—Loco no estaba.
—¿Entonces?
—Alguien debió obligarle a hacer lo que hizo.
—¿Cómo?
—¡No tengo ni la menor idea!
—Pues si tú, que eres el que está en contacto con los muertos, no tienes ni idea, ¿qué demonios esperas de nosotros? —dijo Cisneros.
—Un punto de vista diferente y tal vez más acorde con la realidad. Sospecho que estar en continua relación con los muertos me ha hecho perder la auténtica perspectiva del mundo en que vivo.
—¡No me extraña!
—Por mucho que me estrujo el cerebro no concibo que nadie cargue con culpas ajenas justo antes de apretar el gatillo y largarse al otro barrio. Se me antoja aberrante.
—¿Tal vez estuviera intentando proteger a alguien? —aventuró María Luisa.
—¿A quién?
—A un hermano o a un hijo.
—Que yo sepa no tenía hermanos y únicamente dos hijas. Y por lo que me han contado, no era de los que se sacrificaban, sino más bien de los que no dudaban en sacrificar a los demás. La lista de sus delitos recuerda la carta de un restaurante de lujo, y el número de sus condenas obliga a suponer que debió pasar más tiempo a la sombra que tomando el sol.
—Pero ninguna de esas condenas tenía nada que ver con el abuso infantil, el asesinato o la violencia —puntualizó Bartolomé Cisneros haciendo girar su silla de ruedas con el fin de contemplar el campo de golf del club Puerta de Hierro que se extendía frente al enorme ventanal de su salón—. Me han permitido acceder a su historial delictivo y no existe ni una sola mención al tema. ¿Significa eso que cambió radicalmente, o que en verdad no tiene nada que ver con la muerte de esas niñas?
—Él fue quien raptó a Andrea. De eso no cabe la menor duda.
—Que la raptara no significa necesariamente que la asesinara —intervino de nuevo María Luisa—. Tal vez la secuestrara por encargo.
—¿Quién se puede prestar a algo así?
—Alguien que se ha pasado media vida en la cárcel y la otra media haciendo méritos para que le encierren. Si yo fuera la Bestia Perfecta habría buscado a una escoria de la sociedad como ese tal Roque Centeno con el fin de que me hiciera el trabajo sucio.
—¿Y dónde lo encontró? ¿En la cárcel?
—Es posible.
—¡Tantos años de cárcel, tantas cárceles distintas, y tantos presos en ellas...! ¡Sería como buscar una aguja en un pajar!
—No si nos limitáramos a los que han coincidido en algún momento con él y estaban encerrados por delitos relacionados con la pederastia.
—Esa es una labor que tan solo podría hacer la policía que tiene acceso a todos los archivos, y que probablemente necesitaría meses para llegar a alguna conclusión más o menos válida... —puntualizó Bartolomé—. Pero para que lo intentaran tendría que estar convencida de que es una pista sólida sobre un caso que, oficialmente, ya ha sido cerrado. Y como comprenderéis, no podemos pedir que lo reabran basándonos en el testimonio de una niña muerta.
—¿O sea, que estamos como al principio?
—Más bien peor porque antes ese depravado se vanagloriaba de lo que hacía, lo cual podía dar pie a que cometiera un error, mientras que ahora se ha vuelto prudente, por lo que lo más probable es que pasen años antes de que vuelva a actuar.
—Si es así dudo que podamos atraparle.
—¿Y qué se te antoja más importante: atraparle o que deje de matar...?
—Cuando le conocí...
—Cuando le conocí estaba convencida de que había encontrado al príncipe azul que muchas muchachas de mi país soñamos; moreno, guapo, atlético, inteligente, generoso, simpático y, sobre todo, terriblemente apasionado. —Sus labios perfectos perdieron su perfección al cerrarse en un desagradable rictus de amargura para añadir al poco—: Caí en sus brazos sin importarme más que el rosario de orgasmos que me provocaba a todas horas, hasta que un buen día me di cuenta de que me encontraba embarazada justo cuando acababan de condenarle a pasar dos años en la cárcel por vender un edificio que no era suyo.
Erika Klose era aún una mujer lo suficientemente atractiva como para que no se pudiera dudar de que catorce o quince años atrás debió de ser una de esas bellezas nórdicas que suelen aparecer en las portadas de las revistas de moda y las vallas publicitarias de los grandes almacenes, pero su rostro mostraba ya no las clásicas huellas del tiempo, sino más bien las amargas huellas que la vida suele dejar en aquellos seres a los que se complace en maltratar.
—Lo lógico hubiera sido que en el momento en que nació Ingrid me hubiera vuelto a Múnich, pero no existe nada menos lógico que una persona enamorada y, por desgracia, yo lo estaba hasta el punto de no darme cuenta de que Roque era de ese tipo de hombres que destruyen cuanto tocan.
La escuchaba en silencio, sin poder apartar los ojos de su cansado rostro mientras permanecía con la vista clavada en la autopista por la que cruzaba en esos momentos una docena de rugientes camiones.
—No sé por qué razón las mujeres, por muy inteligentes que seamos, y yo no me considero ninguna estúpida, estamos convencidas de que a la larga podremos cambiar al hombre que amamos, sin darnos cuenta de que en realidad son ellos quienes nos cambian sin tan siquiera intentarlo... —Lanzó un hondo suspiro que más bien podía interpretarse como la aceptación de su propia ingenuidad—. Salió de la cárcel, juró reformarse, me hizo una segunda hija, y antes de que naciera ya estaba de nuevo entre rejas.
—¿Qué había hecho esta vez?
—Mejor pregunte qué no había hecho, porque lo cierto es que no existe nada ilegal en lo que Roque no estuviera dispuesto a involucrarse con tal de conseguir un dinero que a la noche siguiente se dejaba arrebatar en una mesa de póquer por una pandilla de jugadores de ventaja.
—¿Incluido el asesinato?
—Por lo visto sí.
—No le pregunto «por lo visto», sino por lo que usted cree. ¿Alguna vez se le pasó por la mente que su marido pudiera ser un pederasta, violador y asesino de niñas?
—¡Ni por lo más remoto! Era un ludópata ladrón, estafador, chantajista, extorsionador, mentiroso y borrachín, pero de algo estoy absolutamente segura: jamás le pondría las manos encima a una niña de la edad de sus hijas.
—En ese caso, ¿cómo se explica lo de su confesión?
—No me lo explico.
—¿No se lo explica, o no se lo cree?
—Ni me lo explico, ni me lo creo. Nadie convive catorce años con otra persona, es capaz de aceptar todos sus vicios, y no darse cuenta de algo tan aberrante. Tan solo un impotente necesita violar a una niña para excitarse, y le juro por mi vida que Roque era cualquier cosa menos impotente. Le bastaba con una simple insinuación para ponerse a punto. Jugaba a todas horas con sus hijas y jamás, escúcheme bien, ¡jamás!, advertí el menor gesto que no fuera el de auténtico amor de padre.
—¿En ese caso qué pudo ser lo que le ocurrió para que redactara de su puño y letra tan demoledora confesión? Porque la policía asegura que no hay duda sobre su autoría.
—Y no hay la menor duda. El juez me entregó una fotocopia del documento y conozco muy bien su letra; sin embargo, hay dos cosas que me llaman la atención.
—¿Que son?
—La primera, la forma en que está escrita; es, ¿cómo le diría yo?, demasiado correcta. Roque no hablaba así, y pese a que fuera abogado y se hubiera pasado media vida en los juzgados, no como defensor sino como acusado y «la práctica» le había permitido aprender mucho sobre leyes, no solía emplear unos términos, digamos, tan «apropiados».
—¿Y la segunda?
—Tal vez sea una estupidez —dijo—. Pero tal vez no. Al comienzo, escribe: «Yo, el abajo firmante, Roque Centeno, reconozco haber secuestrado, violado y asesinado...», etc. Pero es muy curioso; escribe «Cente no», dejando un espacio entre las dos primeras sílabas y la última, lo cual, que yo recuerde, no había hecho nunca al escribir su nombre. Eso le da un nuevo sentido a la frase. «Yo, Roque Cente, no reconozco haber secuestrado...», etc. ¿Entiende lo que le quiero decir?