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El Hermanos Salcedo IV era un viejo barco de madera, de unos veinte metros de eslora, cien veces pintado y repintado de blanco y verde, en el que alguien como yo jamás se habría arriesgado a navegar ni por el interior de la tranquila ría de Vigo, pero que tenía todo el aspecto de haber librado docenas de batallas contra las agitadas olas de la justamente llamada Costa da Morte.

Emitía un rancio hedor a brea, gasoil, pintura y tripas de pescado que golpeaba el rostro como un inesperado balonazo, y los tres hombres que se afanaban reparando aparejos sobre cubierta, así como el que a los pocos instantes hizo su aparición cubierto de grasa y con una llave inglesa en la mano, parecían tener aquel mismo olor incrustado en la ropa y casi podría asegurarse que en la piel.

Les sorprendió, y casi diría que alarmó, que les pidiera permiso para subir a bordo, y el que evidentemente llevaba la voz cantante, Luis Salcedo, que no era, no obstante, el de más edad, se me aproximó tanto que pude percibir con toda claridad que a sus incontables olores se unía ahora el propio de alguien que acostumbra a beber en exceso.

—¿Qué es lo que le trae por aquí?

—Hablar.

—¿De qué?

—De seguros.

—¡Ah, bueno! —Pareció tranquilizarse dando un paso atrás para ir a tomar asiento sobre una pila de cajas destinadas a contener pescado—. ¡Se trata de eso! Lo siento, pero ya tenemos todos los seguros que necesitamos; la cofradía se ocupa de contratarlos en bloque y de ese modo nos resultan mucho más económicos.

—No me refería a ese tipo de seguros.

—Tampoco necesitamos seguros de vida, de casas o de coches. Como puede comprobar estamos vivos, pero por desgracia la mayoría no tenemos casas, ni mucho menos coches.

—Tampoco me refería a eso —insistí para lanzar de inmediato y con una naturalidad que tenía muy bien estudiada la gran mentira que confiaba que les hiciera reaccionar—: La empresa que represento está especializada en asegurar joyas.

Se hizo un silencio, los cuatro hombres intercambiaron largas miradas en las que se advertía un notable desconcierto, y por último el de la llave inglesa, cuya principal característica radicaba en que casi carecía de cuello, hizo un gesto indicando el hediondo mono cubierto de grasa que vestía al tiempo que preguntaba:

—¿Acaso tenemos aspecto de disponer de joyas que asegurar?

—Evidentemente no.

—¿Entonces?

—No busco asegurar sus joyas, en el improbable caso de que las tuvieran; lo que busco es recuperar un valioso lote de ellas que mi compañía aseguró hace años, y del que se desconoce su paradero. Aún no está claro, pero parece ser que se trata de un caso de robo y asesinato.

—¿Robo y asesinato? —pareció espantarse Luis Salcedo al que, evidentemente, el término «asesinato» había impresionado más de lo que hubiera deseado.

—Exactamente. El viajante que las transportaba desapareció, y ahora se ha descubierto que fue asesinado. Un asunto muy feo. Muy, pero que muy feo.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con todo eso? —quiso saber uno de los hermanos, porque por su aspecto resultaba evidente que los cuatro debían de serlo, y que no había abierto la boca hasta ese instante.

—Nada. Absolutamente nada; pero cuentan por ahí que quienes cometieron el crimen se asustaron al saber que las joyas iban destinadas a Pepe Carlín, por lo que optaron por arrojar al mar el maletín y quitarse de en medio.

—¿Se refiere a Pepe, el patriarca de los Carlín?

—¿Cuál si no? Incluso corren rumores de que fue él mismo quien lo organizó todo, aunque sin intención de matar a nadie, pero ese punto aún no se ha comprobado... ¡Cosas que ocurren cuando hay tanto dinero por medio!

—¡Manda carallo! —masculló mordiendo las palabras el grasiento mecánico cuellicorto—. Siempre se ha sabido que los Carlín son gente peligrosa, pero no los imaginaba mezclados en un robo con asesinato. —Blandió en el aire su inseparable llave inglesa al tiempo que insistía—: Pero lo que aún no nos ha aclarado es a qué viene contarnos todo esto.

—A que estoy contactando con todos aquellos barcos que faenan por la zona en la que se sabe que fue arrojado al agua el maletín de las joyas con el fin de advertirles de que, «si por casualidad lo encontraran», más les valdría devolverlo y conformarse con la recompensa que ofrece la compañía de seguros, que intentar venderlas.

—¿Y eso por qué?

—Porque de no ser así su principal problema no se centraría en pasarse unos cuantos años a la sombra por traficar con mercancía robada; su principal problema residiría en Pepe Carlín y en su conocida afición a hacer desaparecer a cuantos puedan testificar en su contra. Todo el mundo sabe que no se lo piensan mucho a la hora de pedirles a los narcos colombianos que le abastecen de coca que les envíen un par de sicarios que le solucionen los problemas.

Si lo que pretendía, y puedo jurar que no pretendía otra cosa, era ponerlos nerviosos, lo había conseguido; los cuatro se habían quedado como clavados en sus respectivos lugares, mudos, sin decidirse a hablar y lanzándome esquivas miradas de reojo, y al más joven, el único que continuaba sin pronunciar palabra, le temblaban ligeramente las manos.

Por último, Luis Salcedo se decidió a preguntar:

—¿Y qué es lo que tendría que hacer, según usted, quien hubiera tenido la mala suerte de pescar ese maletín?

—Ponerse en contacto conmigo; les proporcionaría un buen abogado que se ocuparía de hacer la entrega de las joyas y cobrar la recompensa que concede el seguro sin necesidad de que su nombre se hiciera público.

—No parece una mala solución.

—La mejor para quien no quiera meterse en líos que le puedan costar la cárcel o la vida.

—¿Pero qué ocurriría si una pequeña parte de esas joyas se hubieran perdido por el camino?

—Si «la pérdida» no es demasiado significativa, podría considerarse que es la parte que les corresponde de la recompensa, y no se hablaría más del asunto.

—¿Digamos un diez por ciento?

—Digamos. Pero lo que importa es que aparezca el maletín, aunque tenga un pequeño agujero por el que se podrían haber «escapado» esas piezas perdidas.

—¿Por qué es tan importante el maletín?

—Porque por su estado se demostraría que ha permanecido todo ese tiempo en el fondo del mar.

—Claro.

—De acuerdo, pues —concluí al tiempo que le alargaba a Luis Salcedo un papel con el número de mi móvil—. Pienso quedarme tres o cuatro días en el balneario de La Toja. Si averiguan algo no tienen más que llamarme.

Salté a tierra y regresé al coche en el que me esperaba Alicia dejándoles ocupados en estudiar el número de teléfono como si en él se encontrara la solución a un grave problema que se les había venido encima inesperadamente.

—¿Qué tal ha ido?

—No parecen estúpidos y haría falta ser muy estúpido para no aceptar mi propuesta. Es posible que estuvieran dispuestos a correr el riesgo de que la policía les atrapase, pero no creo que lo estén tanto a la hora de tener problemas con los Carlín. Saben que esa gente es de la que no se anda con bromas.

Veinte años atrás había pasado unas inolvidables vacaciones en el balneario de la isla de La Toja, y me alegró descubrir que continuaba siendo el mismo lugar tranquilo y acogedor que, para mayor regocijo de sus huéspedes, disponía de una excelente cocina.

Alicia disfrutaba de la estancia al tiempo que se la veía en verdad interesada por el desarrollo del extraño asunto de las joyas de Miguel López Garrido, por lo que no paraba de hablar, con un entusiasmo a todas luces desacostumbrado en ella, sobre el probable devenir de tan curiosos y poco usuales acontecimientos.

Por las noches solíamos dar un agradable paseo hasta un casino cercano en el que por mi parte arriesgaba algún dinero a la ruleta mientras que ella prefería el blackjack, lo que al parecer tenía la virtud de permitirle olvidar durante un corto espacio de tiempo y, sin «mandarse mudar a otra ciudad», sus incontables desgracias.