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—¿Fue por remordimientos?

—¡Ojalá lo hubiera sido! Eso le hubiera dado un sentido de grandiosidad al acto. A estas alturas estoy convencido de que lo hice por miedo.

—¿Miedo a qué?

—A no seguir siendo el que siempre había sido. Empezaba a deteriorarme tanto física como intelectualmente, y consideré que un hombre como yo, un espejo en el que tantos se miraban, no podía acabar siendo una ruina enferma y babeante.

—Aún estaba en condiciones de escribir cosas importantes.

—¡No es cierto! Mi tiempo había pasado y lo sabía; mi última novela no era digna de mí. Ni siquiera yo, como persona, era digno de mí como imagen. Tantas muertes inútiles me pesaban en la conciencia y de pronto llegué a la dolorosa conclusión de que me había convertido en un fraude.

—Todos somos en alguna medida un fraude, puesto que todos aparentamos ser lo que no somos.

—Pero es que yo era un gigantesco fraude; uno de los hombres más influyentes en la juventud de su tiempo, con fama de valiente, pero lo suficientemente cobarde como para matar a sangre fría de manera impune. Nunca estuve en primera línea empuñando un arma con el fin de encararme de frente al enemigo; los maté cuando ya no podían defenderse.

—Me cuesta aceptarlo incluso oyéndolo de sus propios labios.

—Y a mí me cuesta aceptarlo incluso oyéndomelo decir a mí mismo. Pero dejemos eso y hablemos de lo que en verdad importa. ¿Qué quiere saber acerca de ese animal al que busca?

—¿Quién es y por qué hace lo que hace?

—Cuénteme todo lo que sabe acerca de él.

Lo hice, aunque resultó evidente que la mitad de las cosas de las que le hablaba no podía entenderlas porque no tenía ni la más remota idea de en qué consistía colgar una página en internet.

—¿Realmente existe ese tipo de tecnologías? Si lo llego a saber no me hubiera pegado un tiro; valdría la pena haberlas conocido.

—Dudo que lo hubiera conseguido, o al menos tendría ya casi cien años cuando internet comenzó a desarrollarse de una manera válida.

—¡Lástima! Pero lo que saco en conclusión de todo esto es el hecho incuestionable de que por mucho que progrese la ciencia, las pasiones humanas siguen siendo las mismas y los degenerados no cambian con el paso del tiempo. Pederastas han existido siempre y continuarán existiendo hasta que de la raza humana no quede ni tan siquiera un leve recuerdo. ¡Veamos! —añadió como si de improviso se hubiera entusiasmado con el tema—. O yo no entiendo de hombres, o el punto débil de ese degenerado, aparte de los niños, es la soberbia.

—Uno ciertamente importante, sin duda.

—¡No se equivoque! Cuando alguien ha llegado al extremo de hacer gala de crímenes tan horrendos, es porque la soberbia se ha convertido en su peor enemigo.

—¿Lo dice por experiencia?

—Naturalmente. ¿Y sabe qué es lo que más ofende a una persona especialmente soberbia?

—Dígamelo usted que es el experto.

—Que alguien intente ponerse a su altura.

—¿También lo sabe por experiencia?

—¡También! Trate de imaginar lo que hubiera significado para mí, cuando aún vivía, que alguien se hubiera atrevido a robarme una novela y publicarla con su nombre. ¿Qué cree que habría hecho?

—Ponerle un pleito.

—¡Se equivoca! Eso es lo que sin duda habrían hecho mi editor o mi agente literario; por mi parte lo más probable es que le hubiera pegado un tiro.

—¿Por un simple plagio?

—A mi modo de ver, robar ideas es muchísimo más grave que robar dinero, por mucho que este sea; el dinero abunda y a menudo lo tienen los más mentecatos, mientras que las ideas escasean y tan solo pueden tenerlas los auténticamente inteligentes.

—En eso puede que tenga razón.

—La tengo, porque el dinero siempre puede recuperarse intacto, mientras que las ideas, cuando se usan, se gastan. Por eso insisto: ataque a ese prepotente tan malparido en su orgullo, róbele sus ideas, restriégueselas por las narices, y le garantizo que acabará por salir de su cueva.

Amanecía y desapareció con la primera claridad que se aventuraba por el balcón dejándome el amargo sabor de boca de no ser capaz de determinar si en verdad había estado allí o todo había sido fruto de una absurda pesadilla. Fuera una cosa o fuera la otra, lo que quedaba claro era el mensaje: a los soberbios les pierde su soberbia.

Volví a buscar un cibercafé...

Volví a buscar un cibercafé cualquiera para introducirme en la página de la Bestia Perfecta que ahora se encontraba vacía, y utilizar todos los conocimientos de informática que había aprendido durante los últimos meses hasta conseguir «colgar» la fotografía, naturalmente trucada, de una niña rubia de unos trece años, desnuda y con los ojos dilatados por el terror.

Ni los muertos me quieren entre ellos.

De nuevo estoy aquí con más ansias que nunca.

Este que veis es mi nuevo regalo,

el más dulce, quizás, el más sabroso.

Tan solo tenía un defecto que le costó la vida:

se convirtió en mujer antes de tiempo.

¿Quién querría a una mujer cuando aún existen niñas?

¿Quién aspira a las sobras de un banquete?

¿Quién prefiere la podredumbre a la inocencia?

¿Quién el suspiro de placer al grito desgarrado?

No yo.

Ni tampoco vosotros, que me continuáis siendo fieles.

De nuevo estoy aquí.

Y os haré estremecer de placer con la grandeza de mi obra.

LA BESTIA PERFECTA

Tan solo quedaba esperar y confiar en que mi visitante nocturno tuviera razón y la egolatría de mi enemigo fuera mayor que su prudencia. Una semana tardó en llegar la respuesta que esperaba:

La Bestia Perfecta ha muerto.

Se suicidó en el interior de su coche hace ya meses.

Disfruté haciéndole esperar tres días:

Eso es lo que quería que creyeran.

Pero sigo vivo y con más hambre de carne joven que nunca.

Pronto os ofreceré otra hermosa sorpresa.

¡Permaneced atentos! Sabéis bien que nunca defraudo.

LA BESTIA PERFECTA

¿Qué piensa alguien, tan pagado de sí mismo, cuando descubre que un advenedizo intenta ocupar su lugar?

Poco importa que semejante lugar sea un trono de auténtica inmundicia; al fin y al cabo es un trono por el que ha luchado a base de cometer los más execrables crímenes.

La auténtica Bestia Perfecta debía estar furiosa.

Y doblemente furiosa al comprender que lo que consideraba un astuto truco, hacer que otro cargara con sus culpas, no había dado resultado.

¿Quién era yo?

¿De dónde sacaba una información que únicamente los muertos conocían?

¿Por qué razón había decidido de pronto suplantarle?

¿Qué conseguía poniéndome en peligro?

Estoy convencido de que un sinfín de preguntas cruzarían por su mente en aquellos momentos, y sabido es que la duda es el principal enemigo de todo ser humano inteligente.

Insisto en que quien cree haber dominado una determinada situación durante largo tiempo no soporta que esta se le pueda ir de las manos sin experimentar una profunda frustración, más aún cuando al poco tiempo apareció un nuevo e inesperado mensaje en la red de alguien con el que ni él ni yo contábamos: