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—Ante algo de tanta envergadura lo lógico es que me pida que lo ponga en conocimiento de la policía.

—¡Evidentemente! En ese caso le respondes que no confías en la policía porque los documentos de Roque hacen referencia a que un alto cargo de esa misma policía está implicado en el tema, ya que todo demuestra que tenía acceso a sus archivos. Insiste en que esa es la razón por la que has preferido hablar directamente con él, que te merece mucha más confianza; al fin y al cabo es quien dirige todas las operaciones referentes a las actividades de los pederastas, y en el caso del tal Koriolano dio muestras de su eficacia.

—¿Y supones que se lo creerá?

—Si es culpable se lo creerá porque ningún criminal puede estar nunca absolutamente seguro de no haber dejado cabos sueltos. Se pondrá nervioso y necesitará averiguar cuáles son esos cabos con el fin de atarlos definitivamente. De lo contrario nunca podría dormir tranquilo.

—En eso puede que tengas razón. Alguien que comete semejantes salvajadas nunca puede dormir tranquilo.

—El principal enemigo de un ser humano es siempre su conciencia, aunque se trate, como en este caso, de alguien que carece de conciencia. No estamos hablando de «remordimientos» tal como la mayoría de nosotros entendemos el término, sino de «saber» que se ha hecho algo terrible y que puede acabar por pasarnos factura.

—Y en este caso se trata de una factura muy abultada. No tanto por lo que respecta a Roque, que por desgracia y a mi pesar era algo que se había buscado, sino por lo que se refiere a esas pobres criaturas que pensándolo bien he llegado a la conclusión de que probablemente no son sus únicas víctimas... Haré lo que me pides con una única condición.

—Lo que tú digas.

—Prométeme que si me ocurre algo te ocuparás de mis hijas.

—Como si fueran mías.

—¿A qué viene todo esto?...

—¿A qué viene todo esto?

—Lo único que pretendo es hacerte unas preguntas —repliqué esforzándome por conseguir que el tono de mi voz fuera lo más normal posible—. Si me convence lo que me respondas te dejaré en libertad; de lo contrario te quedarás aquí hasta que averigüe la verdad.

—¿Con qué derecho?

—Ninguno.

—¿Y pretende que un juez responda a las preguntas de alguien que admite no tener derecho a hacerlas? ¡Usted está loco!

—No seré yo el que te diga que no. Pero esto es lo que hay; como puedes ver, te encuentras encadenado a un camastro de una cueva perdida en un lugar ignorado, frente a un desconocido que, efectivamente, tal vez esté mal de la cabeza, pero que no piensa darte de comer ni beber hasta que le digas lo que quiere saber. ¡Tú sabrás cuánto crees que puedes aguantar!

Meditó largo rato, se volvió a mirar a su izquierda, hacia el pequeño banco de piedra en que se sentaban, muy rectas y muy serias, Andrea y Jimena, sufrió una especie de corto estremecimiento como si hubiera advertido su presencia pese a que resultaba evidente que no podía verlas, y por último dijo:

—¿Por qué hace esto?

—Te lo aclararé en su momento. Ahora lo que importa es que respondas a mis preguntas.

—¿Qué quiere saber?

—¿Tienes idea de quién es la Bestia Perfecta?

Fue como si le hubiera roto la nariz de un puñetazo, puesto que se quedó alelado, buscó a su alrededor como pidiendo ayuda con los ojos desvaídos y se diría que estaba a punto de perder nuevamente el sentido, pero al fin consiguió balbucear apenas:

—Nunca he oído ese nombre.

—No me mientas. Como máximo responsable de la lucha contra la pederastia tienes que estar informado de que se trata del más salvaje de los violadores de niñas; ese al que le encanta colgar fotos de sus crímenes en la red, y que las acompaña con versos sádicos. Por cierto, he leído tus dos libros de poemas y no están mal.

—¿Acaso pretende insinuar...?

—No insinúo nada, pero por si te sirve de algo te aclararé que soy yo quien mandaba mensajes a la Bestia a través de internet.

—No sé de qué me habla.

—¡Escucha...! —Me impacienté al tiempo que me abría la camisa para que pudiera comprobar que no escondía nada—. Estamos aquí, los dos solos, a más de diez metros bajo tierra, y no oculto micrófonos, cámaras de televisión o cualquier artilugio por el estilo. Ni una palabra de cuanto digamos saldrá de esta cueva, pero te repito que tampoco saldrás hasta que respondas a lo que quiero saber.

—¡Pero sospecho que pretende acusarme de algo horrendo! ¡Nunca lo admitiré!

—Yo no te acuso... —Señalé indicando con un leve ademán de cabeza el banco de piedra—. Son ellas.

Miró de nuevo hacia allí, de nuevo se estremeció y por último balbuceó apenas:

—¿A quién se refiere?

—A Jimena Jimeno y Andrea Villalba, las últimas víctimas de la la Bestia Perfecta; probablemente existen más, pero estas son, de momento, los únicos testigos de que dispongo.

Permaneció con la vista clavada en el banco, se tocó las gafas de montura de oro, tal como solía ser su costumbre, con gesto ahora nervioso y por último musitó:

—Realmente está usted desquiciado, ¡ahí no hay nadie!

—Lo hay y lo sabes —me limité a replicar—. No puedes verlas, pero al menos las presientes como las presentiste cuando subieron al estrado y eso te inquieta. Por alguna razón que desconozco se me ha concedido el don de ver y hablar con determinados muertos, y son ellas las que aseguran que tú las asesinaste.

—¿Y acaso pretende involucrarme en esos abominables crímenes basándose en visiones de enajenado?

—Entiendo que te cueste aceptarlo, pero tal vez te convenza si añado que, según ellas, en el momento de ahogarlas musitabas que deseabas ver cómo el alma se les escapaba por la boca. ¿Te suena...?

No respondió; evidentemente, y a pesar de ser un hombre de notable inteligencia, o tal vez por esa misma razón, le costaba aceptar que lo que le estaba sucediendo fuera cierto.

Sudaba a mares, no cesaba de juguetear con unas gafas que se le habían empañado y al poco abrió la boca con la intención de decir algo, pero la volvió a cerrar con fuerza como si hubiera decidido no volver a pronunciar palabra. Esperé consciente de que el tiempo sería siempre mi mejor aliado en aquel difícil trance, permitiendo que fuera tomando conciencia de cuál era su verdadera situación.

En cuestión de horas, Bernardo Gil del Rey había pasado de ser un respetable y admirado juez investido de un notable poder del que podía hacer uso a su antojo, a un miserable reo al que evidentemente no se le iba a conceder el menor privilegio.

Me miró como si se preguntara quién era su carcelero y por qué razón actuaba como lo hacía, limpió el vaho de las gafas pese a que le temblaban visiblemente las manos y pareció cambiar de opinión, puesto que al fin comentó en un tono más bien conciliador:

—Es usted un enfermo que necesita atención médica y a la vista de ello no puedo tomarme en serio lo que dice. Hasta ahora no me ha causado el menor daño y, por lo tanto, dado su estado, estoy dispuesto a olvidar lo ocurrido y proporcionarle la mejor ayuda posible. Tengo los medios económicos, así como importantes amigos que...

—No sigas por ese camino... —le interrumpí con acritud—. Me consta que eres un hombre increíblemente inteligente, quizás el más listo que haya conocido nunca ya que has conseguido engañar a todo el mundo, y también soy consciente de que tienes muchísimo dinero y poderosos amigos. Pero recuerda que quien está ahora ahí encadenado ya no es un juez, sino un violador y asesino que se denomina a sí mismo «la Bestia Perfecta».

—¡Decididamente usted está loco!

—Eso es lo que desearías. Te resultaría mucho más fácil enfrentarte a un pobre maníaco porque estás convencido de que sabrías manejarle tal como has venido manejando a cuantos te rodeaban. Pero te decepcionará llegar a la conclusión de que no tengo nada de estúpido y la vida, y los muertos, me han enseñado a tratar a tipos como tú.