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Le observé largo rato; aparentemente era un hombre normal, de los que se nos cruzan cada día por la calle o nos atienden en unos grandes almacenes, y tal vez únicamente sus ojos, pese a ser ojos de muerto —de aquellos que miraban como si todo lo vieran plano— permitían intuir el fuego interior que parecía abrasarle.

Me hice una vez más la pregunta que me venía obsesionando desde hacía ya mucho tiempo: ¿se trataba tan solo de una creación de mi mente enferma, o era realmente el espíritu de un asesino el que había acudido a mi demanda de ayuda?

¿Qué clase de ayuda?

Aquella que me permitiera entender por qué razón existían hombres que se comportaban como fieras.

—¿Has conocido a otros como tú?

—¿Cómo podría conocerlos? Desde el día en que cometí mi tercer crimen permanezco encerrado en el laberinto de mi propio horror, y eres la primera persona, viva o muerta, a la que veo desde el momento en que mi coche se precipitó al abismo.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Porque eres tú quien ha hecho esa pregunta, y algún poder de convocatoria debes tener sobre quienes estamos muertos.

—Al parecer lo tengo. O al menos lo tenía en un tiempo en que fueron legión los que acudieron a mí pidiendo justicia, pero nunca he conseguido averiguar si el mérito es realmente mío.

—¿De quién si no?

—Es muy posible que se deba al hecho de que bajo esta casa se encuentra la que antaño fuera la famosa Gruta de las Reclamaciones, a la que peregrinaban como último recurso aquellos a los que nadie había escuchado cuando exponían sus reivindicaciones.

—¿Vivos o muertos?

—Por lo que sé, tanto vivos como muertos, aunque ya no quedan vivos que recuerden su existencia.

Le observé de nuevo con profunda atención, reparando por primera vez en el hecho de que a su mano izquierda le faltaban dos dedos, antes de añadir:

—Supongo que no has venido a presentar ningún tipo de reclamación.

—No, en efecto...

Al advertir la dirección de mi mirada, comentó con naturalidad:

—El meñique me lo corté al día siguiente de matar a Graciela, y el anular, al asfixiar a Carolina. Abrigaba la esperanza, estúpido de mí, de que el hecho de mutilarme me frenaría a la hora de reincidir, pero no fue así.

—Lo que tenías que haber hecho era cortarte el pene.

Se encogió de hombros y resultó evidente, por el tono de voz y por el hecho de que yo sabía que los muertos no pueden mentir, que era absolutamente sincero al señalar:

—No hubiera servido de nada; la necesidad de violar no radica en el pene, se esconde en la cabeza.

—Explícate.

—¿Y qué puedo decir? Yo era un hombre normal, con una familia normal y un trabajo normal, tan pacífico que no recuerdo haber discutido nunca con nadie. Solía llevar una vida tranquila, sin aventuras ni sobresaltos, hasta que una adolescente con un libro en la mano se cruzaba en mi camino. A partir de ese instante me invadía una espantosa sensación de angustia, como si no fuera capaz de respirar hasta el momento en que la volviese a ver, desnuda, y con un libro abierto cubriéndole la cara.

—¡Qué absurdo!

—¡No! No lo es tanto. Todo empezó la tarde en que, siendo aún casi un niño, entré en la habitación de mi hermana y me la encontré desnuda sobre la cama. Se había quedado dormida con un libro cubriéndole la cara. La contemplé durante mucho rato y llegué a la conclusión de que aquel pubis tan abultado y blanco, con apenas una sombra de suave vello dorado que no alcanzaba a ocultarlo, era lo más hermoso que hubiera visto nunca.

Chasqueó la lengua al tiempo que agitaba negativamente la cabeza al concluir:

—Ninguna mujer adulta tiene, ni tendrá nunca, un pubis semejante.

¿Qué se le podía decir a un difunto que por volver a contemplar un pubis como el de su hermana adolescente había asesinado a tres muchachas para acabar suicidándose?

¿Que estaba loco?

Los muertos no están locos; están muertos, lo que a mi modo de ver ya es bastante. Y bastante peor.

¿O no?

—En mi opinión es peor estar muerto —dijo, respondiendo a mi pregunta pese a que yo no la hubiera formulado—. Y no por el hecho de estar muerto, sino por el hecho de no dormir. Tan culpable me siento como muerto que como vivo; pero, mientras estaba vivo, algunos ratos, pocos, conseguía descansar, con lo que los remordimientos me dejaban en paz por unas horas. Pero ahora no; ahora no me libro del castigo ni por un segundo.

—De acuerdo. Supongo que lo peor de todo es estar muerto, pero hay algo que, insisto, no acabo de entender: ¿por qué has venido? Si cada vez que me planteo una cuestión se presentase un difunto a aclararme las dudas, acabaría por ser el hombre más sabio del planeta, y evidentemente no es así. ¿Cuál es ahora la diferencia?

—También yo insisto en que no lo sé. Aunque tal vez lo que pretendo al estar aquí es que me comprendas y de ese modo consigas aprender algo sobre la Bestia Perfecta.

—¿«La Bestia Perfecta»? ¿Qué es eso?

—No es «eso»; es «quién».

—¿Quién? ¿Te refieres a una persona?

—¡Si se le puede llamar persona...! Dentro del mundo de los pederastas extremos, aquellos que se consideran auténticamente duros y se autodenominan «las Bestias», existe uno, el duro entre los duros, al que llaman «la Bestia Perfecta», porque es el único capaz de colgar en internet las fotos de una niña en el momento de violarla y estrangularla.

—¡Bromeas!

—Los muertos no sabemos bromear. Y menos sobre esas cosas.

—¡Pero no es posible! ¡Nadie es capaz de semejante aberración!

—Se nota que sabes muy poco sobre los pederastas. Los hay que violan a niños de meses y luego venden las fotos de esa violación a través de la red. Y te garantizo que son centenares los que las compran.

—¿Tanto degenerado existe?

—Más de los que imaginas.

—¿Tú eras uno de los que compraban esas fotos?

—Las he visto, pero me repugnan. A mí tan solo me excitaban las adolescentes con un libro sobre la cara, pero he mantenido correspondencia con los que se interesan por ese tipo de material.

—¿A través de internet?

—Naturalmente.

—¿Por qué «naturalmente»?

—Porque la red se ha convertido en un intrincado laberinto por el que circulan impunemente los degenerados, y cuanto más intrincado, y por lo tanto más seguro se vuelve día tras día, más aumenta el número de aquellos a los que siempre reprimió el miedo. Antes corrían peligro buscando fuera de casa el modo de aplacar sus necesidades, pero ahora los cobardes se encierran en su habitación, conectan con el portal adecuado y al instante les sirven en primer plano todo cuanto pueda satisfacer sus más locas fantasías, masturbándose hasta quedar exhaustos.

—¿No te consideras uno de ellos?

—No especialmente, aunque si quieres que te diga la verdad hubo un tiempo en el que traté de sustituir con simples imágenes mis ansias de matar... —Hizo una brevísima pausa para añadir como con un lamento—: ¡Pero no dio resultado! Por desgracia, no dio resultado.

Acto seguido desapareció tal como había llegado, con aquella odiosa costumbre de algunos difuntos de entrar o salir de mi vida sin pedir permiso ni disculpas, y admito que esa noche apenas pude pegar ojo obsesionado con cuanto había ocurrido.

No era la presencia de un difunto lo que me desvelaba; ya no. Era la presencia de aquel en concreto, capaz de reconocer, con absoluta naturalidad, que había cometido los más atroces crímenes.

Si estaba muerto no podía mentir, y si no podía mentir, todo cuanto dijera tenía que hacerlo de forma natural.

¿Incluso que había violado y asesinado a tres niñas?

Dios mío. Ni encontrándose bajo dos metros de tierra se podía hablar con naturalidad de algo así.

La claridad del alba me sorprendió en la terraza, contemplando el hermoso paisaje del bosque aún cubierto por jirones de niebla que parecían enroscarse en torno a la lejana torre de la iglesia del pueblo, de tal modo que las cigüeñas parecían surgir de una bola de algodón cuando iniciaban sus primeros vuelos.