—Por lo que veo solo le faltaba que le acusaran de conducir borracho y de evasión de impuestos. Pero sigo sin entender adónde pretendes llegar con todo esto, y de qué puede servirme a la hora de atrapar a la Bestia Perfecta.
—¿Lo entenderías mejor si te dijera que el barón Gilles de Rais fue en realidad la primera Bestia Perfecta, el iniciador de una auténtica «dinastía» de pederastas asesinos?
—¿Pretendes hacerme creer que las Bestias actuales son seguidores del barón? ¡Pero qué bobada dices!
—Ninguna bobada. ¿A cuánta gente asesinó Adolf Hitler?
—A mucha, supongo...
—Se asegura que casi cien millones de personas murieron directa o indirectamente por su culpa, y sin embargo existen miles de fanáticos dispuestos a seguir sus pasos resucitando los peores horrores del nazismo. Los encontramos entre los paramilitares, los gamberros que acuden a los campos de fútbol o los intelectuales de las más famosas universidades. Y lo más curioso del caso es que Hitler ni siquiera disfrutaba sexualmente al ordenar que gasearan indiscriminadamente a judíos o gitanos. ¿Te sorprende que en un mundo en el que el mayor genocida de la historia, que actuaba impulsado por absurdas y trasnochadas convicciones políticas, cuente con legiones de admiradores, subsista de igual modo un grupúsculo de seguidores de alguien que «únicamente» asesinó a trescientos niños arrastrado por un impulso sexual incontrolable?
—Visto de ese modo...
—El modo de verlo es que la mente humana resulta inescrutable, y te lo está diciendo alguien como yo, que disfrutaba, tal como podía disfrutar el barón de Rais, violando y asesinando arrastrado por ese impulso irrefrenable. Él mismo contó, con todo lujo de detalles, el inmenso placer que le producía entrar en la sala donde estaban los chicos, escuchar sus lamentos y contemplar sus heridas. Les cortaba las ligaduras, les cogía en brazos y les secaba las lágrimas reconfortándolos, pero una vez que se había ganado su confianza, sacaba un cuchillo y les cortaba la cabeza.
—¡Para ya! Me está enfermando escucharte.
—No es momento de parar. Si pretendes penetrar en nuestro mundo tienes que conocerlo en la inconcebible magnitud de sus miserias o continuarás avanzando a ciegas. En ocasiones, Gilles de Rais llamaba a su peluquero para que ondulara el cabello de la cabeza cortada de un niño y le maquillara los labios y las mejillas. Cuando tenía bastantes cabezas se celebraba una especie de concurso de belleza, en el cual los invitados votaban a la que les parecía la más deseable.
—Por lo que veo, incluso en vida contaba con partidarios tan degenerados como él, que le seguían el juego y le reían las gracias.
—Unos lo hacían por dinero; otros, por miedo; y supongo que algunos, porque compartían sus aberraciones. El barón reconoció ante los magistrados que su mayor placer era ver cómo los niños agonizaban lentamente, pero que en los cargos que se le imputaban no había intervenido nadie más que él, ni había obrado bajo la influencia de otras personas, sino que siguió el dictado de su propia imaginación con el único fin de procurarse placer. Fue condenado a morir en la hoguera, pero por su condición de noble, y dado que mostró arrepentimiento de los cargos de herejía, ¡no de los de asesinato!, primero fue colgado y su cadáver, incinerado. Su testamento concluye con una frase que muestra mejor que ninguna otra su carácter: «Yo hice lo que otros hombres sueñan.»
—¿Estás de acuerdo con eso?
—¿Qué quieres decir?
—¿Que si como asesino de niñas compartes sus ideas?
—Sí y no. Sí, en cuanto que fue capaz de hacer lo que le apeteció; no en cuando al hecho de hacer sufrir sin experimentar ningún tipo de arrepentimiento. Yo fui un pederasta, no un sádico; sentía ternura y una especie de amor por las niñas a las que violé y asesiné, a las que procuraba apartar luego de mi mente; Gilles de Rais no disfrutaba con el placer del sexo, sino de la violencia más absurda y gratuita y se regodeaba con su horrenda obra conservando las cabezas de sus víctimas.
—¿Es eso lo que le convierte en Bestia? ¿En la Bestia Perfecta?
—Más o menos... Digamos que la diferencia entre Gilles de Rais y los de mi condición es semejante a la que pudiera existir entre Adolf Hitler y Benito Mussolini. Medio siglo después de su desaparición miles de retrasados mentales continúan adorando a un psicópata asesino alemán, pero casi nadie se acuerda de un vociferante fantoche italiano.
—¿Y a qué lo atribuyes?
—A que los dos tenían un indudable carisma, pero Hitler era absolutamente inhumano, y eso es lo que en verdad atrae a los más degenerados.
—¿O sea que el mal, para resultar atractivo tiene que llegar a sus últimos extremos?
—Los nazis tenían muy claro que las medias tintas nunca han arrastrado a las masas. Para sentirse motivado el hombre mediocre necesita del exceso; tan solo los muy inteligentes se encuentran cómodos en una situación de equilibrio.
—No obstante, como posible seguidor del barón de Rais, la Bestia Perfecta está demostrando no ser en absoluto mediocre, sino más bien inteligente.
—Por eso es quien es y continúa en libertad burlándose de todos; de otro modo hace tiempo que estaría entre rejas. Asesinos de niños que se conectan a internet hay muchos, pero a casi todos acaban cazándolos. Él es «especial» y por lo tanto nunca comete errores.
—Yo le he obligado a cometer uno al contestarme. Y cometerá muchos más cuando se sienta acosado.
—¿Y cómo piensas acosarle?
—Le he enviado un nuevo mensaje:
¿Cómo puede alguien que se autodenomina la Bestia Perfecta
utilizar un reloj con el escudo de un equipo de fútbol...?
¡Hace falta ser imbécil!
Se detuvo en el umbral...
Se detuvo en el umbral de la puerta y me dio la impresión de que estaba preguntándose qué diablos hacía allí, o si resultaba posible que se hubiera equivocado de persona. No dije nada porque sabía muy bien que era él quien debía tomar la iniciativa visto que era él quien había acudido en mi busca. Por fin, tras unos momentos de duda, y con el aire de quien penetra en la consulta del dentista, lo que le producía, sin duda, una lógica aprehensión, inquirió tímidamente:
—¿Molesto?
—¡En absoluto!
—¿Podría dedicarme unos minutos?
—¡Naturalmente!
Permaneció en pie, con los dedos de las manos entrelazados, muy tieso ante la mesa, y pese a que le invité con un gesto a tomar asiento lo rechazó al tiempo que me decía:
—¿Es cierto que puede ayudarme?
—Lo ignoro. ¿De qué se trata?
Dudó una vez más, giró la vista alrededor, agitó ahora las manos evidenciando que no sabía qué hacer con ellas, y al fin musitó apenas:
—Me da vergüenza contarle lo que me sucedió. ¡Resulta todo tan estúpido!
—Inténtelo y yo decidiré si se me antoja tan estúpido como asegura.
—Le garantizo que resulta increíblemente absurdo, pero supongo que ya que he venido hasta aquí resultaría mucho más absurdo no contarle mi historia. Me llamo Miguel López Garrido, desde que yo recuerde siempre he sido viajante de joyería y nunca tuve el menor problema, ni con mis clientes, ni mucho menos con mis jefes... Sin embargo, hace unos tres años me confiaron un muestrario más valioso de lo normal, lo cual no pude evitar que me pusiera bastante nervioso.
—Comprensible...
—Se trataba de muchísimo dinero... Joyas destinadas en última instancia a un cliente muy especial, Pepe Carlín, que prefería permanecer en segundo plano porque era cosa sabida que estaba implicado en el narcotráfico gallego y probablemente aquella debía ser una forma sencilla de blanquear dinero.