No hace falta ser paranoico o esquizofrénico; basta con ser un simple ser humano, porque únicamente los animales ven siempre lo que ven y oyen siempre lo que oyen.
Cuando le planteé a Manuela Vidal la posibilidad de contratar un falso testigo ni tan siquiera se planteó el dilema de elegir entre la ética o la práctica; había sufrido demasiadas humillaciones durante demasiado tiempo, por lo que lo primero que hizo fue telefonear a una prima lejana y pedirle que se acercara a Bueu y localizara cuanto antes en el bar de la plaza al mencionado Rodolfo Ferreira.
—Es el hombre perfecto. Está acostumbrado a mentir sin inmutarse debido a que es un gran aficionado a la pesca con caña.
—Lo que importa no es que le crean. Lo que importa es que consiga plantear una duda razonable.
—Las dudas siempre son razonables. Y si en principio no lo son, lo que hay que intentar es que a la larga acaben por serlo.
—Puede que estés en lo cierto. Pero de nada servirá, razonable o no, si los hermanos Salcedo no dan señales de vida.
Por suerte, ¡tan importante es la suerte cuando se trata de un tema en que tanto ha influido la mala suerte!, al día siguiente el mayor de los Salcedo me llamó con el fin de comunicarme que estaban dispuestos a hacer un trato siempre que se les mantuviera al margen de la negociación.
Con eso me bastaba.
Bartolomé Cisneros me envió a su mejor abogado, quien, a pesar de no tener la menor idea de que habían sido los difuntos los que me condujeron con sus confesiones hasta aquel punto, me aconsejó que lo dejara todo en sus manos.
—Es un caso de lo más atípico e interesante. Me encanta la idea de hacerme cargo de él. Creo que no solo conseguiré que le devuelvan la casa a esa pobre mujer; es muy posible que obtenga una buena indemnización.
Le dejé, por tanto, al frente de la curiosa empresa, y al día siguiente emprendimos el camino de regreso, siempre con Coco en el maletero, felices por haber contribuido a enmendar un injusto entuerto, aunque en cierto modo decepcionados por el hecho de que una hermosa relación sentimental que debía haberse cimentado en un marco tan apropiado como el balneario de La Toja no hubiera cuajado.
No me avergüenza en absoluto admitir a estas alturas que estoy convencido de que Alicia Jiménez hubiera contribuido a hacer mi vida un poco menos patética, al tiempo que tal vez yo hubiera contribuido a hacer la suya un poco menos dramática. Supongo que cuando la soledad ha pasado a ser una parte esencial de la vida debe de resultar muy difícil divorciarse de ella con el fin de unirse a otra pareja.Y es que la soledad es profundamente egoísta; nunca quiere a nadie a su alrededor.
—Lo siento. Lo de la otra noche fue un desastre.
—No tiene importancia.
—Sí que la tiene y lo sabes. Eres la única persona de este mundo con la que me siento a gusto y protegida. Hubiera sido magnífico que nos entendiéramos en la cama.
—«La cama» suele durar entre diez y treinta minutos del día. No más del uno por mil del tiempo que una pareja pasa junta. ¿Crees que vale la pena despreciar el novecientos noventa y nueve restante?
—Curioso modo de ver las cosas... Por lo general se le suele dar mucha importancia a ese uno por mil.
—Precisamente se le da importancia por lo escaso... Sobre todo en aquellas parejas que tan solo hacen el amor una vez por semana, con lo cual se vuelve el uno por casi siete mil. Pero si quieres que te diga la verdad prefiero tu presencia, sin sexo, a tu ausencia con él.
—Es lo más bonito que me han dicho en años.
—Pues debo haberlo leído en alguna parte porque no creo que se me haya ocurrido a mí solo. Nunca me he considerado un tipo especialmente romántico.
—El romanticismo pasó de moda hace tiempo, pero ten por seguro que acabará regresando del mismo modo que regresa la moda de la falda larga o el cabello corto. Ese día a nadie le dará vergüenza admitir que en el fondo siempre fue un poco romántico.
Tal vez tuviera razón, no lo sé con certeza porque la única mujer de mi vida, Macarena, siempre fue menos romántica que el felpudo de la entrada.
Al menos en este, pese a lo áspero que pudiera llegar a ser, podía leerse en letras rojas: «Bienvenido a casa», y no recuerdo que ni un solo día de nuestro matrimonio en que Macarena me saludara con un afectuoso «Bienvenido a casa».
—¡Bienvenido a casa!
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué quiere que haga? Esperarle.
—¿Y eso?
—Supuse que era mejor no acompañarles. Mi madre lleva demasiado tiempo sola y necesita que alguien se ocupe de ella... —Su tono sonó esperanzado al inquirir—: ¿Qué tal fue la cosa?
—¡Bien!
—¿Solamente «bien»?
—Tu madre es una mujer inteligente y encantadora, pero me temo que continúa tan enamorada de tu padre que no deja espacio para nadie más. Excepto para tu recuerdo, naturalmente.
—Pero mi padre murió hace años y yo también estoy muerta. Ya es hora de que empiece a rehacer su vida.
—Las vidas no se rehacen como un puente que se haya venido abajo por culpa de un terremoto, pequeña. No están hechas de vigas o cemento; están hechas de sentimientos que no se adquieren en las ferreterías. Y mucho me temo que a tu madre se le agotó el crédito en cuanto a sentimientos se refiere; lo gastó todo en vosotros. Ahora lo único que le queda es odio, y nadie fue capaz de levantar nada bueno sobre el odio.
—¿Y qué va a ser de ella?
—No lo sé. Tenía la esperanza de que con la desaparición de ese cerdo se calmara, pero el dolor que siente sigue siendo como un cáncer que le roe las entrañas.
—¿A qué cerdo se refiere?
—Al que te asesinó, naturalmente.
Se volvió para intercambiar una mirada con Andrea, que había hecho su aparición al otro lado del jardín tan lejana y evasiva como de costumbre.
Al fin, tras una corta pausa sentenció:
—Pero el que nos asesinó no ha muerto.
Si dijera que me sorprendió, mentiría.
Tampoco en esta ocasión consigo recordar cuál fue mi reacción, pero estoy absolutamente seguro de que no me extrañaron en absoluto sus palabras.
—¿De modo que no ha muerto?
—Desde luego que no.
—¿Y por qué estás tan segura?
—Porque continúo en este jardín. Y Andrea también.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si hubiera muerto habríamos seguido nuestro camino, cualquiera que fuese y adonde quiera que nos condujese; pero en lugar de ello continuamos ancladas aquí, a la espera de algo, aunque no sepamos qué es exactamente ese «algo».
—Ya... O sea que lo que en cierto modo sospechaba se ha confirmado: el tal Roque Centeno no era en realidad la Bestia Perfecta. ¡Me lo temía, puedo jurar que me lo temía!
Si quiero ser absolutamente sincero, debo reconocer que desde el primer momento supe, o tal vez sería mejor decir presentí, que, pese a su confesión y al hecho evidente de que sus datos coincidieran con la descripción de la colombiana, el hombre que se había suicidado en el interior de su buen cuidado Mercedes negro no era el verdadero pederasta, asesino y violador que tanto me obsesionaba.
Puede que fuera en efecto el «coño e madre» que le descerrajara un tiro en la nuca a la confiada Omaira, pero no era ni mucho menos la Bestia que acabó con las dos chicuelas que continuaban observándome como si esperaran que les aclarase un misterio que no alcanzaban a entender.
¿Pero por qué incomprensible razón había firmado una declaración aceptando su culpabilidad para volarse los sesos acto seguido?
Ni Bartolomé Cisneros, ni mucho menos la fascinante María Luisa Molina fueron capaces de proporcionar una respuesta ligeramente convincente a mi demanda.
—Hay que estar muy loco para admitir por escrito que has sido un pederasta asesino, si no es cierto.