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—¡Vaya por Dios! Eso complica las cosas.

—¡Al contrario! Si se consiguiera demostrar que permanecieron todo este tiempo en el fondo del mar y se encontrara el coche, tal vez se acabaría por aceptar que no las robé y que se trató de un accidente.

—Difícil de creer... Como usted mismo dijo parece todo ridículamente absurdo.

—Absurdo o ridículo, lo que me importa es mi buen nombre; que piensen lo que quieran menos que fui un ladrón que abandonó a su familia y traicionó a la mujer a la que siempre había amado...

Si hubiera estado vivo se habría echado a llorar, pero los muertos ni ríen ni lloran.

—¿Quiere saber algo curioso? Mi mujer trabaja ahora como camarera en el hotel en el que pasamos nuestra luna de miel. A cada instante me pregunto qué pasará por su mente cada vez que entre en la suite nupcial o recorra los jardines en los que le juré que la querría y la protegería toda la vida. ¡Me odiará!

—Nadie odia a quien ha amado...

—Se equivoca... Cuanto mayor es el dolor que provoca la traición, tanto más se odia, y la traición es siempre mayor por parte de aquel en quien más se confía.

—De acuerdo, ¡lo intentaré! —admití al fin, sabedor como era por experiencia que cuando los difuntos se empecinan en algo resulta imposible hacerles cambiar de opinión—. ¿Tiene una idea de cómo se llama el pesquero que encontró el maletín?

Hermanos Salcedo IV, matrícula de Vigo.

Los medios de comunicación...

Los medios de comunicación dedicaron una especial atención al insólito hecho de que un hombre —que respondía a las iniciales R. C.— se había suicidado de un tiro en la boca en el interior de su automóvil, en un rincón perdido de la Casa de Campo, dejando una nota en la que se confesaba autor del secuestro, violación y asesinato de las niñas Jimena Jiménez y Andrea Villalba.

A Bartolomé Cisneros no le costó más de un par de horas y varias llamadas telefónicas a gente que le debía favores aclarar que las iniciales R. C. correspondían en realidad a Roque Centeno, un delincuente de más que turbio pasado que había cumplido varias condenas por extorsión, tráfico de drogas o estafa, y que había ejercido como testaferro en algunos de los más sonados escándalos inmobiliarios de la Costa del Sol.

En su abultado expediente no figuraba ninguna nota que le relacionara con la pederastia, pero las pruebas caligráficas establecían sin lugar a dudas que la confesión era de su puño y letra, y los expertos afirmaban que evidentemente se encontraba solo y con las puertas de su viejo pero bien cuidado Mercedes negro aseguradas desde dentro en el momento de volarse los sesos.

La nota en que indicaba el lugar exacto en que se encontraba el pozo al que había arrojado el cadáver de Jimena, así como el punto de un bosque en que había enterrado a la pobre Andrea no dejaban lugar a dudas sobre la autoría de los hechos.

No obstante, en su detallada confesión no hacía la más mínima alusión al asesinato de una colombiana llamada Omaira.

Admito que me sentía especialmente orgulloso por los resultados de mis esfuerzos; pero, al mismo tiempo, un tanto decepcionado, como si tras conseguir acorralar a un gigantesco tiburón blanco este no hubiera ofrecido la resistencia que esperaba de una fiera tan peligrosa.

La Bestia Perfecta había demostrado ser muy bestia pero muy poco perfecta, puesto que el simple hecho de acosarla, no rodeándola con fuego sino tan solo con unas cuantas alusiones que eran más bien palos de ciego colgadas en una página de la red, había conseguido minar su confianza hasta el punto de que el tan temido escorpión se clavara en el lomo su propio aguijón a las primeras de cambio. No acababa de creérmelo. Demasiado fácil...

Y la experiencia me ha enseñado que cuando algo resulta demasiado fácil es porque oculta algo que desconcierta.

Era tal mi desconcierto que quizá no me detuve a reflexionar sobre el hecho de que alguien que comete las atrocidades que aquel malnacido había cometido sobre tantas criaturas indefensas tenía que ser necesariamente un cobarde incapaz de enfrentarse a las consecuencias de sus actos cuando imagina que están a punto de atraparle; Hitler se había pegado un tiro cuando comprendió que era cuestión de horas el hecho de caer en manos del ejército ruso. Al fin y al cabo, la cobardía es, a mi modo de ver, el más extendido, abundante y duradero de los sentimientos entre los de nuestra especie.

A lo largo de su vida hay momentos en los que los hombres y las mujeres aman, odian, son egoístas, generosos, felices o infelices, justos o injustos, apasionados o indiferentes, crueles o compasivos, y ello depende no solo del carácter de cada cual, sino también de unas determinadas circunstancias. Pero absolutamente todos los seres humanos llegan al mundo atemorizados por el trauma que significa abandonar la cálida seguridad del vientre materno para tener que abrir los ojos a una luz cegadora, y ese miedo les persigue hasta el lecho de muerte, donde les aterroriza la idea de sumirse en las eternas tinieblas.

El miedo es nuestra más fiel compañía a lo largo de cada día y sobre todo cada noche de nuestras vidas, y el valor no suele ser más que la excepción que causa admiración e incluso asombro cuando llega a los límites del heroísmo. El noventa y nueve por ciento de los seres humanos solemos ser cobardes el noventa y nueve por ciento del tiempo. La mejor prueba es que cuando no es así nos deshacemos en alabanzas cantando con todo lujo de detalles las increíbles hazañas y las gloriosas epopeyas de aquellos que demostraron ser diferentes. Y es que el miedo, o más bien «los miedos», son tantos, tan diferentes y con tan distintos grados de intensidad que no conozco a una sola persona que no los experimente.

Existe un miedo supremo; el miedo a la muerte, pero también existe el miedo a la enfermedad, el dolor, la incapacidad, la soledad, la oscuridad, la miseria, la locura, la ruina, la vejez, el amor, el rechazo social y tantos más que resulta casi imposible enumerarlos.Y de lo que no cabe la menor duda es que el mero hecho de mostrar valor en un determinado campo, no significa, ni por lo más remoto, ser valiente en todos ellos.

No me asusta la idea de morir, pero me horroriza la idea de padecer un cáncer que traiga aparejado un largo y doloroso camino hacia la muerte. Sin embargo, mi ex esposa, Macarena, admite que sería capaz de permanecer diez años en la cama, limitándose a leer o ver la televisión con tal de continuar respirando.

Nadie está exento de padecer algún tipo de miedo, incluso en ocasiones más bien de auténtico pánico, y debí tenerlo en cuenta a la hora de intentar entender por qué razón aquel ser despreciable e inmundo había decidido volarse los asquerosos sesos.

Aunque todo eso no evitó, sin embargo, que durante un tiempo me sintiera tan defraudado como quien se prepara con vistas a una difícil ascensión al Everest y descubre que tan solo se ha enfrentado al pico del Aneto.

Pero lo más desagradable y amargo que me ocurrió durante los días que siguieron a la aparición del cadáver de la Bestia Perfecta no fue esa evidente decepción, sino el hecho de que me vi obligado a acompañar a una destrozada Alicia Jiménez al reconocimiento de lo poco que quedaba de lo que había sido su adorada hija.

¿Pero cómo reconocer un cadáver que ha permanecido meses sumergida en el fondo de un pozo?

Desnuda, y desprovista incluso de la medalla de su primera comunión de la que jamás se separaba, tan solo las pruebas de ADN confirmaron que, en efecto, aquellos tristes despojos pertenecían a la pequeña Jimena Jimeno Jiménez.

Concluidos los macabros trámites, consideré, en lo que se me antojó buena lógica, que no resultaba conveniente que su destrozada madre se encerrara de nuevo en la pequeña casa de Cuenca, por lo que me aventuré a invitarla a acompañarme a Galicia en un desesperado intento por hacer algo en beneficio del difunto Miguel.