había acabado por desequilibrarse, o siempre se había comportado así, pero lo cierto es que muy de mañana me la encontré sentada en el jardín sumida en uno de aquellos largos períodos de ausencia en los que realmente parecía haberse «mandado mudar a otra ciudad», sin responder más que con monosílabos y con tal aire de desamparo que su difunta hija la observaba con la expresión más triste que jamás haya descubierto en los ojos de un muerto.
—Tal vez sea por ella por lo que me encuentro ahora aquí —musitó Jimena en voz muy baja y como si temiera despertarla—. Ya no siento odio por lo que me hicieron y supongo que no me es dado experimentar deseos de venganza, pero al verla no puedo soportar la idea de que quien la ha llevado a esos extremos siga causando daño a otras personas.
—Te prometí acabar con él y pienso hacerlo.
—¿Cómo y cuándo?
—El cómo depende de ti, de Andrea y de esa muchacha, Omaira, que sois quienes tenéis que proporcionarme los datos que me sirvan para continuar acosándole; el cuándo es únicamente cuestión de suerte.
—En mi situación resulta muy difícil creer en la suerte.
Cuando «tu situación» es llevar meses descomponiéndote en el fondo de un pozo debe de ser ciertamente harto difícil confiar en la suerte, y cuando «tu situación» es vivir rodeado de difuntos y de una pobre mujer en estado casi catatónico las expectativas tampoco se presentan mejores.
Esa tarde descendí a la cueva del anciano Tavaré con el fin de tumbarme en el viejo camastro del ermitaño en un desesperado intento por conseguir que el espíritu del desaparecido anacoreta visionario acudiera en mi ayuda mostrándome el camino que me llevara hasta la Bestia, aun a sabiendas de que poco podría hacer alguien que había dejado de existir trescientos años antes.
Aunque, a decir verdad, en el fondo de mi alma estaba convencido de que, pese a los siglos transcurridos, el comportamiento humano continuaba siendo el mismo.
¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada.
¡Vedla por última vez, en el último instante!
Os la ofrezco como un raro presente,
disfrutad del momento, compartidlo conmigo,
permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos.
Que corra el semen y el cuerpo se estremezca.
Yo cargo con las culpas,
tan solo sois testigos y el mirar no hace daño.
¡«El mirar no hace daño»!
¡Falso!
Mirar aquellas fotos me causó un daño irreparable, puesto que había abierto en mi cerebro la ventana a un nuevo universo del que jamás pude imaginar la existencia.
Una cosa es oír hablar de violadores asesinos de niños, y otra muy diferente contemplar las espeluznantes imágenes de cómo se han cometido esos crímenes.
¿Y el resultado?
Una encantadora criatura llena de esperanzas de vida convertida en un guiñapo ensangrentado por el mero capricho de un sádico.
Durante unas décimas de segundo me quedé traspuesto, y como me venía ocurriendo cada vez con más frecuencia, me vi a mí mismo en el papel de la Bestia, jadeando ante un minúsculo cadáver de ojos dilatados por el terror y la entrepierna ensangrentada que aparecía tendida sobre una enorme cama cubierta con una manta azul adornada con pequeñas flores blancas.