Las ratas ya no se conformaban con vivir en lo más profundo de las hediondas cloacas; ahora pretendían mostrarse a la luz y exhibir sus miserias como algo digno y respetable.
¡Santo cielo!
¿Adónde íbamos a llegar?
Resultaría absurdo e injusto por mi parte negar que de joven no había sido un hombre especialmente permisivo con todo aquello que fuera diferente a mí; básicamente porque pertenezco a una generación a la que nos inculcaron desde muy jóvenes la idea de que la homosexualidad estaba considerada por Dios como el pecado nefando. Afortunadamente, al madurar, aprendí a pensar por mí mismo y no vomitar los dogmas con los que nos habían lavado el cerebro durante el franquismo y entendí que cada cual era muy libre de amar a quien y como más le apeteciera, y que no tenía ningún sentido discriminar a alguien por su inclinación sexual.
Sin embargo, lo que los hijos de la gran puta del mal llamado grupo de la Caridad, Libertad y Diversidad proponían se me antojaba de todo punto aberrante y no tenía nada que ver con los logros por las libertades que se habían conseguido durante el último cuarto del siglo XX. A los perversos miembros de esa secta, si por mí fuera, los hubiera empalado hasta la muerte sin la menor vacilación ni atisbo de remordimiento.
¿Acaso pretenden acostarse con nuestros hijos y que miremos hacia otra parte? ¡Si serán cabrones! ¿Y tirarse a un cabra o que se los tire un burro y nos parezca permisivo y lógico? ¡Hijos de puta!
Sea como sea, lo cierto es que casi a diario los medios de comunicación sacaban a la luz que se había desarticulado una nueva red de traficantes de pornografía infantil en la que se encontraban involucradas personalidades de todos los estamentos sociales, por lo que se podría pensar que la ignominiosa práctica se estaba extendiendo como un imparable cáncer que amenazara con afectarnos a todos.
Tan solo en el último año se había detenido a más de quinientas personas en España, algunas de ellas menores de edad, y por lo tanto no me sorprendió que el gobierno decidiera pedirle a un juez y ex ministro de economía de reconocido prestigio que se ocupara en exclusiva de tan espinoso problema, aglutinando en un único departamento oficial a los diversos organismos que hasta ese momento luchaban de una forma u otra, pero sin una efectiva coordinación, contra semejante lacra.
Durante un tiempo estuve meditando en la posibilidad de ponerme en contacto con él con el fin de ofrecerle mi experiencia en dicho campo, pero pronto llegué a la conclusión de que no podría tomarse en serio el hecho de que dicha «experiencia» se basara en la información que había recibido de unos cuantos difuntos. Aquel hombre merecía toda mi confianza y era de suponer que se le plantearían infinidad de problemas en su nuevo puesto, por lo que se me antojó inapropiado intentar complicarle aún más un trabajo ya de por sí suficientemente pesado y engorroso.
Jimena y Andrea continuaban apareciendo por el jardín a la espera del castigo de quien tanto daño les había causado, pero por mi parte empezaba a estar convencido de que con la desaparición de Roque Centeno había perdido toda posibilidad de sacar algo en limpio.
Por mucho que me esforcé solicitando su ayuda, ni Omaira ni el Monstruo habían vuelto a dar «señales de vida», y si de algo estaba seguro era de que cuanto más lo intentara menos caso me harían.
Hubo un momento en el que abrigué la esperanza de que el difunto Roque Centeno hiciera su aparición buscando «justicia», pero lo cierto es que no se dignó hacerlo, con lo cual se demostró una vez más que no soy una especie de médium capaz de convocar a los muertos, sino un infeliz al que los muertos acuden a incordiar cuando les viene en gana.
Únicamente, el agradecido Miguel López Garrido, cuyos problemas se estaban solucionando satisfactoriamente gracias al abogado enviado por Bartolomé Cisneros, acudía a visitarme con cierta frecuencia, pero pese a que se brindó a echarme una mano desde el otro lado del gran río, lo cierto es que nada tenía que ver con tan sucio asunto, por lo que no pudo proporcionarme un solo dato que fuera de utilidad.
La Bestia Perfecta me había vencido.
Al emprender la huida abandonando el «campo de batalla» había conseguido derrotarme, ya que para él conservar el anonimato y la libertad constituían un triunfo, mientras que a mí tan solo me hubiera servido de algo aniquilarle. Algún día volvería a violar y matar, de eso no me cabía la menor duda, pero lo más probable era que ni Jimena, ni Andrea, ni yo estuviéramos allí para intentar impedírselo.
No es de extrañar por tanto que me sintiera profundamente deprimido, máxime cuando advertía que mi relación con Alicia no progresaba de acuerdo a mis deseos. Le había ocultado el hecho de que, pese a su indiscutible confesión, Roque Centeno no era el verdadero asesino de su hija, pero a menudo me asaltaba la sensación de que lo presentía. Solíamos pasar juntos los fines de semana, unas veces en Cuenca y otras en Madrid, pero nunca compartimos una cama sabiendo como sabíamos que el mero hecho de intentar mantener una relación más íntima tenía la virtud de distanciarnos.
Siempre se ha dicho que un hombre y una mujer tan solo pueden ser auténticos amigos cuando se han cansado de acostarse juntos o uno de ellos es homosexual, pero he de admitir que en este caso demostré una vez más ser bastante atípico, porque lo cierto es que me encantaba estar con ella pese a que me horrorizaba la idea de volver a pasar por el traumático trance de otra noche como la del balneario de La Toja.
No es que también me hubiera vuelto frío y no la deseara, en absoluto, pero tan solo de pensar en las horas de arduos y estériles trabajos que me aguardaban en caso de que accediera a mantener una relación sexual «se me caían los palos del sombrajo».
—¡Cásate con ella!
—Tu madre no necesita un marido, pequeña. Ya tuvo uno y por lo visto con eso le basta; necesita un amigo, un hermano o un padre que la proteja de sí misma y no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo ese papel. Aún no me siento tan viejo.
—Pero tú también necesitas compañía... No puedes dedicar el resto de la vida a resolver los problemas de los difuntos.
—¿Por qué no?
—Porque he descubierto que los muertos solemos ser bastante nómadas.
—¿Nómadas? ¿Qué quieres decir con eso de nómadas?
—Que vamos de aquí para allá sin saber la razón ni hacia dónde nos dirigimos. Algún día, cuando consigamos castigar a quien nos hizo daño, Andrea y yo nos iremos; vendrán otros a verte pero también será por poco tiempo y, por lo tanto, tu destino es quedarte solo.
—Lo tengo asumido.
—Pues no deberías asumirlo, y lo mejor que podrías hacer es casarte con mi madre. Los muertos deben estar con los muertos, y los vivos, con los vivos.
—¿Y si nunca consiguiéramos encontrar a la Bestia Perfecta? En tal caso tendríais que quedaros siempre aquí.
—Lo dudo, aunque te aseguro que no me importaría. Este jardín me gusta, no tengo ni la menor idea de adónde iré a parar más tarde e ignoro cuánto tiempo nos permitirían permanecer aquí en caso de que no tuviéramos éxito, pero estoy convencida de que acabaremos por encontrar a ese malnacido.
—¡Ya me explicarás cómo! Todos cuantos podían ayudarnos han desaparecido.
—Muertos hay muchos. Pronto o tarde alguno acudirá en nuestro auxilio.
—¡Confías demasiado en los muertos! —casi le grité porque estaba a punto de desaparecer tras un muro.
—¡Más que en los vivos...! —replicó en el mismo tono—. Más que en los vivos.
Transcurrió un largo mes sin que ocurriera nada.
Los «problemas» de Miguel López se habían arreglado de un modo casi definitivo, por lo que mi vida se reducía a observar cómo dos pequeñas difuntas aparecían y desaparecían por mi jardín mientras me ocupaba de atender a tres viudas: Alicia, Manuela y Erika.