—Lo único que Jimena desea es que la olvides.
—Es fácil decirlo siendo hija, pero imposible hacerlo siendo madre.
¿Qué podía contestar?
Accedí de mala gana y en cuanto el orador, un hombretón de aspecto imponente, ojos muy claros y gruesas gafas de montura de oro que continuamente se ajustaba como si en realidad lo suyo fuera un tic nervioso más que una necesidad de ver mejor, comenzó a hablar en un tono de voz sonoro, pausado y rotundo, ambos nos sentimos atrapados tanto por la profundidad de sus conocimientos como por la claridad con que exponía sus argumentos.
Según Gil del Rey, la pederastia constituía una degeneración sexual tan antigua como nuestra propia especie y tenía sus orígenes en el hecho de que los niños descubrían por primera vez las diferencias entre ambos sexos en chicos y chicas de su misma edad.
Al parecer, en algunos de ellos ese prematuro y en ocasiones impactante descubrimiento les marcaba hasta el punto de que luego nunca llegaban a sentir verdadera atracción por las personas adultas que poco o nada tenían que ver con los primigenios y excitantes recuerdos que quedaron grabados para siempre a fuego en su memoria.
La memoria era, en opinión del ex ministro, el motor que rige la mayor parte de los actos de unos seres humanos que en el fondo no son mas que máquinas repetitivas incapaces de actuar si no poseen una información previa que les marque las pautas.
—En cuanto animales, tan solo tenemos conciencia de comer, beber, dormir o copular por puro instinto. Pero en cuanto a seres inteligentes, no sabríamos actuar si no hubiéramos almacenado en la memoria un archivo de datos imprescindibles a la hora de desenvolvernos. De la importancia, o más bien preponderancia, de esos datos, dependerá en gran parte nuestro comportamiento. Por ello, si en un momento dado de la infancia, y especial la pubertad, «algo» nos impacta de forma especial, es muy posible que marque las pautas de nuestro comportamiento futuro, sobre todo en lo que se refiere a las relaciones sexuales.
Bebió largamente del vaso de agua que tenía a su lado, recorrió con la vista el auditorio pese a que podría creerse que en realidad no veía a nadie, y al poco añadió:
—A los profanos suele llamarles la atención el hecho de que muchos de los niños que han sido maltratados, o de los que se ha abusado sexualmente, se conviertan a su vez en abusadores o maltratadores. Los profanos presuponen que en buena lógica deberían reaccionar negativamente ante unos hechos que años atrás les causaron daño, pero hemos comprobado que en muchas ocasiones no es así. Por desgracia aún no se han determinado las causas que provocan semejante reacción, pero de hecho se dan incluso en adultos que no tenían conciencia de que habían sido víctimas de malos tratos porque aún carecían de uso de razón. Quizás ello significa que la memoria es anterior al uso de la razón y esa es una línea de investigación en la que se está trabajando en la actualidad...
Permanecí allí, clavado en la butaca y absorto en todo cuanto el hombre que no cesaba de tocarse las gafas decía, hasta que alguien cruzó a mi lado y se dirigió directamente al estrado.
No le presté atención hasta que advertí que ascendía por los cortos escalones e iba a colocarse a la derecha de la mesa presidencial con el fin de inclinarse a observar más de cerca al solitario orador, que, sorprendentemente, daba la impresión de no haberse percatado de su presencia.
Me desconcertó que nadie más que yo pareciese darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, hasta que de improviso descubrí que la persona que había subido por la escalinata y se había acercado a la mesa era Jimena.
En ese preciso momento Bernardo Gil del Rey sufrió un estremecimiento, miró con ojos desvaídos, pero sin ver, a la intrusa, tartamudeó y se quedó en silencio, blanco como el papel y sosteniendo las gafas con mano temblorosa.
Se escuchó un murmullo de sorpresa y alarma.
El juez hizo un esfuerzo por recuperar la voz pero en esos momentos a sus espaldas hizo su aparición Andrea, y aunque resultaba evidente que no podía haberla visto, pareció presentirla, se volvió a medias, lanzó un gemido de dolor y se desplomó sobre la mesa permitiendo que las gafas se le escurrieran de entre los dedos, cayeran al suelo y rodaran por los escalones.
Ya no pude ver más; el público que tenía delante se había puesto en pie al tiempo que media docena de personas se precipitaban en auxilio del orador sacándolo de la sala por una puerta lateral.
—El mérito es tuyo porque si no hubieras acudido con mi madre a esa conferencia no habría acudido yo, y en ese caso nunca hubiera tenido la oportunidad de reconocerle porque existen millones de hombres, y ni siquiera los muertos podemos conocerlos a todos.
—¿Pero estás completamente segura de que es él?
—¿Cómo no iba a estarlo? —replicó como si fuera la pregunta más idiota que nadie pudiera haberle hecho nunca. Y probablemente lo era—. Me torturó y violó hasta cansarse para acabar por estrangularme mientras no cesaba de mirarme musitando que quería ver cómo se me escapaba el alma por la boca. ¿Se puede olvidar a alguien así?
—¡No! ¡Naturalmente que no!
—Tampoco lo olvidó Andrea, que acudió en cuanto la llamé.
Me volví hacia la esquiva criatura que al fin había aceptado aproximarse y que asintió sin la menor sombra de duda.
—Es él... Y también pretendía descubrir cómo se me escapaba el alma por la boca.
—¡Dios mío! Es una pesadilla aún peor de lo que había imaginado; ese hijo de la gran puta es tan astuto que ha conseguido que le pongan al cuidado de los corderos. De ese modo se asegura de que sus crímenes quedarán impunes.
—¿A qué clase de impunidad te refieres? —se alarmó Jimena.
—A la de la justicia ordinaria... Tal como están las cosas, no puedo acusar a la máxima autoridad en la lucha contra los pederastas de ser el más brutal y cruel de todos ellos.
—¿Y por qué no?
—Porque no tengo ni pruebas ni testigos.
—Pero yo te aseguro que es él. Y Andrea también.
—Y no lo pongo en duda, pero estáis muertas.
—¡Ya...! Eso es muy cierto; estamos muertas, y lo que opine un muerto importa menos que lo que opine un gato. Por lo que se ve, desde el momento mismo en que dejamos de respirar dejamos de tener derecho a la justicia.
—Eso no es cierto. La justicia no hace distinciones entre los derechos de los vivos o los muertos; lo que ocurre es que, por mera lógica, podéis ser parte «interesada» en ciertas causas, pero nunca testigos, a no ser, claro está, que hayáis declarado bajo juramento antes de expirar, lo que por desgracia no es vuestro caso.
—¿Pretendes decir con eso que la justicia niega la posibilidad de que exista un alma que continúa manifestándose incluso cuando el cuerpo ha comenzado a descomponerse? —intervino Andrea en una demanda tan directa que no pudo por menos que desconcertarme.
—Supongo que sí...
—Pero eso sería tanto como asegurar que la justicia niega la posibilidad de la vida eterna.
—Visto de ese modo...
—No hay otro modo de verlo. Y negar la existencia del alma y de la vida eterna es tanto como negar la existencia de Dios.
—Eso es ir demasiado lejos. Recuerda que el conjunto de leyes que a la larga componen lo que denominamos «justicia» fueron pensadas y establecidas por unos hombres que no podían ni debían plantearse cuestiones de orden puramente espiritual.
—¿Por qué no?
—Porque se supone que las leyes son iguales para todos, y son muchos los que no creen ni en el alma, ni en la vida eterna, ni en un determinado dios, se llame como se llame.
—Sin embargo...
—¡Escucha, pequeña! —le interrumpí—. No pienso ponerme a discutir temas para los que ninguno de los dos estamos lo suficientemente preparados, y que por si fuera poco contemplamos desde puntos de vista tan dispares como el de una niña muerta y un adulto vivo.
—En eso puede que tengas razón.