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Al fin decidí lanzarme a la aventura y confiar en salir lo mejor parado posible de tan incómodo trance.

—Tengo una mala noticia que darle.

—¡Raro sería! Hace años que nadie me ha dado una buena noticia.

—Se trata de su marido.

—Lo suponía.

—Está muerto.

Dejó de mover la cucharilla, contempló largo rato el té como si esperara que de la taza surgiera una aclaración algo más concreta y advertí que sus enormes ojos se cubrían de lágrimas al inquirir con apenas un hilo de voz:

—¿Está seguro?

—Completamente; le suplico que no me pregunte cómo lo sé, pero le doy mi palabra de que es así.

Lloró largo rato, en silencio, sin hacer tan siquiera un aspaviento, permitiendo que las lágrimas cayeran libremente sobre el mantel, por lo que al fin agradeció con un gesto el pañuelo que le alargué por debajo de la mesa.

—¿Cuándo murió?

—El mismo día de su desaparición.

—¿Cómo?

—Se ahogó.

—¿Se ahogó? ¿Dónde pudo ahogarse?

—En el mar. Lo siento.

—¡Dios! Siempre conservé la esperanza de que algún día regresaría y mis hijos podrían volver a ver a su padre. ¿Está absolutamente seguro de que ha muerto?

—Como comprenderá no soy tan cruel como para venir a contarle algo así si no estuviera seguro... ¿Le hubiera perdonado por lo que se supone que le hizo?

—Nunca he admitido que hiciera nada malo... Pero aunque lo hubiera hecho preferiría saberle vivo aunque fuera en una playa del Caribe y en compañía de una hermosa mulata, que muerto... Algunas mujeres acostumbran a devolver a los maridos a sus esposas y los padres a sus hijos; la muerte no.

No supe qué responder, por lo que permití que se bebiera muy despacio el té haciéndose a la idea de que ya no era una esposa traicionada por un marido infiel, sino una pobre viuda de un buen hombre.

—No podía haber cambiado tanto de improviso... No el Miguel que yo conocí, y al que despedimos con besos y risas a la puerta de casa. ¡No mi marido! ¿Cómo ocurrió?

—Prefiero no contárselo de momento. Es demasiado duro y doloroso para un solo día. Quizá más adelante...

—Puedo soportarlo: después de la noticia de su muerte, me siento capaz de soportarlo todo.

—No insista. Lo que ahora importa es aclarar lo que en verdad sucedió, limpiar el buen nombre de su esposo e intentar que le devuelvan su casa dado que no fue él quien se quedó con las joyas.

—¿Le mataron para robárselas?

—No.

—¿Entonces...?

—No conozco la historia completa... —Mentí con evidente descaro pero convencido de que en aquellos momentos era lo mejor que podía hacer—. No le mataron, pero los detalles aún no están claros, así que lo que tiene que hacer es ayudarme a entenderlos y, sobre todo, a que la policía los entienda. ¿Comprende lo que pretendo decirle?

—Lo intento.

—En ese caso, lo único que le pido es que confíe en mí; si actuamos inteligentemente y tenemos un poco de suerte podrá recuperar cuanto perdió.

—Se equivoca. Nadie me devolverá a Miguel y eso es lo que en verdad importa. El resto no son más que maledicencias...Y una casa.

—Sus hijos necesitan esa casa, y que cesen las maledicencias en torno a su padre.

—Eso es muy cierto. Mis hijos lo necesitan más que yo.

—Vayamos entonces a lo que importa. Aquí tiene una carta, supuestamente anónima, que debe entregar a la policía y en la que un desconocido le hace saber que su marido fue mandado asesinar por un tal Pepe Carlín, que era el destinatario final de las joyas que llevaba.

—¿Y es cierto?

—En absoluto.

Me observó perpleja, dudó, apuró lo poco que quedaba en el fondo de la taza y, por último, inquirió en un tono evidentemente agresivo:

—En ese caso, ¿cómo pretende que me preste a levantar una acusación tan grave contra un inocente?

—Probablemente de lo único que Pepe Carlín es inocente es de la muerte de su esposo, pero ha cometido tantos delitos que no le va a perjudicar en exceso que se le acuse de uno más. Sin embargo, a nosotros nos va a servir de mucho.

—Eso sí que no lo entiendo.

—Pues resulta muy sencillo. Esta carta, sin el nombre de Pepe Carlín, sería uno de tantos anónimos que se reciben casi a diario y a los que la policía no suele hacer caso, limitándose a realizar una investigación rutinaria que no suele llevar a conclusión alguna. Sin embargo, todo el mundo sabe que los Carlín constituyen un conocido clan de narcotraficantes que hasta ahora han conseguido salir bien librados de los incontables chanchullos en que se han visto involucrados, a base de astucia, mucho dinero y abogados tramposos.

—Eso hasta yo lo sé. Todo el mundo en Galicia lo sabe; son unos auténticos malnacidos; sobre todo el viejo patriarca.

—La policía le tiene ganas, muchas ganas, y si intuye que le pueden cazar, no por el simple hecho de importar cocaína o mandar incendiar bosques con el fin de mantenerles ocupados mientras desembarca su droga, sino por un robo con asesinato, se lanzarán sobre esa pista con auténtico entusiasmo.

—Eso sí que lo entiendo. ¿Pero de qué servirá si la pista es falsa?

—Servirá para llegar más rápidamente a la verdad, que es lo que a nosotros nos interesa. Y además... si a un hombre tan poderoso como Pepe Carlín le llega el rumor de que le consideran sospechoso de un delito que no ha cometido, pondrá a toda su gente, y sus muchos medios económicos, al servicio de una verdad que permita demostrar su inocencia.

Tardó en responder, me observó de nuevo, ahora con un brillo diferente en los ojos, y al fin admitió:

—¡Astuto...! ¡Muy astuto! Los Carlín son el clan más poderoso de Galicia, y admito que si tanto ellos como la policía se involucran en el tema, aunque sea por razones opuestas, tendremos el doble de opciones de saber qué es lo que en realidad ocurrió.

—Veo que lo ha entendido. Segarle la hierba bajo los pies a los Carlín es como pegarle una patada a un avispero, y lo que intento es que haya tantas avispas revoloteando por ahí que alguna nos indique el camino correcto.

La diminuta Manuela Vidal se echó hacia atrás, observó largo rato las gaviotas que revoloteaban sobre el agua o se posaban en las innumerables mejilloneras ancladas en la tranquila ría, resultó evidente que estaba concentrada en sus pensamientos intentando analizar en detalle cuanto acababa de decirle, y al fin me miró directamente a los ojos al tiempo que inquiría:

—¿Por qué hace esto?

—¿Necesariamente tiene que existir una razón?

—¿Qué ha querido decir?

—Que si a su modo de ver el simple hecho de pretender ayudar a una viuda con tres hijos que está pasando por una situación harto difícil no basta por sí misma... ¿Acaso es necesario que exista algún otro tipo de motivación?

—Tal vez no, pero no es lo normal... Nadie hace nada por nada.

—Puede que sea cierto, pero si fuera «lo normal» ni tan siquiera estaríamos aquí, hablando del tema. Me consta que la mayoría de la gente no va por ahí metiéndose en líos por el simple hecho de ayudar a desconocidos en apuros, pero hace tiempo que llegué a la conclusión de que desde el momento en que pasamos a pertenecer a esa «mayoría» que no mueve un dedo dejamos de ser nosotros mismos... Lo único que pretendo es ayudarla, pero si abriga la menor duda sobre mis intenciones será mejor olvidarnos del tema.

—¡No, por Dios! —se apresuró a exclamar al tiempo que alargaba una mano sobre la mesa y la colocaba sobre la mía—. ¡De ninguna manera! Si por mí fuera, convencida como he estado siempre de que Miguel nunca nos habría traicionado, lo más probable es que optara por no remover el tema con las amarguras que ello puede traer aparejado. —Retiró suavemente la mano al tiempo que concluía—: Pero me gustaría que mis hijos pudieran crecer sintiéndose orgullosos de su padre. Si lo consigue le bendeciré eternamente.