—¡Gracias por admitirlo! Y ahora vayamos a lo que importa, porque siempre he supuesto que lo único que ambas deseáis, al igual que yo, es que ese degenerado reciba su castigo. ¿Aún pensáis lo mismo?
—Naturalmente.
—En ese caso vamos a centrarnos en conseguirlo y olvidarnos del resto.
—Nosotras no podemos hacer nada al respecto —puntualizó Jimena Jimeno de inmediato—. Recuerda que carecemos de imaginación.
—¿Por qué?
—Porque la imaginación no es más que una forma de mentir, y siempre has sabido que a los muertos nos está prohibido mentir.
—Sorprendente teoría sin duda: «La imaginación no es más que una forma de mentir» —repetí como para mí mismo—. Tal vez sea cierto y si dispusiera de tiempo me encantaría analizar a fondo tan curioso concepto. ¿O sea que debo ser yo quien encuentre el medio de desenmascarar a ese degenerado?
—Evidentemente.
—Menuda papeleta.
Lo era sin duda alguna; la más difícil que se me había presentado nunca, porque por más que tuviera la certeza de que el intachable e insobornable Bernardo Gil del Rey era la temida y odiada Bestia Perfecta, no existía forma humana de demostrarlo.
Me tomarían por loco.
¿Lo estaba?
A buen seguro que únicamente tres personas lo dudarían: yo mismo, no del todo convencido de mi propia salud mental, y dos pequeñas difuntas.
El resto, millones de individuos honrados y respetables, no dudarían en pedir que me encerraran si se me ocurría la estúpida idea de acusar de asesinato a un respetable juez sin otro argumento que el testimonio de dos irreconocibles cadáveres infantiles.
Decidí, por tanto, no comentar el tema con Bartolomé Cisneros y María Luisa, menos aún con la siempre inestable Alicia, concentrándome en la imposible tarea de buscar el modo de implicar al ex ministro Bernardo Gil del Rey en unos crímenes que se consideraban caso cerrado, visto que un conocido delincuente se había hecho responsable de ellos de forma inequívoca.
¡Mierda!
Necesitaba meditar y hacerlo a solas.
Les supliqué a las niñas que se mantuvieran lejos de la casa durante el largo fin de semana que se avecinaba, y me encerré a estudiar el tema, armado de papel y lápiz como si en verdad se tratara de un problema aritmético de compleja solución.
¡Y tan compleja!
Según los datos que figuraban en las enciclopedias, Bernardo Gil del Rey había nacido en Madrid hacía cincuenta y cuatro años, pertenecía a una acomodada familia de notables juristas y había sido un alumno brillante a todo lo largo de su vida, destacando sobre todo en el campo del derecho y la administración de empresas.
Viudo desde hacía quince años, no tenía hijos, no se encontraba afiliado a ningún partido político pese a haber sido ministro, gozaba de una envidiable reputación tanto profesional como moral y no era dado a las apariciones en público, por lo que se sabía muy poco sobre su vida sentimental desde el día en que murió su esposa.
Notable melómano que no se perdía un concierto o una ópera y gran aficionado a la poesía, había publicado dos pequeños volúmenes de sonetos colaborando asiduamente en los suplementos literarios de diversos periódicos.
En resumen: un ciudadano ejemplar.
Todos esos datos se debían destacar en la columna del «debe», mientras enfrente, en la del «haber», se podía anotar que quien pretendía desenmascararle era un tipo emocionalmente inestable que basaba su argumentación en el testimonio de dos niñas muertas, y que en buena lógica debería residir de modo permanente en un psiquiátrico.
Si, como resultaba evidente, tan solo Bernardo Gil del Rey y yo sabíamos quién era en realidad, las fuerzas no se encontraban en absoluto igualadas.
A media noche del domingo llegué no obstante a una conclusión que se me antojó bastante razonable: yo estaba casi seguro de que, desde la muerte de Roque Centeno, nadie más conocía la verdad sobre la Bestia Perfecta, pero entraba dentro de lo posible que la Bestia Perfecta no estuviera tan segura de que fuera así.
¿Cuáles habían sido sus verdaderas relaciones con el difunto esposo de Erika?
¿Cómo y cuándo se conocieron?
¿Cuánto sabía, o se suponía que podía saber, Roque Centeno sobre su cómplice?
En mi opinión, Centeno tan solo debía haber actuado como brazo ejecutor encargado de raptar a las niñas, pero no existía forma humana de saber hasta qué punto mantenía una estrecha relación con Gil del Rey.
Algo en mi interior me dictaba que aquella bestia depredadora era demasiado inteligente para permitir que un maleante de tres al cuarto pudiera enviarle a la cárcel de por vida, por lo que la relación debía fluir en una sola dirección. No se me antojaba desencaminado suponer que el ex ministro hubiera tenido en un determinado momento fácil acceso al grueso expediente de un sinvergüenza al que tal vez acabó por seleccionar entre los miles de expedientes de los miles de maleantes que pasaban a diario por sus manos.
Si lo que se pretende es encontrar un cómplice para cometer un determinado delito, ¿qué mejor guía que los abarrotados archivos de la policía y los juzgados? Allí debían estar todos, con sus virtudes y sus defectos; con sus puntos fuertes, sus flaquezas y sus «especialidades» en cada rama de la delincuencia como si se tratara de las páginas amarillas de una guía telefónica, incluidas las direcciones particulares.
—¿Fue así como te encontró? —dije en voz alta como si creyera que Roque Centeno podía escucharme—. Dime, maldito cabrón hijo de puta, ¿fue así como te encontró?
No obtuve respuesta puesto que Roque Centeno no era de la clase de difuntos a los que se les hubiera otorgado el don de volver a la Tierra a pedir justicia, y debo reconocer que me avergoncé de un comportamiento que venía a corroborar que me encontraba excesivamente nervioso. A los muertos no se les podía llamar con el fin de hacerles preguntas; era necesario esperar a que acudieran a visitarte cuando se les antojara y te contaran lo que quisieran en el momento en que les apeteciera. Así eran y así había aprendido a aceptarlo.
No obstante, dando por sentado que como difunto aquel macarra no me servía de nada, entraba dentro de lo posible que me sirviera lo que había hecho en vida, o al menos lo que Bernardo Gil del Rey temiera que podía haber hecho. Tirarme un farol en aquella desquiciada y macabra partida de póquer era, a mi modo de entender, la única baza que podía jugar con unas ciertas garantías de éxito.
Telefoneé, por tanto, a Erika con el fin de suplicarle que acudiera a verme en cuanto pudiera tomarse un par de días libres y lo hizo a la semana siguiente, pero puedo decir que me resultó harto difícil hacerle comprender, sin verme en la obligación de contarle la increíble historia de que cuanto sabía lo sabía a través de la confesión de dos niñas muertas, que tenía la casi absoluta certeza de que un famoso juez de intachable reputación era el culpable de la muerte del padre de sus hijas.
—No lo entiendo.
—Ni aspiro a que lo entiendas. Lo único que te pido es que confíes en mí; ese hombre es un pederasta, violador y asesino, y lo único que pretendo es acabar con él de un modo u otro.
—¿Y si te equivocas?
—La responsabilidad será mía. Y de lo que puedes estar segura es de que, si reacciona como espero, significará que no me equivoco. Además, a la menor señal de duda lo dejaré en paz; como comprenderás no tengo el menor interés en cometer una injusticia.
Dudo y sospecho que más que dudas lo que tenía era miedo, pero cuando volví a la carga recordándole que estábamos refiriéndonos a alguien que tal vez intentaría hacer daño a sus hijas de la misma manera que se lo había causado a otras niñas acabó por claudicar.
—¿Qué quieres que haga exactamente?
—Telefonearle, presentándote como lo que en realidad eres, la viuda de Roque Centeno, e informarle de que has encontrado pruebas entre los papeles de tu marido que te hacen suponer que en realidad no cometió los crímenes de los que se autoinculpó, sino que al parecer le presionaron amenazando con matar a sus hijas, por lo que sospechas que el verdadero culpable es alguien muy importante que continúa en libertad.