—Ese soy yo.
Incliné ligeramente el periódico con el fin de observarle e inquirir:
—¿Qué has dicho?
—Que ese soy yo —repitió en el mismo tono.
Le di la vuelta al diario, contemplé la fotografía en que aparecía un hombre con un niño en brazos, e intenté comparar su rostro con mi visitante, al que apenas se le veían más que los ojos, y que se limitó a inquirir:
—¿Qué dice?
Leí en voz alta, admito que en cierto modo impresionado:
—El asesino de cinco niñas en la escuela amish dejó una nota escrita en la que aseguraba que lo hacía «porque estaba enfadado con Dios». —Le observé con renovada atención—: ¿Realmente eres tú?
—Lo soy.
—¿Y es cierto?
—Lo es. Estaba muy enfadado con Dios.
—No me refiero a eso; me refiero a si es cierto que asesinaste a cinco niñas.
—No lo sé... —se limitó a responder casi como un autómata—. Disparé contra varias pero ignoro cuántas murieron.
—¡Por Dios! ¿Qué culpa tenían esas pobres criaturas?
—Pretendían que las violara, pero yo me resistí.
—¡¿Cómo has dicho?!
—Que eran unas puercas que querían que las violara; a las niñas les gusta que yo las viole, pero no quería hacerlo más. Por eso las maté.
—Sin embargo aquí dice que irrumpiste armado en una escuela de la secta amish, que tienen fama de ser la gente más pacífica del mundo, echaste por la fuerza a las profesoras y a los niños, esposaste a las niñas y cuando al cabo de varias horas la policía te acorraló disparaste contra ellas y te suicidaste.
—Mienten. No fue así.
—¿No fue así? ¿Entonces cómo fue?
—Las niñas lo organizaron todo, me mandaron llamar y las cosas se complicaron cuando me negué a hacer lo que pedían.
—¿Sabes una cosa? Como sé por experiencia que los muertos no pueden mentir, tan solo pueden ocurrir dos cosas: o no estás muerto, o tan loco que realmente te crees lo que estás diciendo.
—Estoy muerto. E insisto en que esa es la única verdad: ellas lo organizaron todo.
Por si no me bastara con el absurdo hecho de que de tanto en tanto acudieran a visitarme los difuntos, ahora tenía que enfrentarme al disparatado hecho de tener que lidiar con uno que además de muerto estaba loco.
Al analizar la noticia del periódico se llegaba a la conclusión de que no cabía la menor duda de que quien era capaz de perpetrar semejante matanza era un peligroso perturbado, pero nunca se me había pasado por la cabeza la idea de que una enfermedad mental de tan terribles proporciones pudiera prolongarse hasta más allá de la tumba.
¿Y por qué no?
Si te entierran alto o bajo, gordo o flaco, joven o viejo, es de suponer que de igual modo te enterrarán enfermo o asesinado, loco o cuerdo.
¿Pero cómo intentar dialogar con un chiflado que se había suicidado pero parecía convencido de que un grupo de inocentes chiquillas pretendían que las violara por la fuerza?
El lechero Charles Carl Roberts había confesado recientemente que deseaba vengar la muerte de un bebé prematuro que había dado a luz su mujer nueve años atrás. También había comentado a algunos amigos y familiares que vivía atormentado porque continuamente le asaltaba la idea de que había abusado de varias niñas siendo un adolescente. No obstante, carecía de antecedentes penales y las niñas a las que se refería negaron los hechos. También se ha sabido que Roberts había elegido el colegio porque lo consideraba «un blanco fácil» ya que carecía de electricidad y teléfono.
La nota de prensa se extendía en detalles que demostraban que el siniestro personaje encajonado entre la nevera y el aparador de mi cocina lo había calculado todo con desconcertante minuciosidad y sangre fría.
Al contemplarle allí acurrucado me recordaba la foto de una momia inca que había visto en la portada de una revista, y al comprender que parecía haberse ausentado inquirí:
—¿Qué es lo que quieres de mí?
Tardó mucho en responder y al fin su voz surgió como de entre las piernas.
—No lo sé.
—En ese caso, ¿qué haces aquí?
—Tampoco lo sé.
—¡Pues sí que estamos buenos! ¿No tienes otro lugar adonde ir?
—Aquí estoy bien.
Apoyó la frente en las rodillas y se sumió en una especie de letargo, por lo que al cabo de un rato llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era dejarle allí, como si se hubiera convertido en una parte del mobiliario. Había aprendido tiempo atrás que ciertos difuntos son como niños caprichosos o animalitos que actúan por una especie de instinto que no nos es dado entender a los que aún respiramos.
Subí a mi despacho, me conecté a internet y busqué toda la información que pudiera existir sobre el caso.
No era mucha; por lo visto, el tal Charles Carl Roberts había sido una persona absolutamente normal, buen padre y buen marido, hasta que tomó la insólita e inesperada decisión de convertirse en asesino múltiple. Ni siquiera su esposa, con la que al parecer no había tenido nunca una discusión o una palabra más alta que la otra, podía explicarse la razón por la que había cambiado de actitud de forma tan radical.
No pude por menos que preguntarme si la locura podía presentarse de pronto, como un cáncer o un simple catarro, sin haber mostrado con anterioridad signo alguno que hiciera sospechar su existencia. Sin saber por qué, siempre había supuesto que el deterioro mental debía hacer su aparición de un modo lento y paulatino para ir apoderándose poco a poco de la mente hasta desembocar en una crisis en la que podía ocurrir cualquier cosa... ¡Pero aquello! Que alguien en apariencia normal se convirtiera en maníaco asesino de la noche a la mañana se me antojaba increíble pese a que en mi cocina se encontrara lo poco que quedaba de un simple lechero que de improviso se había transformado en un monstruo sin que al parecer él mismo conociera la auténtica razón de semejante cambio.
El cerebro humano es la más sofisticada y perfecta de las máquinas, pero al propio tiempo, o quizá por esa misma razón, en ocasiones se convierte en la más indescifrable.
La incapacidad de los difuntos para mentir me había permitido conocer cómo eran ciertos seres humanos cuando carecían de un sistema de defensa con el que solemos proteger nuestra intimidad, pero lo que había descubierto no siempre me había satisfecho, hasta el punto de que llegué a la dolorosa conclusión de que si se nos despojara del don de fingir el mundo se convertiría en un infierno.
Años atrás había leído una curiosa novela en la que por alguna extraña razón, que no recuerdo, un tranquilo y pacífico pueblo sufría de improviso lo que podría considerarse una invencible epidemia de sinceridad, lo que acababa con la convivencia entre íntimos amigos e incluso entre padres e hijos. La conclusión a la que el autor llegaba era muy sencilla: por mucho que se la alabe y se ondee como bandera, la verdad no siempre es buena porque la mayoría de los seres humanos suele preferir una dulce mentira.
A veces he llegado a plantearme qué clase de verdades sobre mí preferiría no conocer, y me asusta comprobar que son demasiadas. El hábito de mentir llega a tales extremos que con frecuencia nos mentimos a nosotros mismos sin atrevernos a aceptar que lo estamos haciendo a conciencia.
Una niña había desaparecido...
Una niña había desaparecido de un chalet adosado, cerca de Brunete.
Se llamaba Alejandra Fuentes, y al enterarme de la noticia no puede evitar correr al baño y vomitar.
Me sentía culpable.
Entraba dentro de lo posible que al comprender que su engaño no había dado el resultado que esperaba la Bestia Perfecta hubiera decidido actuar de nuevo con el fin de recuperar el prestigio perdido, ya que la criatura desaparecida respondía a su modelo de víctima: nueve años, rubia, muy bonita y de ojos azules.