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No podía por menos que preguntarme si eran aquellos —una niña asesinada y violada, y un asesino y violador de niñas— los muertos que durante tanto tiempo había estado rogando que volvieran a visitarme. No tenían nada que ver con mis viejos amigos, pobres infelices que habían perecido en un accidente de tren, y que lo único que pedían era justicia. Jimena ni siquiera me lo había pedido, porque en su inocencia aún ignoraba que se encontraba ya en la otra orilla del tenebroso río.

Durante aquel interminable año de soledad había echado de menos las largas charlas y las absurdas discusiones con cuarenta seres humanos perfectamente normales cuyo único defecto se centraba en el hecho de que estaban muertos, por lo que cambiar aquellos agradables momentos por la compañía de una niña ausente y un pervertido sexual no cubría en absoluto mis expectativas de retornar a los «buenos tiempos».

Admito que hay que estar bastante trastornado a la hora de considerar «buenos tiempos» aquellos en los que se ha convivido con difuntos, pero no creo que deba sorprenderme a estas alturas por considerarme verdaderamente «chiflado».

Tuve ocasión de vender la casa, ya restaurada, y marcharme a vivir a un lugar normal, lejos de la Gruta de las Reclamaciones, pero elegí quedarme a sabiendas o quizá más bien con la esperanza de que algún día «mis muertos» regresaran, pero no eran aquellos los muertos que esperaba. No, por Dios, ¡no aquellos!

Llegué a la conclusión de que prefería quedarme solo nuevamente, por amarga que se me antojara esa soledad, pero tres días más tarde cambié de opinión al descubrir a Jimena sentada sobre una piedra contemplando fijamente la extensa rosaleda.

Alzó el rostro, frunció los labios en un gesto que podía tomarse como de forzada resignación, y comentó con un tono de voz tan serio y tan profundo que no correspondía en absoluto a su corta edad:

—A mi madre le encantaban las rosas; las cuidaba y podaba durante horas. Ya no volveré a verla nunca, ¿verdad?

—«Nunca» es una palabra demasiado rotunda —alcancé a decir—. Solo Dios sabe si volverás a verla.

—Estoy muerta —musitó—. Ahora sé que lo estoy, pero a pesar de ser una niña que no había hecho mal a nadie, llevo ya varios días muerta y aún no he visto a Dios. Creo que si de él depende que vuelva a ver a mi madre, pocas esperanzas me quedan.

¿Cómo era posible que hubiera madurado tanto en tan poco tiempo?

¿Qué había visto en la otra orilla del río como para que empezara a hablar y comportarse como una persona adulta?

—Dios está ahí, en alguna parte, en el lugar en el que acabarás por marcharte, y él decidirá cuándo y cómo volverás a ver a tu madre. Tengo experiencia en esto y sé que lo único que puedes hacer es esperar. Tu día llegará.

—Mi día ya llegó —replicó segura de sí misma—. Demasiado pronto, pero llegó; ahora lo que necesito es saber por qué razón estoy aquí.

—Aún no estoy del todo seguro... Pero empiezo a creer que, tal como ya me ocurrió anteriormente, estás aquí porque no podrás descansar hasta que tu asesino pague por ello, o es posible que estés aquí porque pretendes evitar que vuelvan a hacer a otras niñas lo que hicieron contigo.

—Es posible... —Me miró de frente y por unos instantes su mirada no fue tan plana como solía ser en los difuntos—. ¿Serás tú quien lo impida?

—Lo intentaré si me ayudas.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

—Contándome todo cuanto recuerdes sobre él.

Bartolomé Cisneros era la única...

Bartolomé Cisneros era la única persona viva con la que me sentía capaz de hablar sobre lo que me estaba sucediendo, ya que no había sido capaz de confesarle a nadie más que ciertos difuntos tenían la extraña costumbre de acudir a mí en busca de una justicia que ningún otro parecía dispuesto a proporcionarles.

El ser humano ha aceptado desde antiguo que la muerte se encuentra al final de todos los caminos, pero yo era de los pocos que sabían a ciencia cierta que en realidad tan solo constituye el final del camino de unos determinados seres humanos. Los problemas de los difuntos suelen persistir más allá de su desaparición física, y el hecho de enterrar el problema junto a su cadáver no es más que una forma de eludir nuestras responsabilidades. Siempre he considerado que apenas se me pueden achacar responsabilidades en el accidente de tren que costó la vida a cuarenta inocentes, pero aun así me vi obligado a pagar un alto precio e incluso corrí peligro de que me asesinaran por meter las narices donde no me llamaban.

Debido a tan traumática experiencia, ahora no podía por menos que preguntarme qué grado de responsabilidad me correspondía por el hecho de que un psicópata se dedicara a secuestrar, violar y asesinar a niñas.

Por ello, cuando le planteé la cuestión, Bartolomé Cisneros se tomó un largo rato mientras observaba, tal como tenía por costumbre, el hermoso paisaje que se contemplaba desde el ventanal del salón de su fastuosa mansión de la urbanización Puerta de Hierro.

—Creo que lo primero que debemos saber es si realmente son los muertos los que te buscan, o eres tú quien los busca a ellos.

—¿Insinúas que tal vez me esté volviendo loco?

—¡En absoluto! Pero de lo que no cabe duda es de que te has alejado tanto del resto de los mortales, vaciando por completo tu vida, que ahora necesitas imperiosamente de aquellos que te permiten sentirte diferente.

—¿Pretendes decir que soy un paranoico?

—No seas tan quisquilloso. Lo único que pretendo decir es que ya no te afectan los problemas de los que aún respiramos, lo cual en cierto modo te está convirtiendo en una especie de marginado social.

—¿Marginado social de los vivos?

—Más o menos... Si fueras sincero contigo mismo admitirías que hace ya mucho tiempo que no te interesa casi nada de lo que ocurre a este lado de la raya... ¿Te acuerdas de aquella famosa película sobre los muertos vivientes...? Pues tú no eres un «muerto viviente», eres un «vivo muriente».

—¡No tiene gracia! Aparte de que no sé qué podría hacer para evitarlo.

—Vivir mientras vivas, y dejar en paz a los muertos hasta que también estés muerto.

—Ese día ya no podré hacer nada por ellos.

—¿Y a qué se debe ese empeño en ayudarlos? ¿Acaso te han nombrado el Justiciero del Más Allá? Tengo la impresión de que estás jugando antes de tiempo a un juego al que por desgracia te verás obligado a jugar durante el resto de la eternidad.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Naturalmente que la tengo! Lo que deberías hacer es buscarte una mujer que te entienda, cosa que admito que no resulta nada fácil, casarte y disfrutar de los años que te quedan, puesto que no nos ha sido proporcionada más que una corta vida y una larga muerte.

—¿Y qué le digo a Jimena cuando me pida que la ayude a impedir que esa bestia intente asesinar a otra niña?

—Recuérdale que no eres más que un simple ingeniero de caminos, no un policía.

—¿Se lo dirías tú? ¿Mirarías a la cara a una niña a la que han martirizado durante no sé cuánto tiempo y le dirías: «Mira, bonita, yo soy un hombre de negocios, no un policía, y me importa un pito que le vuelvan a hacer a otra niña lo que te han hecho a ti»? ¿Lo harías?

—¡Naturalmente que no!

—¿Entonces?

—Es que no nos estamos refiriendo a un ser de carne y hueso, sino a una supuesta muerta que tal vez no sea más que fruto de tu imaginación.

—No lo es.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque ya he hecho algunas averiguaciones; una niña llamada Jimena Jimeno Jiménez desapareció en Cuenca hace más de dos años. —Saqué del bolsillo la foto que había aparecido en la prensa al tiempo que añadía—: Es esta.