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Que yo recuerde he llorado en muy pocas ocasiones, pero esta fue una de ellas, y cierto es que nunca había llorado con tanta amargura, porque llegué a la dolorosa conclusión de que los sufrimientos y la muerte de aquella niña caerían sobre mi conciencia.

¿Qué derecho tenía a comportarme como lo había hecho?

¿Por qué fui tan estúpido como para provocar la ira de un degenerado cuya única forma de vengarse era a través del daño que pudiera causarle a una niña?

¡Dios, cómo le odiaba y cómo me odiaba a mí mismo!

Tras pasar una noche ciertamente infernal le envié un desesperado mensaje:

Si dejas en libertad a la niña te prometo que me olvidaré

de ti para siempre. ¡Por favor, no le hagas daño!

Me respondió casi en el acto:

Si te refieres a Alejandra, yo no la tengo.

A los pocos instantes hizo su aparición un nuevo mensaje:

La tengo yo, y es el regalo que prometí.

Insisto en que lo disfrutaréis en vivo y en directo.

KORIOLANO

¡Virgen santa!

Que Dios me perdone, había destapado la caja de Pandora y ahora eran dos las Bestias empeñadas en demostrar su poder raptando, violando y asesinando a niñas. Me asaltó tal depresión que durante tres días no fui capaz de pensar en nada que no fuera quitarme la vida. Por suerte la altura de mi balcón lo único que permitiría era que al caer me rompiera una pierna, lo que se me antojó a todas luces ridículo, y el arma de que disponía, una casi prehistórica escopeta de caza, tenía los cartuchos tan húmedos que dudo mucho de que la pólvora hubiera funcionado.

Paradójicamente, lo que en mi insensatez había considerado una astuta trampa destinada a destruir a mi enemigo, estaba a punto de destruirme, y admito que necesité echar mano a toda mi fuerza de voluntad con el fin de convencerme a mí mismo de que mi mayor error sería darme por vencido.

¿Pero qué más podía hacer? Ahora eran dos los frentes que se abrían ante mí, por lo que se duplicaba la sensación de fracaso. ¿Cuántos de aquella aberrante legión de tarados mentales se decidirían a emular las hazañas de quien había sido su líder, iniciando una imparable espiral de muerte y violencia?

Recordé una vieja frase de uno de mis escritores preferidos:

El daño que se causa a conciencia, al menos satisface a quien lo provoca; el daño que se causa por inconsciencia, afecta tanto a quien lo sufre como a quien lo provoca.

Me había comportado como un estúpido y abrigaba la absoluta certeza de que por culpa de mi arrogancia y mi soberbia una inocente criatura sufriría de una manera atroz a manos de aquel maldito sádico que se hacía llamar Koriolano.

Decidí buscar ayuda y consejo donde únicamente podía encontrarlo, entre Bartolomé Cisneros y María Luisa, pero lo cierto es que de poco me sirvieron en esta ocasión; se mostraron tan horrorizados como pudiera estarlo yo.

María Luisa, que aparecía más hermosa que nunca luciendo los primeros síntomas de un incipiente embarazo, fue la primera en comentar:

—Tal vez ha llegado el momento de dejarse de tonterías y acudir a la policía. Este asunto cada vez se me antoja más kafkiano y tengo la impresión de que se te ha ido de las manos.

—Estamos en lo de siempre. No puedo acudir a la policía con la historia de que todo lo que sé lo sé a través de los muertos. Odio la idea de pasar el resto de mi vida rodeado de locos.

—Tal vez ese nuevo encargado, fiscal o como quiera que le denominen, Gil del Rey, se avenga a escucharte y a aceptar tus argumentos. Todo el mundo asegura que es un tipo extraordinariamente inteligente.

—¡Ese es el problema, querido! Cuanto más inteligente sea, menos posibilidades tengo de que me crea. Puede que la gente sencilla acepte que existen los fantasmas y las apariciones; un juez que además ha demostrado ser un brillante economista, no.

—Bartolomé también ha demostrado ser un hombre excepcionalmente brillante e inteligente, y siempre te ha creído... —señaló María Luisa—. ¿Por qué habría de ser Gil del Rey diferente?

—Porque tu marido me conoce hace años, y además le di pruebas de que podía hablar con los muertos. Y puedes jugarte el cuello a que si estando en presencia de todo un juez le pido a un difunto que acuda con la intención de hacer una demostración de mis poderes, me lanzará una pedorreta que se escuchará en Zamora. Los muertos son muy suyos y nunca se puede confiar en ellos.

—¡Pues estamos buenos si ya no se puede confiar ni en los muertos! —dijo Cisneros—. Pero lo cierto es que todo este asunto se ha convertido en un inconcebible disparate y no es de recibo pedirle a nadie que se lo trague. No obstante, el padre de uno de mis ejecutivos es inspector de policía y tal vez consiga convencerle para que le siga la pista a ese tal Koriolano sin hacer demasiadas preguntas sobre mi fuente de información.

—¿Por qué esa pista y no la de la Bestia Perfecta?

—Porque es Koriolano quien ha raptado ahora a una niña que está en peligro, y porque tengo la sensación de que no debe ser tan astuto y escurridizo como el otro al que está demostrado que no hay modo de echarle el guante.

—¡De acuerdo! Pero hay algo que quiero que tengas muy presente: la culpa de que esa niña esté en peligro es mía. Por lo tanto, si para salvarla te exigen que dé la cara, lo haré. Pensándolo bien, prefiero que me tomen por loco a pasar el resto de mi vida con ese peso sobre mi conciencia.

—No creo que sea necesario, porque es mucho más probable que le hagan más caso a un rico industrial respetado que nunca ha dado nuestras de estar majara, y que afirma haber obtenido información privilegiada aunque no confiese quién se la ha proporcionado, que a un chiflado que asegura que habla a diario con los muertos.

Tres días más tarde recibí una llamada de Bartolomé en la que advertía que había tenido noticias de que el departamento de policía especializado en pornografía infantil y delitos en la red andaba sobre la pista del tal Koriolano, así como del que se hacía llamar la Bestia Perfecta y de un tercer individuo que tenía la costumbre de acceder a internet desde distintos cibercafés de la capital o sus alrededores.

—¡Ten mucho cuidado! La policía está a punto de encontrar tu pista.

—Lo dudo. Siempre he evitado cibercafés concurridos, y controlar toda la gente que se conecta sin necesidad de dar sus señas personales es completamente imposible.

—De todos modos, ándate con mil ojos...

Cuando me encuentro solo en casa, suelo desayunar y cenar en la cocina, mientras que el almuerzo lo acostumbro hacer en el comedor, servido por una mujer del pueblo que acude a limpiar, lavar, planchar y atenderme tres veces por semana. No es que sea muy aseada, pero cocina bastante bien, sobre todo guisos caseros que sabe que me encantan.

Siempre me había sentido a gusto con semejante rutina, pero desde que un patético lechero loco, que por si fuera poco está muerto, decidió encajarse entre el aparador y la nevera como si se tratara de una inútil papelera a la que ni siquiera pueden arrojarse los desperdicios, mis cenas y desayunos resultaban ciertamente incómodos.

Charles Carl Roberts se limitaba a observarme, por encima de las rodillas, por debajo de la gorra como si estuviera preguntándose qué derecho tenía yo a sentarme, levantarme, tostar el pan, untarlo de mantequilla, beberme un café o leer el periódico mientras él parecía condenado a permanecer inmóvil por el «simple hecho» de ser un difunto.

De tanto tratar con ellos había aprendido que los muertos, al igual que los enfermos, lo que en realidad echan de menos no son las lujosas fiestas o los sonados acontecimientos, sino la humilde sencillez de la vida cotidiana, actos en ocasiones mil veces repetidos, pero que son con los que cada uno de nosotros más se identifica. Quienes se encuentran postrados en un lecho sin apenas fuerzas para moverse se asombran de que alguien vaya y venga, abra una puerta o cierre una ventana, y no cabe duda de que le envidian. Y es que si normalmente envidiamos a los ricos famosos y cuando nos encontramos enfermos envidiamos incluso a los pordioseros que rebuscan en el cubo de basura, es de suponer que los muertos envidiarán a los agonizantes. El simple placer de aspirar una última bocanada de aire fresco debe ser infinitamente más gratificante que la inmovilidad eterna.