—¿Y qué esperas conseguir en Galicia? —fue lo primero que quiso saber cuando le conté la peculiar historia del infeliz viajante—. Si su cadáver no aparece, y se me antoja muy difícil que aparezca después de tanto tiempo, nunca podrás demostrar su inocencia.
—Hay algo que vale casi tanto como la demostración de inocencia.
—¿Y es?
—Una duda razonable sobre su culpabilidad. Y quiero suponer que al menos a su familia le bastará con eso.
—A mí me bastaría...
—¿Entonces...?
Me asaltó la sensación de que iba a «ausentarse» una vez más, pero al fin un remedo de sonrisa afloró a sus labios.
—¡Qué cojones! —exclamó—. Me pica la curiosidad. ¿Pero qué hago con Coco? No puedo dejarlo solo tantos días.
—Lo llevaremos con nosotros.
—¿En coche?
—¿Por qué no?
—Porque se tira unos pedos horribles.
—Abriremos las ventanillas.
Hacía mucho calor y resultaba ciertamente difícil elegir entre viajar con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado a toda potencia corriendo el peligro de asfixiarnos por culpa de las silenciosas y continuas ventosidades del chucho, o sudar a mares.
Quien no ha recorrido trescientos kilómetros en compañía de un perro pedorro nunca conseguirá entender de qué le estoy hablando, y el que lo haya hecho no necesita que se lo explique.
Al fin, convencido de que podía acabar teniendo un accidente, tomé la decisión de trasladar el equipaje al asiento posterior y acomodar al chucho en el maletero, dejándolo abierto de tal forma que pudiera respirar y no corriera el peligro de morir víctima de sus propios gases.
A decir verdad, las continuas «gracias» de Coco consiguieron que Alicia rompiera a reír o lanzara ruidosas protestas casi cada quince minutos, lo cual supongo que impidió que se «ausentara» tal como tenía por costumbre.
Almorzamos opíparamente en un conocido restaurante que se alzaba a unos quinientos metros de la carretera, y quien nos hubiera observado sin prestar excesiva atención podría habernos tomado por una feliz pareja que iniciaba unas agradables vacaciones permitiendo que su mascota correteara alegremente por un prado vecino.
Por suerte el viento soplaba en dirección opuesta.
Durante aquel largo, agitado, y a mi entender encantador día de verano, regresé a tiempos ya olvidados, tiempos felices, aquellos en que mis padres me llevaban a pasar el caluroso mes de agosto a un diminuto puerto de pescadores de la Costa da Morte.
¿Qué había sido del medio siglo transcurrido desde entonces?
¿Adónde habían ido a parar cincuenta años de mi vida si al contemplar el paisaje me asaltaba la sensación de que había pasado por el mismo lugar y había almorzado idéntico cordero en el viejo y acogedor restaurante el último verano?
En ocasiones llego a creer que me he quedado quieto, convertido en una estatua de sal incapaz de evitar que algún genio maligno me robara el tiempo que me correspondía, o que lo comprimiera como por arte de magia de tal modo que aquella montaña de días y de horas que al parecer en justicia me pertenecían habían pasado a convertirse en un montoncito de arena que, por si fuera poco, el viento amenaza con llevarse muy lejos.
El principal problema de los seres vivientes es que hemos aprendido a ir reponiendo las riquezas que vamos consumiendo, pero no hemos aprendido a reponer las horas que vamos perdiendo. Ni tan siquiera hemos conseguido alargarlas un minuto más de los sesenta establecidos.
Yo jugaba al fútbol en aquel mismo prado y no paraba de darle patadas a la pelota a la espera de un corto silbido con el que me indicaban que reanudábamos la marcha, mientras mi padre saboreaba su segundo café y se deleitaba fumando una pipa que mi madre no le permitía encender en el coche porque lo dejaba «apestando a diablos». Supongo que debería tener por aquel tiempo entre seis y nueve años.
¿Y el resto?
¿Adónde han ido a parar?
Hay quien asegura que la memoria evoluciona de tal modo que a medida que nos acercamos a los sesenta recordamos más cosas de la infancia que cuando teníamos treinta, y que de ahí en adelante cada vez se activan más los recuerdos lejanos mientras se van diluyendo los cercanos. Si es así, no debería sorprendernos ya que, al fin y al cabo, la memoria de cada cual se convierte en el único testigo fiel de su paso por la vida, y cuando llega la hora final es ella, más que la conciencia, la que dicta nuestra propia sentencia. Si no existiera la memoria no podría existir la conciencia, porque no se admite un juicio sin testigos: somos nosotros quienes nos juzgamos y lo hacemos en base a los recuerdos. Que luego seamos más o menos condescendientes con nuestros malos actos dependerá de cada individuo.
Lo cierto es que aquel día en compañía de una animada Alicia Jiménez me sentí tan feliz como cuando hacía el mismo recorrido en compañía de mis padres. La segunda parte del camino, libres ya de la continua amenaza de los traicioneros ataques de Coco, la empleamos en hablar de lo divino y lo humano, aunque procurando evitar a toda costa la más mínima referencia a los muertos. Aquel era un viaje en el que no necesitábamos pasajeros y la experiencia me dictaba que a algunos difuntos basta con nombrarlos para que hagan su aparición aun a sabiendas de que no son bienvenidos.
Resultaba harto relajante ser únicamente dos personas que compartían un vehículo y una serie de puntos de vista sin especial trascendencia, y eso era algo que había olvidado hacía muchísimo tiempo. Supongo que a todos nos gusta sentirnos diferentes, tan diferentes como el barquero Caronte, pero el hecho de volver a la normalidad de tanto en tanto trae aparejado indudables ventajas.
Alicia es una mujer culta y que ha leído mucho, aseguraría que incluso más que yo, pero hace años se desconectó de cuanto la rodeaba, como si a la muerte de su marido, al que evidentemente adoraba, el mundo hubiera dejado de tener sentido. Su hija era lo único que le mantenía en cierto modo unida al quehacer cotidiano, pero al faltar también se comportaba como el globo que se escapa de las manos de un niño y se pierde de vista dando saltos y tumbos sin que nadie pueda saber adónde irá a parar exactamente.
¿Y adónde van a parar exactamente?
Me gustaría que alguien me explicara cuál es el destino final de esos globos que casi a diario se elevan sobre los cielos de los parques de las ciudades, aunque a decir verdad tampoco debería preocuparme porque lo que importa es que esos globos han dejado de estar cautivos, son absolutamente libres y no existe mejor destino que ser libre por muy lejos que vayan a parar.
Sin embargo, pese a que Alicia Jimeno se comportaba como un globo infantil no era realmente libre, puesto que el insoportable peso de sus recuerdos lo evitaba. Tal como solía admitir, para ella el futuro sin su marido ni su hija no existía, el presente no podía ser más amargo de lo que era, por lo que tan solo le quedaba el pasado.
Quien únicamente vive del pasado, no vive, revive, y sabido es que revivir es tanto como alimentarse de las sobras ya frías y algo rancias que han permanecido semiocultas en un rincón de la nevera.
Manuela Vidal era una mujer...
Manuela Vidal era una mujer menuda, casi diminuta, delgada y frágil que sin resultar bonita debió ser, eso sí, una muchacha encantadoramente graciosa, con unos grandes ojos negros y expresivos, sin duda antaño alegres, pero ahora cubiertos por un espeso velo de tristeza.
Me observó desde el otro lado de la mesa, revolviendo una y otra vez con la cucharilla la taza de té que había pedido, y al fin inquirió con una voz grave y profunda, casi hombruna, que contrastaba de modo sorprendente con su aspecto.
—¿Usted dirá?
Estaba acostumbrado, desde mucho tiempo atrás, a momentos difíciles y situaciones embarazosas, aquella era una de ellas, y una vez más no acertaba a abordar el tema aunque sabía muy bien que no había llegado hasta allí para guardar silencio.