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Llevarme una cucharada de sopa a la boca ante la acusadora mirada de aquella momia acurrucada me obligaba a sentirme tan incómodo como si estuviera cometiendo un acto deshonesto porque cabría pensar que para lo que quedaba del lechero asesino todo lo que no fuera estar muerto, era pecado.

Al fin, una noche me molestó tanto su actitud que no pude por menos que comentar en un tono que en estos momentos admito que resultaba del todo absurdo:

—¡No me mires así! No tengo la culpa de que estés muerto; fuiste tú quien se pegó un tiro.

Tardó en responder, y cuando al fin se decidió a hacerlo sus palabras no pudieron por menos que desconcertarme:

—No estoy aquí por mi gusto; estoy porque no dejas de pensar en que estoy aquí.

En aquellos momentos no supe qué contestar, pero tanto tiempo después me veo obligado a reconocer que en cierto modo tenía razón; nuestra mente puede llegar a ser tan poderosa que en ocasiones las cosas «son» por el simple hecho de que nos esforzamos, incluso contra nuestra voluntad, en que «sean».

Con demasiada frecuencia algo que no queremos que ocurra ocurre debido a que hemos luchado denodadamente para que no llegue a ser así. En ocasiones tengo la impresión de que una especie de duendecillo burlón y extremadamente cruel se oculta en nuestro interior, hurga en lo más profundo de nuestros temores y comienza a soplar sobre lo que no era más que una minúscula brasa hasta acabar por convertirla en una llama que nos devora. El ser humano que carece de fantasmas internos corre el peligro de ser víctima de causas ajenas a su voluntad; el que ha nacido con esos fantasmas suele perecer por culpa de ellos.

Charles Carl Roberts constituía el mejor ejemplo de cómo los fantasmas creados por una imaginación enfermiza le habían destruido arrastrando al propio tiempo las vidas de cinco niñas que ninguna culpa tenían de que anidaran allí.

¿Qué fantasmas se ocultaban en el fondo de la mente de la Bestia Perfecta?

¿Y en la de los millones de pederastas que proliferaban por un mundo que de improviso parecía haberse infectado de tan nausebunda enfermedad?

Lo peor de nosotros mismos está en nosotros mismos y cuando emerge le echamos la culpa a uno u otro factor según las circunstancias. Cuesta reconocer que es inevitable que pronto o tarde surja.

—¿Qué hizo que de pronto dejaras de ser un hombre tranquilo, buen padre y buen marido, y te convirtieras en un asesino múltiple?

—Nunca fui un hombre tranquilo, buen padre y buen marido... —replicó con absoluta naturalidad—. ¡Nunca! Me esforcé intentando serlo pero en el fondo sabía muy bien quién era en realidad. —Se puso en pie en lo que pareció un gran esfuerzo al tiempo que añadía—: Ahora que lo he reconocido, puedo marcharme; ahora sé que no tengo que ir a dar explicaciones por lo que hice, sino a preguntar por qué me hicieron así.

Aquella era evidentemente una teoría muy extendida entre los muertos y quiero suponer que también entre los vivos.

En cierta ocasión me dijeron que se calcula que desde la aparición del Homo sapiens sobre la faz de la tierra han muerto unos mil millones de seres humanos, y quiero creer que cada uno de los que se planteó en algún momento de su vida por qué razón era tal como le habían hecho y no como le hubiera gustado que le hicieran.

La única explicación que se me ocurre es que existen tantos millones de neuronas en el cerebro que la interconexión entre ellas puede dar origen a más de mil millones de seres diferentes.

Bartolomé Cisneros me telefoneó muy de mañana con el fin de comunicarme que el equipo de investigación al mando del juez Bernardo Gil del Rey, y con ayuda del CETS —Sistema de Rastreo de Explotación Infantil—, diseñado por los técnicos del multimillonario Bill Gates, había conseguido localizar el punto desde el que se conectaba a internet el pederasta que se llamaba a sí mismo «Koriolano».

La policía había actuado con extraordinaria rapidez y eficacia, con lo que la pequeña Alejandra Fuentes había sido liberada sin que al parecer hubiera sufrido daño alguno. Aunque aún no conocía el nombre de quién se ocultaba tras tan extraño y sonoro seudónimo, a Bartolomé le habían asegurado que se trataba de un conocido y respetado arquitecto, casado y padre de cuatro hijos.

No me cabía en la cabeza.

El Monstruo que me visitó en primer lugar y nunca más había vuelto a dar «señales de vida», tenía hijos; el lechero asesino de cinco amish que se había convertido en asiduo de mi cocina, tenía hijos, y ahora otro violador de niños, también tenía hijos.

¿Acaso no pensaban en ellos a la hora de cometer sus atrocidades?

¿Qué gigantesca fuerza de atracción ejercía semejante degeneración sobre sus mentes que superaba incluso el instinto de la paternidad, que suele ser el más arraigado en todo ser vivo?

Si miraban a la cara a una criatura en el momento de violarla, ¿no estaban viendo el rostro de sus propios hijos?

La enorme alegría que experimenté al saber que la pequeña Alejandra estaba a salvo, con lo que no tendría que pasar el resto de mi vida con remordimientos de conciencia, se vio en cierto modo empañada por el hecho de haber caído en la cuenta de que los pederastas eran seres de otra galaxia a los que nunca nadie conseguiría aniquilar.

Si no eran capaces de respetar la vida de los más indefensos, e incluso eran muchos y notorios los casos en los que habían abusado de sus propios hijos, sangre de su sangre, estaba claro que no respetaban ningún código moral, ni ninguna regla de comportamiento, y ante eso nada se podía hacer.

¿Cuán intenso debía de ser el placer que experimentara en apenas unos minutos un pederasta como para que le compensara a la hora de poner en peligro su vida, su trabajo, su familia, su libertad y su honra?

Intento recordar el día en que haya hecho mejor el amor a lo largo de toda mi vida, multiplico el placer que experimenté por mil, y aunque así fuera, no creo que valiera la pena jugarse tanto por volver a disfrutarlo. No es algo eterno; no se trata de acabar con tu peor enemigo o atracar un banco, lo que te proporcionará un botín que te permitirá vivir sin trabajar el resto de tu vida. No se trata más que de un orgasmo; quizás el más largo, el más intenso, pero es algo tan efímero que una mente normal no entiende que se pueda pagar un precio tan desorbitado.

No lo entiendo. Aunque pasen mil años continuaré sin entenderlo.

Tanto por tan poco...

Salí a cenar y al cine...

Salí a cenar y al cine con Alicia tal como solíamos hacer con relativa frecuencia, y cuando le comenté que ese sábado no podría acompañarla porque tenía mucho interés en asistir a la conferencia que pronunciaría el ex ministro Bernardo Gil del Rey bajo el expresivo enunciado: «Razones del aumento de la pederastia en la última década», decidió acompañarme.

Le señalé que en aquellos momentos para mí era una cuestión de excepcional importancia saber cuanto pudiera sobre los pederastas, pero que no me parecía una buena idea que alguien tan involucrado como ella en un tema tan sórdido y espinoso se regodeara en sus sufrimientos, pero insistió señalando que quería hacerlo.

—De ese modo nunca conseguirás que tus heridas cicatricen.

—Precisamente lo que pretendo es que nunca cicatricen. Hacerlo sería tanto como traicionar la memoria de Jimena.