La tercera noche, en la que había ganado dos mil euros, lo que la hacía sentirse tan excitada como una niña con zapatos nuevos, me invitó a pasar la noche en su habitación y he de admitir, mal que me pese, que en cuanto nos desnudamos su entusiasmo desapareció como por ensalmo, así que lo que prometía ser una hermosa velada de amor, o al menos de apasionado sexo, pasó a convertirse en una amarga demostración de hasta qué punto una blanca y mullida cama puede acabar por convertirse en un oscuro e impenetrable muro que separa más que une.
En cuanto comencé a acariciarla se quedó como muerta, tan fría como una anguila recién extraída del río, y pese a que me esforcé por todos los medios a mi alcance, echando mano a los socorridos trucos que solía practicar cuando mi vida conyugal caminaba ya de forma imparable hacia el abismo, no logré obtener de ella ni el más leve suspiro o tan siquiera una casi imperceptible convulsión que me indicara que había encontrado un punto en su cuerpo que respondiera a cualquier clase de estímulo.
A veces pienso que si en la punta de la lengua le hubiera pinchado con unas agujas de hacer media, tampoco hubiera reaccionado.
Se han escrito millones de páginas, algunas en verdad hermosas o excitantes, sobre las fogosas relaciones de una pareja, pero no creo haber leído nunca nada que describa con tanto detalle y parecida exactitud la amarga desmoralización que se apodera de un hombre, y supongo que de igual modo de una mujer, cuando tras más de una hora de denodados esfuerzos llega a la demoledora conclusión de que no existe nada al otro lado de una maravillosa piel tersa y brillante. Su sexo olía a limpio, pero ese olor fue el único premio que obtuve a lo largo de aquella larga y fatigosa noche, del mismo modo que el fontanero debe conformarse con los aromas que surgen de la cocina del restaurante de lujo al que le está reparando el fregadero.
Cuando al fin comprendió que me daba por vencido dado que aquella era una batalla que no hubiera conseguido ganar ni un batallón de legionarios, me acarició suavemente el cabello para murmurar con una leve sonrisa:
—Lo siento.
—Más lo siento yo... —respondí de todo corazón, ya jadeante—. ¿Siempre has sido así?
—Con mi marido no.
—¿Y con otros?
—Nunca ha habido otros. Lo probé con la intención de proporcionarle un nuevo padre a Jimena, pero lo cierto es que nunca llegamos a estos extremos de intimidad.
—¿Pretendes hacerme creer que únicamente ha habido un hombre en tu vida? ¡No puedo creerlo!
—Para la mayoría de las mujeres, yo entre ellas, tan solo existe un hombre en la vida, pese a que algunas se hayan acostado con docenas de ellos. Las que, como en mi caso, hemos tenido la suerte de amar y ser amadas únicamente por ese hombre, somos sin duda las más felices hasta el día en que desaparece, momento en el que nos convertimos en las más desgraciadas.
—Pero esa vida sigue...
—Te equivocas... Amar y dejar de amar es tanto como ser y dejar de ser. Lo que sigue es la muerte en vida, que en nada se le parece. Comes, bebes, duermes y respiras, pero desde el instante en que se ha ido aquel a quien amas, lo mismo te daría ser un ser humano que una zanahoria. Te garantizo que hay días, e incluso meses, en los que realmente no estoy segura de si los he vivido o los he soñado.
Aquella noche en La Toja llegué a la conclusión de que Alicia Jiménez no me amaría nunca pese a que nos hubiera hecho mucho bien compartir nuestras mutuas soledades.
¡Estúpido de mí!, la soledad no puede compartirse, del mismo modo que no se comparte un cáncer.
Son dolorosas enfermedades, una del alma, la otra del cuerpo, que nos consumen sin que ningún extraño pueda llegar a hacerse una idea de la profundidad de nuestro sufrimiento. En ocasiones compartimos la cama, pero siempre dormimos solos.
Al amanecer se había ido, y al asomarme al balcón la pude distinguir a la orilla del agua, tan ausente que por unos instantes temí que decidiera adentrarse en la ría y poner fin de una vez por todas a sus incontables padecimientos.
—No se preocupe; no lo hará.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque los muertos reconocemos de inmediato a los que van a morir, y a ella aún le quedan muchos años de vida... —Se le advertía bastante más animado que la primera vez que me visitó, e incluso podría asegurar que sus ojos nada tenían que ver con los traslúcidos ojos de los difuntos cuando añadió—: Mi coche debe de estar en el fondo del río, cerca de su desembocadura. Si lo rescataran nadie dudaría de que fue un accidente.
—Yo lo he pensado. Lo que no encuentro es la disculpa para hacer que draguen el estuario. Después de tanto tiempo, y con la cantidad de lodo que arrastra ese río, lo más probable es que haya desaparecido bajo el fango.
—Busque un testigo.
—¿Un testigo ¿Qué clase de testigo? Usted me aseguró que era prácticamente de noche y no se veía a nadie por los alrededores.
—Es verdad. Pero eso es algo que únicamente sabemos usted y yo. Entra dentro de lo posible que alguien debidamente aleccionado crea recordar tanto tiempo después que esa tarde le pareció ver el techo de un coche azul arrastrado por el agua...
—¿Realmente está usted muerto? Es la primera vez que un difunto menciona la posibilidad de un engaño.
—Yo no soy un difunto cualquiera. Soy un difunto desesperado.
—¡Aun así! Todo este tiempo he vivido en el convencimiento de que los muertos no son capaces de mentir, y eso era lo que hacía que me sintiera tan a gusto con ellos. Me molestaría que las cosas cambiaran.
—Y no cambian. Yo no estoy mintiendo; tan solo estoy indicando que podría darse el caso de que alguna persona viva lo hiciera.
—¡Qué diferencia más sutil!
—Pero suficiente... ¿O no?
—Probablemente. Pero ¿cómo diablos encuentro yo ahora a una persona que de pronto recuerde que hace tres años le pareció ver el techo de un coche azul arrastrado por la corriente de un riachuelo perdido en medio de un bosque?
—Con dinero. Le sorprendería descubrir hasta qué punto un puñado de billetes tiene la virtud de refrescar memorias.
—Se equivoca; no me sorprendería en absoluto.
—En ese caso pídale a Manuela que busque a mi viejo amigo Rodolfo Ferreira, en Bueu. Por tres mil euros jurará que vio el coche y hasta a Ronaldiño bailando encima.
—No es que me guste tener que recurrir a testigos falsos... Pero está claro que en este caso lo que importa no es que el testigo sea falso, sino que lo que cuente sea cierto. Un testigo honrado que se equivoca siempre es peor que uno falso que acierta.
No era aquella una frase que se me hubiera ocurrido de repente y en unas circunstancias muy determinadas, sino más bien el firme convencimiento que abrigaba desde siempre de que hombres y mujeres de indiscutible buena fe son capaces de asegurar que han visto cosas que nunca vieron, defendiendo su errónea versión a capa y espada incluso más allá de la evidencia.
Al cadalso han subido miles de culpables condenados por el testimonio de otros culpables, pero también miles de inocentes condenados por el testimonio de otros inocentes a los que nadie supo sacar de su error.
A qué se debe el hecho de que la mente humana se empecine en que ha sido testigo de hechos que nunca ocurrieron es algo que nunca he acertado a entender, pero debo admitir que soy la persona menos indicada a la hora de analizar tan peculiar problema, puesto que es muy posible que todos los difuntos a los que aseguro ver a diario nunca hayan existido más que en mi imaginación.
¿Puede ser lo imaginado tan real como lo vivido?
Al ser ese un dilema con el que convivo durante años, no me siento capacitado para dar una respuesta válida, pero lo que sí sé a ciencia cierta es que con demasiada frecuencia nos quedan grabadas con mayor intensidad en la mente escenas que nunca vimos y quizá tan solo soñamos, que otras que vivimos realmente pero que se evaporaron como la gota de rocío que ha caído prisionera de un rayo de sol.