—¡Estupideces! ¡Fantasías de perturbado!
—Como tú quieras, pero ten por seguro que acabarás pagando por tus crímenes, porque esas niñas que te miran desde el banco no me dejarán tranquilo hasta que sepan que no volverás a hacerle daño a nadie.
De nuevo un largo silencio y de nuevo se secó nerviosamente las gafas antes de exclamar:
—¡No puedo creerlo! He caído en manos de alguien capaz de aventurar las ideas más peregrinas con tanta naturalidad como si estuviera hablando del tiempo que ha hecho durante el fin de semana.
—No debía sorprenderle a alguien capaz de escribir...
«¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada. ¡Vedla por última vez, en el último instante! Os la ofrezco como un raro presente, disfrutad del momento, compartidlo conmigo, permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos. Que corra el semen y el cuerpo se estremezca. Yo cargo con las culpas, tan solo sois testigos y el mirar no hace daño. Me hizo feliz apenas unas horas. ¡Cierto! Constituyó la cima del placer, aunque muy corto. ¡Cierto! Sufrió lo que yo nunca sufriré si no existe el infierno. ¡Cierto! Pero cualquier castigo que me impongan en vida será compensado por tan dulces recuerdos. Aquellos que me imitáis sabéis que es cierto.»
De nuevo fue como si un mazazo le hubiera roto por segunda vez la nariz, y de nuevo se sumió en un profundo silencio que tuve que ser yo quien rompiera.
—«Pero cualquier castigo que me impongan en vida, será compensado por tan dulces recuerdos»... —repetí con marcada intención para añadir—: ¿Lo crees ahora de la misma forma que lo creías al escribirlo?
—Yo no he escrito nunca nada parecido.
—¡Oh, vamos! ¡No seas tan modesto! Esos versos son, sin duda, los mejores que has escrito nunca y te consta. Deberías sentirte orgulloso de tu obra, pese a que necesitara causar tanto dolor para inspirarse.
—¡Mátalo!
Me volví sorprendido a Andrea para inquirir:
—¿Cómo has dicho?
—¡He dicho que lo mates! No soporto verle y menos aún escucharle; me obliga a recordar cosas horribles...
—No puedo matarlo, pequeña; no soy un asesino.
—No se trata de asesinato, sino de justicia... —intervino Jimena—. Es él, las dos estamos seguras, y no merece vivir.
—Lo sé, él no merece vivir, pero yo no merezco que me obliguéis a hacer algo que va contra mis principios. Sé que te juré que le mataría, e incluso que le prometí a tu madre que le permitiría hacerlo personalmente, pero no es tan sencillo como parece. Por lo menos hasta que esté convencido de que no existe otro remedio.
—¿Con quién habla?
—Con las niñas; no soportan tu presencia y me están pidiendo que no pierda más tiempo y te mate.
—Pobre hombre, ¡está peor de lo que imaginaba!
—Da gracias a que no lo estoy, porque lo que en verdad me apetece es machacarte el cráneo con una pala y desparramar tus sesos sobre el catre.
—Acabará haciéndolo.
—No confíes en ello. Supongo que a estas alturas empiezas a considerar que esa sería la mejor solución vistas las circunstancias; desaparecer y quedar en la historia como un héroe que dio su vida en valiente lucha contra los pederastas. No permitiré que eso ocurra porque constituiría tu última burla hacia una sociedad de la que ya tanto te has burlado. No, no te va a resultar tan fácil... No saldrás de aquí hasta que me lo cuentes todo.
Le dejé solo, consciente de que era lo mejor que podía hacer en aquellos momentos, permitiendo que tuviera tiempo de hacerse a la idea de que había sido desenmascarado y encarcelado por un desconocido en unos momentos en que había alcanzado una posición que le garantizaba una total impunidad.
En cierta ocasión cayó en mis manos un informe argentino en el que se afirmaba que los buenos torturadores sabían cuándo debían conceder un descanso a sus víctimas, conscientes de que llegaba un momento en que el dolor era tan intenso que de nada servía continuar presionándolas. Los verdugos de la dictadura militar tenían plena conciencia de que el verdadero terror llegaba más tarde, cuando, una vez ha pasado el dolor, el torturado empezaba a temer que su verdugo regresase, porque el hecho de imaginar lo que le iba a hacer sufrir solía ser considerablemente peor que el sufrimiento en sí mismo. De igual manera, un buen interrogador tiene que aprender a medir el tempo de sus intervenciones, permitiendo que la imaginación siga su curso. Y en el caso de un hombre que iba a quedarse a solas con los espíritus de dos niñas a las que había violado y asesinado, la imaginación jugaba a todas luces un papel importante.
No me cabía la menor duda de que, sin llegar a verlas tal como yo las veía, de alguna forma Bernardo Gil del Rey tenía conciencia de que Andrea y Jimena le observaban, y el mero hecho de saberse encerrado con ellas debía afectarle psicológicamente.
¿Miedo?
No lo sé. Era su imaginación la que tenía que responder a esa pregunta porque si le asaltaba la sensación de que iban a causarle algún daño que no sabría controlar se derrumbaría su entereza.
¿Qué ser humano sería capaz de cerrar los ojos sospechando que los espíritus de aquellos a los que ha torturado hasta morir se sentaban a menos de dos metros de distancia? Yo estaba acostumbrado a los difuntos y en muy determinadas circunstancias podía incluso bromear con ellos, pero recuerdo que en un principio me inquietaban aun a sabiendas de que no tenían nada contra mí.
Regresé por tanto a la casa donde me reuní con Erika, que se había quedado adormilada en un sillón. Al sentirme llegar abrió los ojos para decir de inmediato:
—¿Cómo ha ido?
—Supongo que bien.
—¿Solo lo supones?
—De momento, sí.
—¿Ha confesado?
—Aún es demasiado pronto porque está claro que tiene experiencia en este tipo de asuntos... Evidentemente mucho más que yo, pero ahora se encuentra al otro lado de las rejas y a eso sí que no está acostumbrado.
—¿Qué te ha contado sobre Roque?
—Aún no hemos hablado de él.
—¿Por qué?
—Porque si le enseño todas mis cartas desde el principio, ya sabrá a qué estamos jugando y es lo suficientemente astuto como para montar cualquier tipo de estrategia. —Fui hasta la cocina, regresé con un par de refrescos, le ofrecí uno y, en el momento de sentarme frente a ella, añadí—: Los documentos de Roque debemos guardarlos para más adelante.
—¿A qué documentos te refieres?
—A los que te dejó tu marido al morir.
—¡Pero sabes muy bien que no dejó ninguno!
—Yo lo sé y tú también lo sabes, pero ese degenerado de ahí abajo no. Si accedió a acudir a tu cita fue porque sospechaba que podían existir y, por lo tanto, debemos procurar que continúe pensándolo; al parecer eso le inquieta y cuanto más se inquiete mejor.
—Fue lo primero que preguntó en cuanto se subió al coche: «¿Dónde están los documentos?» —admitió ella—. Pero por toda respuesta le arreé una descarga eléctrica que le dejó tieso durante casi una hora.
—Te comportaste de una manera admirable —reconocí y ciertamente me había impresionado la sangre fría que demostró a la hora de traerme a casa a un inconsciente y desencajado Bernardo Gil del Rey.
—¡La costumbre! Fueron muchos años de tratar con los impresentables compinches con los que solía codearse Roque, y que a menudo intentaban arrastrarme a la cama por la fuerza. Tras haberme enfrentado media docena de veces con el Tocho Manteca, ese gilipollas era pan comido.
—Lo que no me has contado es de dónde sacaste esa bendita porra eléctrica que lo dejó inconsciente en el acto.
—De Roque, ¡naturalmente! —replicó con una sonrisa que no podía ocultar su evidente amargura—. Tenía la casa llena de pistolas, navajas, porras eléctricas, puños de hierro, espráis paralizantes y todo tipo de extraños artilugios que sirven para atacar o defenderse. Eso sin contar las drogas, los billetes falsos o las joyas robadas. Vivir con un maleante no resulta cómodo porque siempre estás temiendo que aparezca la policía, o lo que solía ser peor, «sus colegas del trabajo».